Entraste
al laboratorio de química, casi por error, mientras un juego de manos y ojos
revoloteaba en el estallido silencioso de los pasillos nocturnos del colegio
industrial. Nos habíamos quedado a pasar la noche adentro, cinco amigos más y yo, una banda primitiva, fascinados por las
ideas alquímicas y los sueños anarquistas de los libros de Arlt. Todavía
pensábamos que había un fondo que dirigía las cosas, y que si uno ponía todo su
empeño podía direccionarlas y evitar el desastre. Abrimos las pocas puertas
prohibidas del colegio, metimos el matafuego en el kiosco haciendo estallar en
mil pesados las tablas vidriadas que contenían los repuestos de golosinas.
Liberamos a los animales que dormían en el techo, y devolvimos todas las
pelotas que se habían quedado estancadas en la canaleta, a la tierra. Rompimos
el candado y atravesamos la pesada reja que conducía al patio, para jugar un
partido rabioso con una pelota extraviada. Nos dirigimos a la cocina, con el
olor impregnado a sopa densa de las monjas, y defecamos sobre los muebles y la
ligustrina nos sirvió de papel, mientras un loro repetía frases que Gonzalo le
dictaba al oído, al tiempo que el animal
se posaba sobre un pie y luego sobre otro bailaba sobre la cabeza de un prócer
de la iglesia. Ludovico, alias la anguila, rompió con un puño sangrante el
vidrio de la puerta de chapa de la sala de música, y se vendó con la tela de una
cortina que sobresalía de la secretaría. Se reía como alucinado con una mirada
perdida, en fuga, disfrutando de una idea secreta. Alán arrancó de un tirón la
tela enrojecida y se la ató en el rostro como un bandido que profana la paz de
los cementerios. El pelado, con sus mocasines exageradamente largos, patinó
sobre la cera lustrosa y casi se va de bruces contra la mampostería ubicada
cerca de la capilla. Su figura minúscula se contrajo proyectando un difuso espectáculo
de sombras chinas en el que un gato parecía inclinarse sobre una mesa para
comer apresuradamente la comida del dueño. La anguila tocó una canción con una
violencia elegante, imperial que se desparramó por todo el colegio, con su voz
ronca de oficial, y los tonos sepulcrales del piano de huesos pulverizados. Un
helicóptero pasó fondeando la noche por encima de los techos, y apuntó
distraído pero juicioso sus luces sobre el predio y todos temblamos y huimos en desbandada dejando en la fuga un
reguero de sangre, y un balde roto que rodaba por el piso ajedrezado como conducido
por un fantasma frenético y trastornado en su deseo de impedirnos traspasar el
umbral.
Tomado de: "El Triángulo de la Merluza", año 3, número 9, Noviembre, 2016
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