lunes, 26 de septiembre de 2016

Tropiano Licario, por Agustín Rivero


                                                     UNO*


I

Desde el día que ingresó en mi casa, Tropiano Licario alteró mi forma de sentir la vida. Tardó un mes en irse, y su recuerdo todavía emigra y regresa, me alegra y entristece en partes iguales. Este escrito intenta ser a la vez un homenaje a su persona, una defensa ante sus detractores y un grito en la noche que busca desesperadamente un eco. Homenaje, defensa o grito, espero que llegue a ser al menos una de las tres.

Tropiano llegó como llegan las mejores y peores cosas: corriendo y a las apuradas, sin previsión ni contemplación ni lugar a dudas. Yo tomaba mates en el atardecer de agosto de mi vereda, observando una vez más el movimiento alegre de mi barrio los viernes, el día más feliz de la semana según pude comprobar así, observando a la gente y mateando sentado en el único escalón del umbral, de espaldas al pasillo de enredaderas que conduce hasta mi casa y también de espaldas a la semana de inútil trabajo. De repente estaba parado a mi lado, sin saber yo de dónde había salido ese muchacho alto y alterado, evidentemente nervioso por su forma de hablar y el sudor que manaba de su cara. Me tartamudeó unas palabras que apenas pude entender, me pedía permiso para ocultarse en mi casa de unos tipos del banco que lo andaban persiguiendo. Le creí intantáneamente, quizás por la cara de buen tipo, quizás porque a mí también los del banco me siguen aunque con métodos más sutiles, llamadas a mi casa, publicidades en la radio, ese tipo de cosas a las que todos estamos absurdamente acostumbrados. Sin dejar de cebar, sentado como estaba, le indiqué que franqueara el pasillo, obviara la escalera que asciende hacia la izquierda y me esperara en el patio interno que se abre al final.
Se me ocurren las cosas que objetaría en este punto el ciudadano medio mediático: que estoy loco, que no es cuestión de dejar pasar a cualquier extraño, que los tiempos están bravos, y tantas pavadas más. Quizás tengan razón, no se crean, pero a él lo vi desde el primer momento muy cercano, ustedes lo habrán sentido algunas veces, esa sensación cuando conocés a una persona que se cruza en tu camino y te das cuenta de que vale una fortuna, le querés tirar encima toda tu amistad y tus mates y abrazos y charlas, y a veces resulta pero otras veces somos demasiado educados como para evidenciarlo de primeras y al final nos guardamos todo, una lástima. Yo me la jugué, y me alegré de haberlo hecho cuando pasó a paso de hombre una camioneta de vidrios polarizados con el repugnante logo del BancoBani. Frenó a la altura de la casa de doña Eloísa, la cartonera, hizo marcha atrás y al bajar el vidrio para hablarme pude ver las dos caras de perro sabueso metidas en trajes negros impecables que me miraban desde atrás de sus anteojos también polarizados. La imagen me produjo desde el estómago una carcajada que no evité, y les contesté sonriendo que no, que no había visto a nadie corriendo por acá. Por primera vez en mi vida sentí la incalculable satisfacción de reírme en la cara de un banco, de verlo derrotado e impotente ante la complicidad de dos personas comunes y de un barrio que ahora le cerraba las puertas mientras la camioneta se alejaba.
Tomé dos o tres mates más, saboreando en cada uno la victoria y riéndome solo. Me levanté y desanduve el pasillo haciendo bailar la pava en mi mano izquierda; si hay un adjetivo que le cabe a mi felicidad es “simplona”. Encontré a Tropiano agachado regando las plantas, cosa que yo olvidaba hacer cada vez que podía. Confirmé instantáneamente la corazonada que había tenido afuera, pero no sospechaba en ese momento las magias que son capaces de albergar algunas personas. Por nuestra primera charla me enteré de pocas cosas, en primer lugar de su nombre saltimbanqui y andariego, que juzgué una deliberada y divertida alteración de un personaje de Lezama Lima que aseguró desconocer. También me enteré de que había estado viviendo en una pensión a la cual lamentaba no poder regresar ya que había dejado sus pocas pertenencias, entre las que contaba una instantánea de su queridísima Amatista Villaflor. Intenté animarlo diciéndole que a pesar de su desgracia había encontrado en mi casa una cama donde pasar la noche y comida que con gusto le cocinaría, siempre que él me contara su historia. Me agradeció efusivamente y me dijo una frase que guardo junto a otras que me fue regalando a lo largo de su estadía:
-Vivo con la convicción de que incluso al más sabio en materias como la física cuántica o las finanzas internacionales se le queman las tostadas de vez en cuando.












* Este escrito es el primer capítulo de una novela que está en proceso. El blog de su autor es tropianolicario.blogspot.com.ar



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