lunes, 19 de septiembre de 2016

"Queen, o la maldición de los monstruos", por Sergio Agosti










Queen fue otra de aquellas bandas monumentales que sufrieron esa lógica inexorable que hace pedazos a los más grandes. Las excepciones son casi nulas. Pero vamos desde el principio.

Allá por 1968, entusiasmados por la explosión de los “Power Trío” como Cream o la Jimi Hendrix Experience, dos chicos del Imperial College de Londres, Brian May (guitarra) y Tim Staffell (bajo), buscaron mediante un aviso a un baterista en la línea “Ginger Baker” para así formar su Power Trío. Y ese resultó ser Roger Taylor. Y así fue que nació Smile, una banda que solo grabaría seis temas antes de que, frustrado, Staffell los abandonara por la seguridad de la Oficina Postal, no sin antes introducirlos a un amigo suyo, un bicho extravagante y nativo de Zanzíbar, de nombre Farrokh Bulsara, un notable pianista con formación clásica y dotado de una voz muy particular que ya había influído en Staffell cuando éste decidía hacerse cargo de ser la voz líder de la ya extinta formación.

Disuelto el trío, los tres se metieron de cabeza a componer material propio que, con el soporte de ocasionales bajistas (Mike Grose, Barry Mitchell, Doug Bogie), empezaron a tocar en cualquier pub o taberna disponible. Con la llegada de John Deacon grabaron un demo que, luego de conseguir un contrato con Trident en 1972, sería su primer disco.

El álbum se llamaría “Queen” (nombre que habían adoptado para la banda) e incluía un tema de Smile firmado por May y Staffell. El estilo se afirmaba en una base de rock sólido y potente al estilo Zeppellin- Sabbath, pero adornado con la semilla de aquellos arreglos corales que escribían –sí, escribían- May, y el ahora apellidado Mercury, y que luego pasarían a ser el sello distintivo de la banda. La morfología de las canciones es decididamente progresiva, intrincada, con muchas variantes a la manera de otras bandas de la época como Yes, Genesis o EL&P. Cabe destacar el dato curioso de la voz de Taylor, capaz de alcanzar y superar el rango de una soprano. Ya se vislumbraban alarmantes momentos de buen gusto que se potenciarían hasta el comienzo de la decadencia con The Game, octavo álbum que se grabaría en 1980 luego de dos años de gira por el mundo. Esto no invalida la consecuencia de siete álbumes arañando la excelencia, algo poco común en la música popular y, arriesgo, académica. El disco finalizaba con una idea en fade que luego se convertiría en la canción final del “Lado Negro” del segundo álbum. 

Como hasta 1977 y el LP News of the World no utilizaron sintetizador alguno, todos los sonidos se hacían de manera analógica, modificando el pitch de las cintas, utilizando todo tipo de artilugios caseros tal como grabar a través de ventiladores, latas de conserva haciendo de micrófonos, instrumentos de juguete, etc. Pero, tal vez, el signo sonoro más significativo sea el de la guitarra de May: un instrumento construido por él y su padre a partir de la madera de un viejo hogar y con una configuración de micrófonos creada por él mismo. La ejecución la hacía no con una púa, sino con una moneda de 5 peniques o la yema de sus dedos. Por eso su sonido es aún hoy único.

Hay solo un saldo negativo para esa era de oro de la banda y son las mezclas: no sé quién cortaba los masters definitivos, pero hay discos que, si no se escuchan con la compresión adecuada, pierden cualidades que hacen al corazón mismo de la obra.

Tal vez quede como firma indeleble esa aplicación y minuciosidad por el detalle, las paredes de hasta doce guitarras (God Save the Queen, track final de “A Night at the Opera”), las voces armonizadas que, capa sobre capa, emulaban la ampulosidad de un coro polifónico digno de las más pretenciosas cantatas de Mozart o Bach, la amplitud estilística desde un rock casi tan pesado como el de Sabbath hasta las más mortíferas y chopenianas baladas que merecían el mote de himnos, la voz tragicómica de Mercury, capaz de ir desde la cima del desgarramiento hasta la ligereza del vaudeville, la base sólida y eficaz de Deacon y Taylor. Una banda definitivamente “de estudio” que en vivo se las arreglaba en base a potencia para no perder esa cualidad. Algo que pocos monstruos lograron.

Y la década del 80, que traería una renovación en el rumbo de la música sería impiadosa con los viejos monstruos, los llevaría, de la mano del productor alemán Mack, lentamente a la decadencia[1] que terminaría con la muerte de Mercury y la disolución de la banda.

Que hoy May y Taylor sigan girando con algún cantante salido de American Idol, solo deja como comentario la entereza y respeto de Deacon, que supo decir no y mantener así intachable el recuerdo.

Dios salve a la Reina. Otra víctima del maleficio del éxito.





















[1] No confundir popularidad con calidad compositiva es determinante para entender la apreciación.

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