viernes, 19 de mayo de 2017

Un tesoro local, por Francisco Garamona





                                                                                                                                                                                                    En el torbellino de las mochilas
                                                                                       los ojos de la hormiga no perdonan
                                                                                           
                                                                                 

¿Qué puede cambiar una voz?

Porque escuchaste en la calle a la camioneta llegando con su motor prendido supiste que venían. Pero cuando saliste a recibirlos la camioneta ya estaba estacionada en el frente de la casa, con sus puertas abiertas que aún despedían calor. Ellos cruzaron el país para verte; solo para estar junto a vos. Si fueran el viento, éste habría llegado demasiado tarde, apagando la vela que ondeaba en tu cuarto de estudiante…Pero vos te precipitaste y fuiste bajando los escalones de dos en dos, de tres en tres, saltando de alegría. Llevaban barbas de choclo y hacían como que hablaban un lenguaje corporal que apenas creíste descifrar. ¿Qué puede cambiar una voz? Fue la consigna del festival de literatura al que te habían invitado. Y ahí te respondiste que todo lo podía cambiar salvo al pasado, que era como una máquina detenida en la maleza,  o como una locomotora que surcaba las vías con su luz parpadeante, hurgando en la tierra abierta.

J L C

Era una tarde ausente, ausente de sí misma, ya que si bien todavía era temprano, se estaba haciendo de noche. Pero yo quería otra cosa, decir los nombres de unas chicas que conocí en un viaje a Córdoba, poder hablar de ellas, después de tantos años de no verlas. Pensé en Laura, en Camila y en la pequeña Julia, que tenía una joroba en la espalda que siempre se la frotaban. “Da mucha suerte”, le decían. Y ella los miraba, con unos ojos vacíos que interrogaban la nada. Era una obra de arte abandonada en la playa, cuando íbamos todos a tomar el fresco del río. Julia estaba ahí, entre las rocas, con su malla celeste, y el pelo peinado para atrás, muy tirante, rematado en una cola de caballo. Con las nubes que proyectaban formas simples sobre nosotros. Y las atracciones a las que nos entregábamos. Y el deseo. Y el aburrimiento que.

Murmurando algo

Dije que había inmensos lagos planos en el alma de un niño. Era en metáforas, sí, pero de una guerra interna. Quise decir yo, pero preferí un él, o un nosotros cubierto de corteza. E ir hacia un monte donde la alegría brindara en sucesivos puntos otras coordenadas. Guijarros del amor. Piedras con formas vagamente humanas. Llegás a la simpatía pero sin la pastilla negra que surcó las sagas de un nuevo periodismo nimbado de misterio. Tiempo en que la vaguedad es la única forma posible del encuentro. Hola: anoche encontraron a un bebé adentro de una mochila cubierto con una toalla blanca. Cerca del alba pasamos por ahí raudos en el auto, veníamos de un bar donde la música no nos dejaba conversar. Así que salíamos a cada rato aprovechando para fumar en la vereda. La primera mañana, en que desperté después de una borrachera, miré los postigos cerrados de una pensión. ¿Fue en la calle Italia, no? No sé, pero lo que sí recuerdo eran las luces de unos autos que se perseguían rápido durante el sueño. Me hablabas, pero yo respondí con otras palabras, para decirte cualquier cosa. El indio vive en el poema.











Tomado de “Un tesoro local”, de Francisco Garamona, Ivan Rosado, 2015, Rosario, Argentina.

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