viernes, 16 de septiembre de 2016

Llaman a la puerta, por Joaquín Rodriguez




La calle se sumía en una quietud inusitada. Al final de ella, las dos luces del Ford negro rompían con la niebla e iluminaban el gris empedrado. Era una noche de luna, en la que los gatos se paseaban con una impunidad irrisoria entre los pórticos de las casas.  Del coche bajó Gómez. Tras él, la puerta se cerró haciendo un estruendo horrible, como si un meteorito de chatarra chocara contra la tierra a miles de kilómetros por hora.  Llevaba un tapado ocre, sombrero color café y una barba desprolija que trepaba por sus mejillas. Cerca de él, un can olfateaba los basureros repletos de mugre.

El sujeto caminó hacia un viejo portal oscuro; era de un metal alto y fino, como si detrás de él se ocultaran unas escaleras. Debajo de sus botas, se oía el crepitar de las hojas otoñales. Se paró justo debajo de un balcón con la fachada desgastada; podían vislumbrarse algunos ladrillos de la derruida pared. Encendió un cigarro y tocó el timbre; mientras esperaba la respuesta, pensó en Mirtha. También en Luis y en cómo habían discutido el día anterior. Recordó el partido del domingo; eso lo distrajo y lo alegró por un instante que se deshizo en cuestión de segundos. Enseguida se dio cuenta que nadie respondía a su llamado. Volvió a insistir, pero esta vez con más virulencia que en su primer intento. No hubo caso. Nadie reparó en su llamado.

Caminó presuroso hacia la calle para tener una mejor perspectiva del balcón. El perro seguía cerca de él, pero ahora desataba su furia con una bolsa de basura. Se entretuvo viéndolo lidiar contra la suciedad hasta que de repente, dos estallidos dinamitaron por los aires el silencio de Boedo. Un tándem de proyectiles cruzó la calleja de lado a lado silbando sobre los adoquines que reflejaban los faroles.

Gómez cayó fulminado junto al cordón. Un hilo de sangre fugó de su boca con rumbo a la alcantarilla y se fundió con el agua pestilente. Sus dedos apenas alcanzaron a asfixiar la culata de su pistola, a la que nunca pudo desenfundar de la cartuchera. 

Al día siguiente, su mujer lo lloró en la iglesia de la Sagrada Concepción. El perro no volvió a aparecer por Boedo.



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