QUÉ ES ESCRIBIR
Telepatía, por supuesto.
Pensándolo bien, tiene su gracia: la gente se ha pasado años discutiendo si
existe, hay personajes como J.B. Rhine que se han devanado los sesos para crear
un procedimiento válido de comprobación que lo aísle, y resulta que siempre ha
estado perfectamente a la vista como la carta robada de Poe. Todas las artes
dependen de la telepatía en mayor o menor medida, pero opino que la literatura
ofrece su destilación más pura. Es posible que esté predispuesto a su favor,
pero no importa: quedémonos con la escritura, ya que es de lo que hemos venido
a pensar y hablar.
Me llamo Stephen King, y escribo
el primer borrador de este texto en mi mesa de trabajo (la que está puesta
donde baja el techo) una mañana de nieve de diciembre de 1997. Tengo varias
cosas en la cabeza. Algunas son preocupaciones (problemas de vista, no haber
empezado las compras de Navidad, que mi mujer haya salido de casa con un
virus); otras, en cambio, son agradables (nuestro hijo menor nos ha hecho una
visita desde la universidad, y en un concierto de los Wallflowers subí a tocar
con ellos el Brand New Cadillac de
los Clash), pero ahora mismo tiene prioridad el papeleo. Estoy en otra parte,
en un sótano con mucha luz e imágenes claras. Me ha costado muchos años
construírmelo. Domina una gran perspectiva. Ya sé que no cuadra mucho con que
sea un sótano, que es un poco raro y contradictorio, pero yo funciono así. Otro
construirá su atalaya en la copa de un árbol, o en el tejado del World Trade
Center, o al borde del Gran Cañón. Allá cada cual con sus preferencias.
La publicación de este libro*
está prevista para finales de verano o principios de otoño de 2000. De confirmarse
el dato, tú, lector, estarás a cierta distancia cronológica de mí… pero es muy
probable que estés en tu propia atalaya, donde recibes los mensajes
telepáticos. No es que sea necesario, ¿eh? Los libros son la magia más portátil
que existe. Yo suelo escuchar uno en el coche (siempre en versión completa,
porque las lecturas de textos abreviados me parecen el colmo), y en general
nunca salgo sin un libro. Nunca se sabe cuándo apetecerá tener una válvula de
escape: colas kilométricas en los peajes, las salas de embarque de los
aeropuertos, las lavanderías automáticas en tardes de lluvia, o lo peor de
todo: la consulta del médico cuando se retrasa y tienes que esperar media hora
para que te torturen una parte sensible del cuerpo. En ocasiones así me parecen
indispensables los libros. Si resulta que tengo que pasar una temporada en el
purgatorio antes de que manden arriba o abajo, preveo que mientras haya
biblioteca no me quejaré. (Seguro que si hay una estará llena de novelas de
Danielle Steel y libros de cocina: ja ja, va por ti, Steve.)
O sea, que leo siempre que puedo,
pero tengo un lugar de lectura favorito, y seguro que tú también: un sitio con
buena luz y mejor ambiente. El mío es el sillón azul de mi estudio. Tú quizá
prefieras el sofá, la mecedora de la cocina o la cama: leer en la cama puede
ser paradisíaco, a condición de tener la página bien iluminada y no ser
propenso a tirar el café o el coñac en las sábanas.
Supongamos, por lo tanto, que
estás en tu lugar de recepción favorito, igual que yo en el mío de transmisión.
Nuestro ejercicio de comunicación mental tendrá que realizarse en el tiempo,
además de en la distancia; pero bueno, no pasa nada: si todavía podemos leer a
Dickens, Shakespeare y (con la mediación de algunas notas) Heródoto, la distancia
entre 1997 y 2000 no parece insalvable. ¿Listo? Pues adelante con la telepatía.
Te habrás fijado en que no tengo nada en las mangas, y en que no muevo los
labios. Es muy probable que tú tampoco.
Fíjate en esta mesa tapada con
una tela roja. Encima hay una jaula del tamaño de una pecera. Contiene un
conejo blanco con la nariz rosa y los bordes de los ojos del mismo color. El
conejo tiene un trozo de zanahoria en las patas delanteras y mastica con
fruición. Lleva dibujado en el lomo un ocho perfectamente legible en tinta
azul.
¿Estamos viendo lo mismo? Para
estar seguros del todo tendríamos que reunirnos y comparar nuestros apuntes,
pero yo creo que sí. Claro que es inevitable que haya ciertas variaciones:
algunos receptores verán una tela granate, y otros más viva. (Los receptores
daltónicos la verán gris ceniza.) Puede que algunos vean adornos en el borde de
la tela. Las almas decorativas habrán añadido un poco de encaje, y son muy
libres de hacerlo. Mi mantel es suyo.
Siguiendo el mismo principio, el
tema de la jaula deja mucho espacio a la interpretación individual. Para
empezar, ha sido descrita mediante una “comparación imprecisa”, que sólo será
operativa si vemos el mundo y medimos las cosas con criterios similares. Cuando
se hacen comparaciones imprecisas es fácil caer en el descuido, pero la
alternativa es una atención repipi al detalle que quita toda la diversión al
acto de escribir. ¿Qué tendría que haber dicho? ¿Qué “encima hay una jaula de
un metro de profundidad, sesenta centímetros de anchura y treinta y cinco
centímetros de altura”? Más que prosa sería un manual de instrucciones. El
párrafo tampoco especifica el material de la jaula. ¿Alambre? ¿Barras de acero?
¿Cristal? ¿Tiene alguna importancia? Todos
entendemos que la jaula es un objeto que permite ver su contenido. Lo demás nos
es indiferente. De hecho, lo más interesante ni siquiera es el conejo que come
zanahoria, sino el número del lomo. No es un seis, un cuatro ni un diecinueve
coma cinco. Es un ocho. Es el foco de atracción, y lo vemos los dos. Ni yo lo
he dicho ni tú me lo has preguntado. Yo no he abierto mi boca, ni tú la tuya.
Ni siquiera coincidimos en el año, y no digamos en la habitación. Y sin embargo
estamos juntos. Muy cerca.
Se han tocado nuestras mentes.
Yo te he enviado una mesa con una
tela roja, una jaula, un conejo y el número ocho en tinta azul. Tú lo has
recibido todo, y en primer lugar el ocho azul. Hemos protagonizado un acto de
telepatía. Telepatía de verdad, ¿eh? Sin chorraditas místicas. No pienso
ahondar en lo expuesto, pero antes de seguir deseo hacer una puntualización: no
es que me haga el listo, es que hay algo que exponer.
El acto de escribir puede
abordarse con nerviosismo, entusiasmo, esperanza y hasta desesperación (cuando intuyes que no podrás
poner por escrito todo lo que tienes en la cabeza y el corazón). Se puede
encarar la página en blanco apretando los puños y entornando los ojos, con
ganas de repartir ostias y poner nombres y apellidos, o porque quieres que se
case contigo una chica, o por ganas de cambiar el mundo. Todo es lícito
mientras no se tome a la ligera. Repito: no hay que abordar la página en blanco
a la ligera.
No te pido que lo hagas con
reverencia, ni sin sentido crítico. Tampoco pretendo que haya que ser
políticamente correcto o dejar aparcado el humor (¡ojalá tengas!). No es ningún
concurso de popularidad, ni las olimpiadas de la moral; tampoco es ninguna
iglesia, pero joder, se trata de escribir,
no de lavar el coche o ponerse rímel. Si eras capaz de tomártelo en serio,
hablaremos. Si no puedes, o no quieres, cierra el libro y dedícate a otra cosa.
A lavar el coche, por ejemplo.
* “Mientras escribo”, Stephen
King, Plaza & Janés.