martes, 19 de julio de 2016

El último verano, por Javier Fernández Paupy


 Alguien en la vereda del mercado chino dispara frases incoherentes y los perros de la cuadra en su desnudez a ladrido limpio le contestan pero nadie escucha a los grillos cuando las palmeras en el bulevar toman aire y la juventud abandonada de un cartel refleja un brillo de porcelana sobre la calle que alguna vez fue bulliciosa y comercial pero ahora se desfonda abajo de unas nubes entre el silencio de las palmeras que tiemblan al viento. ¿Ves ese verdulero que está rodeado de chinos y tiene moscas alrededor como si acompañaran su sombra? Espantó a la novia de Xu Lin diciéndole obscenidades relacionadas con el imaginario de las frutas. Después está la chica que atiende la fiambrería y el hermano de Xu que fuma indolente en la esquina mientras las horas pasan, ese es un roto total, sucio y carcomido. A esta hora un sol de mierda, pálido, áspero, triste, infecto y vacío entra en la habitación de Xu Lin que lleva una taza de sopa fría a la cama delante del televisor encendido. No tiene hambre y se estaciona enfrente de la ventana de su habitación de papel de arroz para tratar de escuchar los ruidos que vienen de la calle. No mucho después, Xu Lin calca una imagen de su amor por Lai tan nítida que si hoy pudiera ser mañana ellos la verían tal como él la vio al dibujarla esa tarde de verano. Su padre también perdió a su padre cuando era joven y él tampoco pudo hablar de eso con él. Xu Lin ganaba bien haciendo mal lo que hacía en el supermercado de su familia ancestral. Pero un tonto y su dinero no están mucho tiempo juntos. La multitud hipócrita pasaba como el esplendor blindado de los años y el mundo seguía ahí con sus mitológicos dramas. Pero nada de eso podía importar a Xu Lin que en los límites de lo imposible, entre las costumbres de compraventa de un día cualquiera, pensaba con amor en Lai Gengmei y en las grandes  y extrañas novedades que ese deseo podía traer a su vida.




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