viernes, 23 de septiembre de 2016

La sonrisa de Richards, por Joaquin Rodriguez








Aquella noche en La Plata, cuando las luces ya estaban encendidas, empecé a sentir el peso de la velocidad de los días. La voz del Pela en el teléfono, apenas dos noches atrás, me hablaba de salir por una cerveza, mientras el colectivo se sumergía en la inmensidad de avenida Córdoba dejando en su camino un tendal de luminarias que se extendían como una especie de alfombra galáctica hasta donde la vista llegaba. Ahí sentí el quiebre.

Luego vendría la ruta de los bares, la lluvia, las agendas, los teléfonos y toda la información recolectada entre la aspereza del whisky y la cerveza que nos ponía en el punto febril. La rendición de cuentas en el baño y de rodillas sería un precio barato de pagar. Más tarde, llegaría la odisea, el tren sucio y cotidiano, la jornada soleada, y más alcohol. La palabra mágica. Sobre la hora y como pidiendo permiso, el objetivo cumplido: la entrada en mano que anunciaba, desde un cartón barato, que tenía el permiso legal para ingresar al Estadio Único.

Y Pela, que esperaba en la puerta de casa apoyado en su auto, como invitándome a beber un poco más quizá bajo la influencia de Love is strong, que era lo que los parlantes escupían a la calle en ese momento, dotando a las cosas de un erotismo exótico, marginal. Con la moneda justa y habiendo conseguido el boleto apenas tres horas antes del show, partimos rumbo a La Plata a rendir pleitesía a sus majestades. 

Repasando esas jornadas tan frenéticas como etílicas, puedo caer en el olvido de algunos detalles. Sin embargo, hay algo que llevo a fuego en mi mente de aquel concierto que nos dejó a todos en éxtasis, como ingresando a un nirvana ajeno por cuestión de dos horas. Ese condimento imborrable es y será por siempre, la sonrisa de Richards. De bandido audaz, cálida y hermosa, brillante pero simple, como su forma de tocar; un tanto diabólica, sí, pero entrañable, como de un pícaro que sabe que pecó más de una vez, aunque no pide redención por ello. Es sincera. Su cuerpo posado en la punta del escenario, su guitarra al hombro y sus dientes blancos iluminando al público sediento, que coreaba su nombre como si en ello le fuera la vida.

Me permito, por un instante, salir de los esquemas cientificistas y manuales de instrucción para compartir esta breve vivencia personal de aquellos tres días tan demenciales como estupendos. Es un ápice mínimo de un show que superó toda expectativa reinante. Quien quiera leer más sobre él, puede buscar las crónicas de época en los heraldos locales. Por lo menos a mí, me resulta inabarcable.






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