La esquina de Colegiales se erige como un oasis pecaminoso a la espera de viajeros sedientos. De un tiempo a esta parte, todas y cada una de nuestras noches comenzaron a morir allí; es que el sitio tiene un extraño magnetismo, una fuerza propia que invoca al más dulce divertimento.
Cada personaje que atraviesa la puerta posee una luz particular; un rostro que vimos alguna vez pero que ya no recordamos; un aura específica que, por relación de oposición, es lo que las demás no son.
Las veladas transcurren bajo la influencia de la voz de Moura, los teclados de García y la guitarra de Richards. Mientras, la exótica fauna fluye de un rincón a otro. Hay musas corruptas que beben vino del mejor, intrépidos de narices inquietas, haraganes planeando su holgazanería y hedonistas de la alta escuela. Las coqueterías de una noche se reparten como naipes entre lobos solitarios que prueban suerte, y muchachas dispuestas a hacer la calle.
Detrás de la barra, desde una especie de altar pagano, Norman Dios vigila todo con sus lentes redondeadas y amarillentas. Su figura es tan antológica como inmensa; delante de la manada apenas disfruta de placeres que rozan lo mundano. Sin embargo, es más consciente que nadie de que puede alcanzar lo que quiera con tan solo pedirlo. Su séquito cercano es igual de llamativo que él, pero el papel de gurú queda absolutamente reservado a su persona.
Al menos dos veces a la semana toda la magia de Buenos Aires pareciera condensarse allí. No es exactamente la imagen de un antro de perdición, pero a veces hasta los mares más calmos ocultan tempestuosas calamidades…
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