domingo, 9 de octubre de 2016

Willie y el desorden de Miranda, por Joaquín Rodriguez






Algunos recuerdos son tan nítidos que podría narrarlos con una exactitud perfecta. Otros, en cambio, se asemejan a imágenes difusas que siembran un tendal de dudas en mi mente. Puedo relatar, sí, aquellas noches de la infancia que transcurrieron en el departamento de la calle Miranda, frente a la vieja fábrica de Mantecol; una inmensa planta que en sus días dorados inundaba de un dulce aroma la pequeña vivienda.

Vivíamos en un dos ambientes situado en el cuarto piso de un edificio promedio. Desde el balcón de rejas podía verse la cancha de All Boys: el orgullo del barrio. La pequeña vivienda estaba decorada con montones de discos y libros que se enredaban en una suerte de torre de babel frágil y extraña que trepaba por las paredes hasta tocar el techo.

En ella conversaban Bradbury con Clapton, Neil Diamond y Laiseca y hasta Roger Waters se batía a duelo con Sartre. A veces, Philip Dick saltaba al vacío desde la cima y pasaba todo el día en el suelo. Al alcance de la mano siempre estaba Oktubre de Los Redondos, algo de los Talking Heads y un vinilo impecable con la banda sonora de Star Wars que era custodiado celosamente por una pequeña réplica del X-Wing. Años más tarde, mi padre acusaría a un extraño pintor que trabajó en casa de habérsela robado.

Aún conservamos el equipo de música marca Sanyo, una especie de catedral negra y gigante con un tocadiscos en la parte superior que sobrevivió a todas las mudanzas. Cada vez que lo veo recuerdo la delicada voz de Willie Nelson cantando “Always on my mind”, una de las odas que más sonó en el departamento de Miranda. Bastaba con escuchar la canción y cerrar los ojos para volar sobre campos de algodón y sentir a flor de piel toda la miseria que habita en uno. Son curiosos los atajos mentales por los que fugamos ante lo cotidiano.

Pero la música posee esa capacidad magnética, casi de hechicería, de devolvernos a sitios en los que nunca estuvimos. Siempre me impactó la cara de Willie, impresa en un disco que asomaba desde las bateas de mi hogar. Su pelo largo y rojo, su vincha sobre la frente y sus fauces ajadas pero intensas que se asemejaban a las de un vikingo, me llamaban poderosamente la atención cuando era chico.

Nunca pensé que alguien de semejante aspecto pudiera ser capaz de sembrar tanta hermosura. Creo que esa fue una de las lecciones que aprendí sin querer en el viejo departamento. Algunas noches, cuando la lluvia arrecia, pongo ese álbum y recuerdo aquel dos ambientes tan pequeño como reconfortante, tan cargado de música y papeles. Era ruidoso y desordenado, pero tan crudo y sincero como la vida misma…










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