martes, 18 de abril de 2017

“La tristeza es uno de nuestros derechos”, por Marco Castagna









Visiones de Antonio es un comic genuino, potente, a todo trapo. A lo largo de sus páginas se despliegan, por un lado, las aventuras de Almeja y Antonio (un vagabundo y un chico extraño al que le brotan preguntas extrañas) y por otro lado, la vida en las ciudades, una crónica o retrato crudo de los días en una capital del mundo.

Visiones (Palabras Amarillas, 2015) es un libro río o libro puente porque sus personajes desfilan por su interior como si se tratara de una obra de teatro o una película de cine mudo. Tan solo aparecen o desaparecen, o quedan parpadeando, suspendidos en la memoria del lector, que se queda como detrás de la barrera esperando el tren que pasa. Esos son los momentos en los que Nacho hace magia. Nos hipnotiza en un viaje sin pretensiones, lleno de fantasía y con un ojo abierto en el sueño de tinta que se despliega sobre lo real.

Un baúl lleno de gente. Varias personas habitan en el interior de Nacho, quien parece trabajar sobre el tedio en la ciudad haciendo un tejido fino de sus visiones. Algunos parecen bocetos o dibujos simples. Otros, grandes explosiones, rompecabezas complejos, obsesivos, frescos de una city o de un sueño demasiado vívido. Otros: caricaturas o retratos punks, crudos, de situaciones domésticas que se estiran hasta perder su contorno aparente.

Entre el tango y el rock, los personajes parecen vibrar en esas latitudes musicales. Es un comic urbano, sin dudas, pero en el que sus personajes principales (Antonio y Almeja) se vuelcan al margen de la ciudad para captar las señales o abismar sus vidas en busca de libertad. Hay un corazón puro que dibuja, y un ojo de rapiña que registra voces, luces, estados de ánimo y lo imperceptible de las personas en público que parece estar siempre bajo mil llaves. Nacho levanta la tapa y nos enseña eso que la escuela nunca nos enseñó: no existe una escuela que enseñe a vivir.

Lo que se dibuja son estados de ánimo de una ciudad insomne. Pasan por las páginas del libro: el oficinista, el anónimo depravado, el jugador o el que vive para agradar a los demás. Todos giran en una ruleta rusa macabra. Sin embargo, hay algo que redime a sus personajes, una ternura o una gracia que fluye liviana, ligera como el gato que camina por los techos sin pedir nada a cambio, solo por placer.

Nacho deja al lector de Visiones en un estado de pregunta, le regala una dosis de incertidumbre, un desasosiego. Como el de la persona que despierta a la madrugada y encuentra que la habitación tiene un aspecto levemente diferente.

“La tristeza es uno de nuestros derechos. ¿Por qué nos gustan Romeo y Julieta?”.



jueves, 6 de abril de 2017

"Qué es escribir", por Stephen King



QUÉ ES ESCRIBIR

Telepatía, por supuesto. Pensándolo bien, tiene su gracia: la gente se ha pasado años discutiendo si existe, hay personajes como J.B. Rhine que se han devanado los sesos para crear un procedimiento válido de comprobación que lo aísle, y resulta que siempre ha estado perfectamente a la vista como la carta robada de Poe. Todas las artes dependen de la telepatía en mayor o menor medida, pero opino que la literatura ofrece su destilación más pura. Es posible que esté predispuesto a su favor, pero no importa: quedémonos con la escritura, ya que es de lo que hemos venido a pensar y hablar.

Me llamo Stephen King, y escribo el primer borrador de este texto en mi mesa de trabajo (la que está puesta donde baja el techo) una mañana de nieve de diciembre de 1997. Tengo varias cosas en la cabeza. Algunas son preocupaciones (problemas de vista, no haber empezado las compras de Navidad, que mi mujer haya salido de casa con un virus); otras, en cambio, son agradables (nuestro hijo menor nos ha hecho una visita desde la universidad, y en un concierto de los Wallflowers subí a tocar con ellos el Brand New Cadillac de los Clash), pero ahora mismo tiene prioridad el papeleo. Estoy en otra parte, en un sótano con mucha luz e imágenes claras. Me ha costado muchos años construírmelo. Domina una gran perspectiva. Ya sé que no cuadra mucho con que sea un sótano, que es un poco raro y contradictorio, pero yo funciono así. Otro construirá su atalaya en la copa de un árbol, o en el tejado del World Trade Center, o al borde del Gran Cañón. Allá cada cual con sus preferencias.

La publicación de este libro* está prevista para finales de verano o principios de otoño de 2000. De confirmarse el dato, tú, lector, estarás a cierta distancia cronológica de mí… pero es muy probable que estés en tu propia atalaya, donde recibes los mensajes telepáticos. No es que sea necesario, ¿eh? Los libros son la magia más portátil que existe. Yo suelo escuchar uno en el coche (siempre en versión completa, porque las lecturas de textos abreviados me parecen el colmo), y en general nunca salgo sin un libro. Nunca se sabe cuándo apetecerá tener una válvula de escape: colas kilométricas en los peajes, las salas de embarque de los aeropuertos, las lavanderías automáticas en tardes de lluvia, o lo peor de todo: la consulta del médico cuando se retrasa y tienes que esperar media hora para que te torturen una parte sensible del cuerpo. En ocasiones así me parecen indispensables los libros. Si resulta que tengo que pasar una temporada en el purgatorio antes de que manden arriba o abajo, preveo que mientras haya biblioteca no me quejaré. (Seguro que si hay una estará llena de novelas de Danielle Steel y libros de cocina: ja ja, va por ti, Steve.)

O sea, que leo siempre que puedo, pero tengo un lugar de lectura favorito, y seguro que tú también: un sitio con buena luz y mejor ambiente. El mío es el sillón azul de mi estudio. Tú quizá prefieras el sofá, la mecedora de la cocina o la cama: leer en la cama puede ser paradisíaco, a condición de tener la página bien iluminada y no ser propenso a tirar el café o el coñac en las sábanas.

Supongamos, por lo tanto, que estás en tu lugar de recepción favorito, igual que yo en el mío de transmisión. Nuestro ejercicio de comunicación mental tendrá que realizarse en el tiempo, además de en la distancia; pero bueno, no pasa nada: si todavía podemos leer a Dickens, Shakespeare y (con la mediación de algunas notas) Heródoto, la distancia entre 1997 y 2000 no parece insalvable. ¿Listo? Pues adelante con la telepatía. Te habrás fijado en que no tengo nada en las mangas, y en que no muevo los labios. Es muy probable que tú tampoco.

Fíjate en esta mesa tapada con una tela roja. Encima hay una jaula del tamaño de una pecera. Contiene un conejo blanco con la nariz rosa y los bordes de los ojos del mismo color. El conejo tiene un trozo de zanahoria en las patas delanteras y mastica con fruición. Lleva dibujado en el lomo un ocho perfectamente legible en tinta azul.

¿Estamos viendo lo mismo? Para estar seguros del todo tendríamos que reunirnos y comparar nuestros apuntes, pero yo creo que sí. Claro que es inevitable que haya ciertas variaciones: algunos receptores verán una tela granate, y otros más viva. (Los receptores daltónicos la verán gris ceniza.) Puede que algunos vean adornos en el borde de la tela. Las almas decorativas habrán añadido un poco de encaje, y son muy libres de hacerlo. Mi mantel es suyo.

Siguiendo el mismo principio, el tema de la jaula deja mucho espacio a la interpretación individual. Para empezar, ha sido descrita mediante una “comparación imprecisa”, que sólo será operativa si vemos el mundo y medimos las cosas con criterios similares. Cuando se hacen comparaciones imprecisas es fácil caer en el descuido, pero la alternativa es una atención repipi al detalle que quita toda la diversión al acto de escribir. ¿Qué tendría que haber dicho? ¿Qué “encima hay una jaula de un metro de profundidad, sesenta centímetros de anchura y treinta y cinco centímetros de altura”? Más que prosa sería un manual de instrucciones. El párrafo tampoco especifica el material de la jaula. ¿Alambre? ¿Barras de acero? ¿Cristal? ¿Tiene alguna importancia?  Todos entendemos que la jaula es un objeto que permite ver su contenido. Lo demás nos es indiferente. De hecho, lo más interesante ni siquiera es el conejo que come zanahoria, sino el número del lomo. No es un seis, un cuatro ni un diecinueve coma cinco. Es un ocho. Es el foco de atracción, y lo vemos los dos. Ni yo lo he dicho ni tú me lo has preguntado. Yo no he abierto mi boca, ni tú la tuya. Ni siquiera coincidimos en el año, y no digamos en la habitación. Y sin embargo estamos juntos. Muy cerca.

Se han tocado nuestras mentes.

Yo te he enviado una mesa con una tela roja, una jaula, un conejo y el número ocho en tinta azul. Tú lo has recibido todo, y en primer lugar el ocho azul. Hemos protagonizado un acto de telepatía. Telepatía de verdad, ¿eh? Sin chorraditas místicas. No pienso ahondar en lo expuesto, pero antes de seguir deseo hacer una puntualización: no es que me haga el listo, es que hay algo que exponer.

El acto de escribir puede abordarse con nerviosismo, entusiasmo, esperanza y hasta  desesperación (cuando intuyes que no podrás poner por escrito todo lo que tienes en la cabeza y el corazón). Se puede encarar la página en blanco apretando los puños y entornando los ojos, con ganas de repartir ostias y poner nombres y apellidos, o porque quieres que se case contigo una chica, o por ganas de cambiar el mundo. Todo es lícito mientras no se tome a la ligera. Repito: no hay que abordar la página en blanco a la ligera.

No te pido que lo hagas con reverencia, ni sin sentido crítico. Tampoco pretendo que haya que ser políticamente correcto o dejar aparcado el humor (¡ojalá tengas!). No es ningún concurso de popularidad, ni las olimpiadas de la moral; tampoco es ninguna iglesia, pero joder, se trata de escribir, no de lavar el coche o ponerse rímel. Si eras capaz de tomártelo en serio, hablaremos. Si no puedes, o no quieres, cierra el libro y dedícate a otra cosa.

A lavar el coche, por ejemplo.







* “Mientras escribo”, Stephen King, Plaza & Janés.










lunes, 20 de marzo de 2017

Villa Bosch, por Marco Castagna







Cerca de los médanos, en la playa


pensamientos en blanco
y pensamientos en blanco y negro
y pensamientos en color
y luces de autos
que giran
sin luces
y luciérnagas 
escondidas
y una radio 
adormecida
en la boca de un viejo
en un hospital 
con la bata deshilachada
y una canción de amor
todavía no escrita
pero que empezó a escribirse
en las manos de un ciego
que ama a una chica
al otro lado de la calle
y yo amo a una chica
a la que le cuido la casa
y duermo en su cama
sola
y la pienso
y la extraño
de noche
y la luna
ahora 
es
transparente y plateada
como la otra 
la otra luna
la que ahora ve esa chica
desde una ventana
cerca de los médanos
en la playa





Envase retornable


tengo en mis manos un envase retornable
lo llevo por las calles
de tu barrio
de noche
y en la esquina
los semáforos parpadean
detenidos en el amarillo
y entre la tierra
y el asfalto
veo una ventana
abierta
de la que sobresale
una chica
atravesada
por una luz mortecina
y ahí me quedo
entonces
con el envase retornable
todavía 
en las manos
esperando
mientras el tren
pasa
y electrifica
la ciudad
por un instante.





Dejaste el desierto


Dejaste el desierto
atravesaste la ciudad
y en la pendiente
de un terreno oscuro
te detuviste entre los árboles
simulando ser un árbol
en la fila de árboles
cerca del fantasma
de Pound
y quizás lo hubieses logrado
de no haber sido
por unos pájaros negros
que picotearon tu cabeza
con particular desconfianza
como si vinieran
desde muy lejos
para
negar algo.



lunes, 13 de marzo de 2017

Olavarria, entre la multitud y la solidaridad, por Joaquìn Rodrìguez









La improvisada maquinaria que sigue a Carlos Solari se activa cuando los rumores de un próximo concierto comienzan a penetrar en las redes sociales. Es entonces cuando se pone en marcha la construcción de un hecho inédito. El aggiornamiento del viejo y clásico "boca en boca" es exprimido a mansalva por las bandas independientes y sus seguidores a través de la mediación de internet. La previa de Olavarría no fue la excepción y desde hace meses comenzaron los preparativos de las tribus ricoteras para la odisea que devino en tragedia. 

Como en ocasiones anteriores, asistí al concierto. Fui junto a una amiga y a un grupo de personas con el que alquilamos dos micros. Llegamos a la ciudad bonaerense cerca de las 9 de la mañana del sábado bajo una lluvia copiosa que amenazaba con continuar durante toda la jornada. A partir de allí, y pese a las inclemencias climáticas, hasta los incidentes por todos conocidos, los hechos se sucedieron con normalidad: asados en cada esquina, música a mansalva y botellas de fernet que se intercambiaban sin discriminación. Así es siempre; en los recitales del Indio se manejan una serie de códigos que no están escritos pero que funcionan como evangelio para todos los asistentes. El extrañamiento queda supeditado a una camaradería sostenida por el culto a una banda de rock que funciona como nexo.

Mi grupo se puso en marcha cerca de las 20 horas. Caminamos las decenas de cuadras que separaban el camping del predio "La Colmena" a la par de miles de personas. Desde el inicio se percibió una muchedumbre inédita, incluso para quienes ya estamos acostumbrados a estos recitales, cada uno más convocante que el anterior. Al llegar, ingresamos todos. Con o sin entrada. Hacer un juicio de valor sobre esta cuestión puede ser irresponsable, ya que nadie sabe a ciencia exacta qué hubiera sucedido si en la puerta no hubieran dejado entrar a la multitud que no llevaba ticket. 

El espectáculo comenzó a las 22 al ritmo de "Barbazul versus el amor letal", canción que Solari había suspendido en su último concierto en represalia por un zapatillazo que recibió sobre el escenario. La lista comenzaba a fluir hasta que en el cuarto tema el aire mutó a espeso. Las luces del escenario se encendieron mientras el Indio pedía asistencia. Según dijo, no entendía qué sucedía adelante. Mucho menos entendíamos nosotros, que estábamos sumergidos en una multitud cercana a las 300 mil personas y a una distancia inmensa de la escena. 

Posterior a eso, nada volvió a ser como antes. La conexión entre la banda y el público se volvió más distante e indirecta. Cada destello de calor era fulminado por un intervalo frío calado de incertidumbre que no permitía comprender si se trataba de un tumulto más o de algo grave. El cantante estaba visiblemente ofuscado. Algunos jóvenes tomaron posición en las cimas de las torres de sonido levantando abucheos e insultos. Vale destacar que por cada uno de ellos había una verdadera muchedumbre interpelándolos para que depongan su actitud. En general, los vándalos son minoría, pero los hechos, aún no consumados del todo, bastaron para que el ex Patricio Rey dijera que "ya no tiene ganas de seguir con esto".

En el último tramo del show y pese a los parates, el recital fue lo más parecido a lo que debía ser. Solari se dedicó a lo musical pese a que la situación ya estaba viciada. Además, pidió colaborar con Abuelas de Plaza de Mayo y llamó a reflexionar sobre la baja en la edad de imputabilidad, mientras intercalaba temas propios con clásicos de los Redondos buscando una continuidad que resultó endeble. El cierre obligado fue "Jijiji" que fue sucedida por "Mi Perro dinamita" generando un inédito tándem. 

Aquí comenzó la segunda y más ríspida situación de la jornada: la salida del predioUna verdadera marea humana comenzó a pujar hacia accesos que nadie sabía si existían. No había manera de avanzar hacia donde uno quería ir ya que la masa movilizaba a las personas. Las columnas chocaban contra las paredes o vallados; la irreverencia de algunos, que alcanzaron las copas de los árboles, sirvió para que desde allí guiaran a la multitud que lograba salir a las calles. Afuera, los techos de la casas eran invadidos por trepadores que intentaban huir de una asfixia creciente en una escena dantesca.

Fue entonces cuando volvió a aflorar aquella solidaridad plasmada en pequeños gestos: vecinos con las puertas abiertas resisitiendo la intrusión masiva pero dando prioridad a embarazadas y repartiendo agua; dirigiendo a los grupos desde las terrazas. La multitud protegiendo el cuidado de los niños mientras se armaban grupos improvisados para no perderse, organizando la vuelta a los vehículos. Lo humano prevaleciendo sobre lo mecánico. Tras una hora de ajetreo pudimos salir del embrollo hacia calles laterales donde los transeúntes se movilizaban con mayor libertad y, luego de arrastrar los pies por decenas de cuadras, logramos llegar a nuestro micro. Después vendría una espera de dos horas sobre la ruta mientras deglutíamos con esfuerzo las primeras informaciones de lo que había ocurrido.

Serán pocos quienes destaquen el lado B de una situación tan trágica. Aquellos que rescaten una solidaridad que si existió y que, de algún modo, sirvió como un paliativo a la ausencia municipal (los agentes estatales brillaron por su ausencia) y a una organización sobrepasada. Lo bueno, lo malo, lo ocurrido y lo que vendrá, pertenecen a un fenómeno que adquirió una dinámica propia y que ni siquiera su mentor sabe cómo detener. Quizás haya sido la última y multitudinaria "misa". También la más trágica, y con eso basta para repensar todos los esquemas.



*Tomado de Ambito.com  (13.3.2017)

sábado, 4 de marzo de 2017

Conspiración en el infierno, por Joaquín Rodriguez






Francois desenfundó su arma con un movimiento súbito y disparó dos veces contra el alemán. Los tronidos fueron acallados por el silenciador mientras el cuerpo del soldado caía justo debajo de mis pies. Sus ojos azules me miraron desde el suelo amagando con no apagarse nunca. Nos pusimos en marcha los cuatro, no sin antes cerrar la puerta para que no vieran el cadáver. Surcamos el pasillo en dirección a la locomotora para escapar por el costado que daba a la vía. La estación estaba colmada de tropas. Al llegar al primer vagón, nos topamos con el otro SS que registraba el pasaje. Esta vez fue Armand quien jaló el gatillo propinándole un certero disparo en la cara. El germano logró emitir un quejido, lo que hizo que algunos pasajeros comenzaran a asomarse. Corrimos hasta topar con el maquinista, quien, advertido por nuestro escape, nos saludó con un puño en alto.

Enfundamos las armas justo cuando llegábamos a una gran avenida empedrada. Nos separamos en grupos de a dos que caminaban con una cierta distancia para no despertar la atención de las patrullas. El panorama era tétrico: esvásticas colgando de cada edificio, alambradas de púa por todos lados y estrellas de David pintadas en los maltrechos almacenes. Dos calles abajo nos aguardaba nuestro contacto, Emma. Esperaba parada junto a un viejo farol, en una esquina. Llevaba consigo un pequeño carro para las compras, un vestido negro de verano y una boina que usaba de costado y debajo de la cual caían sus cabellos rojizos agitados con nerviosismo. Intercambiamos una mirada inquieta, asegurándonos de que estábamos conectando con la persona indicada. Su figura comenzó a perderse entre los transeúntes y por el rabillo de su ojo se aseguraba que la siguiéramos. Todos íbamos tras ella con menor o mayor apuro.

Vimos con horror como un grupo de soldados se llevaba en un automóvil a un joven con su padre. Allí sentimos un miedo que pareció no perturbar a nuestra guía, quien continuaba firme su marcha por las grisáceas planicies. Tras trescientos metros a pie, se sumergió en un pequeño y pestilente callejón, donde ingresó por una puerta oxidada. Entramos todos. Era un bar de mala muerte. Había marinos locales, gamberros y prostitutas que bebían escapando de las garras alemanas. Surcamos el salón tras Emma, que se zambulló en una oscura escalera. Bajamos y dimos con un sótano inmenso. Casi chocamos contra una gran mesa de madera sobre la que reposaba un mapa de la región lleno de marcas y cruces hechas a mano. Tres hombres lo contemplaban con atención. Contra la pared había una pila de fusiles que se amontonaba desprolijamente junto a un equipo de comunicación y algunos cascos enemigos apilados junto a una repisa. Reconocí la cara de Igor, un viejo yugoslavo que estaba junto a nosotros desde que el movimiento se inició. Me lanzó una sonrisa brillante.

- Bienvenidos. Somos ángeles conspirando en medio del infierno- nos recibió...


(Continuará...)


lunes, 20 de febrero de 2017

Contacto en Burdeos, por Joaquín Rodriguez









Era de mañana y el tren atravesaba con prisa la campiña. A su paso quedaban densas columnas de humo negro que corrompían el fino aire francés. Por la ventana podía ver las pequeñas granjas distribuidas a lo largo de los prados que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Algunos gomeros extendían sus ramas casi por sobre las vías y los vagones lanzaban un extraño chirrido cuando rozaban con ellas. Había vacas, viñedos y pequeñas poblaciones que, como un oasis desértico, aparecían con sus casas de ladrillos vigiladas con recelo por los campanarios locales.
La mayor parte del viaje la hice en soledad. Apenas tuve un compañero de compartimiento durante un corto trayecto. Se trataba de un muchachito de ojos negros y profundos con una gorra calada y un chaleco marrón. Abordó el convoy conmigo en París y fue muy cuidadoso en detallarme sus asuntos. De todos modos y pese al misterio que lo rodeaba, su sonrisa era agradable y sus formas amenas. Traía consigo una botella de vino de la que me convidó. Tenía un sabor familiar y delicioso, como de madera robusta. El viajero me contó que un tío suyo se encargaba de la producción de esa bebida. Brindamos por la salud de una Francia libre y yo me dormí profundamente por el lapso de treinta minutos.

Cuando desperté, mi acompañante ya no estaba y el sol se posaba imponente sobre las márgenes occidentales de la pradera. Nos acercábamos a Burdeos. Sentí el corazón palpitando fuerte. Tomé aquella vieja hoja de papel acuñándolo como un tesoro. Respiré profundo y el pulso empezó a fallarme. El papel cayó al piso y con él mis ánimos. Me arrojé desesperado golpeando levemente mi cabeza contra el asiento de enfrente. Guardé la hoja y me juré pensar con tranquilidad. En el horizonte ya se vislumbraban los edificios públicos de la ciudad .

Cuando el ferrocarril se adentró en el andén sentí un terror tan profundo como pocas veces había experimentado. Fue aquel que me invadió cuando sus aviones pasaban por sobre nuestras cabezas en la capital. Ese horror que me despertaban las alarmas sonando incesantemente mientras los regimientos marchaban por los boulevares cargando sus cañones y buscando un ángulo de tiro para dar con las bestias de acero que lanzaban su vómito de fuego. Los gritos de desesperación, el llanto ahogado y las mujeres rezongando frente a la catástrofe total; todo eso apareció frente a mí cuando tren detuvo su marcha.

Tenía el aliento cansino y las manos empapadas en sudor. Abrí con una prisa inusitada la puerta de mi compartimiento y vi a Pierre que cruzaba el pequeño pasillo con ojos perdidos. Su rostro estaba poseído por una incertidumbre que me atormentó. Detrás de él marchaban Francois, Armand y Charles. Este último tenía la mirada centellante y marchaba con una seguridad formidable que transmitió paz a nuestro endeble cuarteto. Miró directo hacia donde estaba yo y dibujó un cálida sonrisa en la que me sentí refugiado. Todos nos encerramos en un comportamiento y nos sentamos de manera enfrentada. Dos de ellos subieron y podíamos verlos desfilando por los pasillos con sus cascos verdes y sus uniformes grises e impecables pegados al cuerpo. Encendimos cigarrillos para calmar las ansias.

Uno de ellos apareció detrás de nuestra puerta. Su mano golpeó el vidrio. Francois nos miró a todos y desenfundó su pistola. Nosotros lo imitamos. Un leve chasquido sonó y la puerta se abrió de par en par. La lúcida cara alemana de nuestro visitante ocultaba dos ojos azules que se clavaron en en nuestros rostros…



(Continuará...)

miércoles, 8 de febrero de 2017

Andrés Caicedo lo supo, por Javier Fernández Paupy










Adonde mejor se practica el ritmo de la soledad es en los cines. Aprende a sabotear los cines.
No accedas al arrepentimiento ni a la envidia ni al arribismo social. Es preferible bajar, desclazarse; alcanzar el término de una carrera que no conoció el esplendor, la anónima decadencia.
Es prudente oír música antes del desayuno.
Que viva la música



Para escribir una vida hay que volver contable la vida. Caicedo lo supo. El cauce autobiográfico y los recuerdos literaturizados recorren sus libros. Su retórica es una audacia de evocación. Quizás la novela contemporánea gire alrededor de la intención de aparecer como un texto pretendidamente no literario. Andrés Caicedo escribió libros autobiográficos de floritura personal. Su tristemente famoso suicidio, a sus veinticinco, cuando salía Que viva la música, no hace más que engordar su mito. Había profetizado: «Tú, no te preocupes. Muérete antes que tus padres para librarlos de la espantosa visión de tu vejez.» Entre la mitomanía y la autobiografía constante, Caicedo se confiesa: «Cuando estaba en segundo de bachillerato pasé por una crisis de estar diciendo mentiras y de aparentar que mi familia era más rica de lo que realmente era. Lo que pasó fue que me introduje en la llamada “gallada del Club Campestre”: los Cabal, los Urdinola, los Racines, gente de la más rica de todo Cali. Y yo, claro, no podía mantener el mismo tren de vida que ellos, invitando peladas a almorzar, haciendo fiestas todos los sábados, montando en taxi (tiempo después, antes de entrar a esta clínica, yo me enviciaría al taxi), viajando a Miami todos los años. Y era cosa natural que claro, me descubrieran en mis mentiras, motivo por el cual me fui volviendo prevenido y temeroso y un tanto paranoico con las muchachas, y ya en tercero de bachillerato comencé a recurrir a las prostitutas, costumbre que me llegó, con sus intervalos, hasta ya entrados los veintidós años. En definitiva mi adolescencia fue pobre y vulgar en tanto desesperanzada. No hice nada que valiera la pena hasta que cumplí dieciséis.»

Caicedo escribió autoreportajes. La nostalgia en el temperamento de sus narraciones, cartas y diarios de viaje, viene de su manera de ver el mundo. Siempre está ahí el croquis autobiográfico como una fuerza en su estilo: «El hijo que escribió el grueso de su producción cuando aún su mente no estaba formada, ni tenía suficientes referencias para que pudiera escribir lo que se dice, buena literatura. El grueso de su producción fue compuesta entre los quince y los diecisiete años. Dirigió cinco obras de teatro, escribió seis. Trató de actuar y nunca pudo porque hablar no puede, no sabe hablar, es mudo como un niño. Ahora, buscando una nueva posición para acomodar mejor su angustia, trató de sacar la misma frase que venía pensando, a martillazos, hasta que ya lo estaba enloqueciendo, era la misma frase que por lo menos diez minutos de pena doliente, y sintiendo adentro un punzar y una quebrazón de espejos exclamó: ¿qué es lo que ha sido de mi vida? Y se avergonzó ante lo ridículas que le habían salido las palabras, como si alguien hubiera estado presente para sentir incomodidad por ellas, para censurarlo». (“De película por Los Ángeles”)

Polifacético, cinéfilo voraz, Caicedo quiso contar su vida, como sea. Como si hubiera querido dejar una larga película de lo que fue su vida. Una película en retazos, en papeles sueltos, perdidos, para que después alguien, Alberto Fuguet, un lector cualquiera, se dedicara a la paciente tarea del montaje. Hay citas que respaldan esta idea: «Yo nunca voy a pertenecer a eso, yo nunca voy a ser ni escritor ni cineasta, ni director de cine famoso. Lo único que yo quiero es dejar un testimonio, primero de mí, luego de dos o tres personas que me hayan conocido y quieran divertirse con las historias que yo cuento (…). Yo, ante todo, cuando escribo lo que hago es recordar (…).» (Cali, 13 de enero de 1972). Y cada una de sus páginas parecen cartas en diferido y nunca enviadas a sus padres. Como una larga carta al padre kafkiana a la manera de réquiem escrita por un colombiano de diecisiete años en clave de perdón y reproche. «Hace algunos años, cuando yo me rebatía en el esfuerzo de escribir algo verdaderamente bueno sobre adolescentes, una tarde caliente y con olor a grasa, a eso de la primera y la calle quince, en una de las tantas camionetas que ha tenido, prestadas, en su vida, mi papá me dijo "¿No crees que lo que escribías antes era como muy pendejo?". Al decir antes él no sabía lo que yo estaba escribiendo ahora, que era lo mismo. Fue la vez que supe que nunca podría mostrarle nada más, así como a la hora de la siesta yo me acostaba al lado (Rosario todavía vivía en la casa) y le mostraba mis primeras poesías. En ese tiempo me hizo también una crítica que me demostró su incomprensión: "¿Por qué alguna vez no escribes algo sobre un paisaje, un atardecer, por qué siempre tiene que ser sobre mujeres?" Dijo mujeres por no decir sexo. Yo no recuerdo qué le dije, muy pocas veces recuerdo mis respuestas, siempre son tan inarticuladas y con tan poco potencial de convicción.» (El cuento de mi vida)

El atravesado gira alrededor del cine y la violencia social, como en casi todos sus libros. «Que se pongan de este lado a los que les gusta más la pelea, y de este otro a los que les gusta más el cine (…) Ese mismo mes dieron Los jóvenes salvajes con Burt Lancaster y El estigma del arroyo (¿cuál enigma, monedas escondidas en el arroyo?), que me la vi seis veces, era de que el tipo era primero un man arrebatado y después boxeador  famoso, allí fue que aprendí a hacer el remate de derecha con toquecito de izquierda sin fallar tiro.» El cine y la vida como dos caras de una misma moneda. «Después todo siguió igual por estos lares. Menos el cine norteamericano, que cambió de onda. Ya no nos volvieron a traer más galladas ni delincuencia juvenil, sino pura comedia con Doris Day, y ahora pura paz y amor y droga. (…)  Bueno, me metía a cine, y a la salida me iba a buscar pelea al Norte, a los barrios de los ricos. Había calles en las que me venían a buscar y salían corriendo, o sino sacaban a la policía y me tocaba salir corriendo. (…) Me arranco los recuerdos como si fueran alacranes en la cara.»

Caicedo buscó escribir la novela de la ciudad, en “Infección” diatriba: «Sí, odio a Cali, una ciudad con unos habitantes que caminan y caminan… y piensan en todo, y no saben si son felices, no pueden asegurarlo. (…) Odio a mis vecinos quienes creen encontrar en un cansado saludo mío el futuro de la patria. (…) Odio a mis amigos… uno por uno. Unas personas que nunca han tratado de imitar mi angustia. Personas que creen vivir felices, y lo peor de todo es que yo nunca puedo pensar así. (…) Odio el teatro Calima por estar siempre los sábados llenos de gente conocida. (…) Odio a todos los maricas por estúpidos en toda la extensión de la palabra. Odio a mis maestros y sus intachables hipocresías. (…) Odio a todos aquellos que se cagan en la juventud todos los días.» Muchos de sus cuentos muestran a la ciudad de Cali como un escenario que esconde el horror a la vida cotidiana. Calicalabozo, como la llamó.

Nunca terminé de leer Noche sin fortuna, pero leí y releí y voy a seguir releyendo el primer párrafo, donde Danielito Bang resume el argumento del libro. Tengo la intuición de que ahí está toda la poética de Caicedo, en ese primer párrafo.

Que viva la música tiene ritmo en ascenso. Su título lo tomó de una canción de Ray Barreto. Como José Roberto Duque que tomó el título de Salsa y control (1996) de una canción de Lebron Brothers. María del Carmen Huerta, protagonista y narradora de Que viva la música: «Bueno, la probé y qué. Dura 10 minutos el efecto, que es fantástico. Después da achante y ganas de no moverse, espeluznante sabor en la boca, ardor en los pliegues del cerebro, fiebre, uno se pellizca y no se siente, ver cine no se puede porque da angustia el movimiento, sentimiento de incapacidad, miedo, rechinar de dientes. ¡Pero qué lucidez para la conversación, para los primeros minutos de una conferencia! Y si se tiene bastante, no hay cansancio: una se la puede pasar 3 días seguidos de pura rumba. (…) Ganas de no comer sino de darse un pase.»

Ubico a Caicedo en serie con otros memorialistas como Víctor Hugo Viscarra, Carlos Correas, Vicente Luy, Kerouac, Bukowski, Hervé Guivert o Marcel Proust. Caicedo habla de todo. Y en eso se parece a Roberto Arlt, cuando en sus aguafuertes cuenta dónde vendían droga en los puestos de diarios o las historias delictivas de Julián Centeya en El vaciadero o Enrique Symns cuando describe los bares rasposos del Once o del clandestinaje de Soldatti. Pura experiencia. Caicedo retrató a la juventud en la violencia iconoclasta de sus personajes.