Adonde mejor se practica
el ritmo de la soledad es en los cines. Aprende a sabotear los cines.
No accedas al arrepentimiento ni a la envidia ni al arribismo social. Es preferible
bajar, desclazarse; alcanzar el término de una carrera que no conoció el
esplendor, la anónima decadencia.
Es prudente oír música antes del desayuno.
Que viva la música
Para
escribir una vida hay que volver contable la vida. Caicedo lo supo. El cauce autobiográfico y los recuerdos
literaturizados recorren sus libros. Su retórica es una audacia de evocación. Quizás
la novela contemporánea gire alrededor de la intención de aparecer como un
texto pretendidamente no literario. Andrés Caicedo escribió libros
autobiográficos de floritura personal. Su tristemente famoso suicidio, a sus veinticinco, cuando
salía Que viva la música, no hace más
que engordar su mito. Había profetizado: «Tú, no te preocupes. Muérete antes
que tus padres para librarlos de la espantosa visión de tu vejez.» Entre la
mitomanía y la autobiografía constante, Caicedo se confiesa: «Cuando estaba en segundo de
bachillerato pasé por una crisis de estar diciendo mentiras y de aparentar que
mi familia era más rica de lo que realmente era. Lo que pasó fue que me
introduje en la llamada “gallada del Club Campestre”: los Cabal, los Urdinola,
los Racines, gente de la más rica de todo Cali. Y yo, claro, no podía mantener
el mismo tren de vida que ellos, invitando peladas a almorzar, haciendo fiestas
todos los sábados, montando en taxi (tiempo después, antes de entrar a esta
clínica, yo me enviciaría al taxi), viajando a Miami todos los años. Y era cosa
natural que claro, me descubrieran en mis mentiras, motivo por el cual me fui
volviendo prevenido y temeroso y un tanto paranoico con las muchachas, y ya en
tercero de bachillerato comencé a recurrir a las prostitutas, costumbre que me
llegó, con sus intervalos, hasta ya entrados los veintidós años. En definitiva
mi adolescencia fue pobre y vulgar en tanto desesperanzada. No hice nada que
valiera la pena hasta que cumplí dieciséis.»
Caicedo escribió autoreportajes. La nostalgia en el
temperamento de sus narraciones, cartas y diarios de viaje, viene de su manera
de ver el mundo. Siempre está ahí el croquis autobiográfico como una fuerza en
su estilo: «El hijo que
escribió el grueso de su producción cuando aún su mente no estaba formada, ni
tenía suficientes referencias para que pudiera escribir lo que se dice, buena
literatura. El grueso de su producción fue compuesta entre los quince y los
diecisiete años. Dirigió cinco obras de teatro, escribió seis. Trató de actuar
y nunca pudo porque hablar no puede, no sabe hablar, es mudo como un niño.
Ahora, buscando una nueva posición para acomodar mejor su angustia, trató de
sacar la misma frase que venía pensando, a martillazos, hasta que ya lo estaba
enloqueciendo, era la misma frase que por lo menos diez minutos de pena
doliente, y sintiendo adentro un punzar y una quebrazón de espejos exclamó:
¿qué es lo que ha sido de mi vida? Y se avergonzó ante lo ridículas que le
habían salido las palabras, como si alguien hubiera estado presente para sentir
incomodidad por ellas, para censurarlo». (“De película por Los Ángeles”)
Polifacético, cinéfilo voraz, Caicedo quiso contar su
vida, como sea. Como si hubiera querido dejar una larga película de lo que fue
su vida. Una película en retazos, en papeles sueltos, perdidos, para que
después alguien, Alberto Fuguet, un lector cualquiera, se dedicara a la
paciente tarea del montaje. Hay citas que respaldan esta idea: «Yo nunca voy a pertenecer a eso, yo
nunca voy a ser ni escritor ni cineasta, ni director de cine famoso. Lo único
que yo quiero es dejar un testimonio, primero de mí, luego de dos o tres
personas que me hayan conocido y quieran divertirse con las historias que yo
cuento (…). Yo, ante todo, cuando escribo lo que hago es recordar (…).» (Cali, 13 de enero de 1972). Y cada
una de sus páginas parecen cartas en diferido y nunca enviadas a sus padres.
Como una larga carta al padre kafkiana a la manera de réquiem escrita por un
colombiano de diecisiete años en clave de perdón y reproche. «Hace algunos años, cuando yo me
rebatía en el esfuerzo de escribir algo verdaderamente bueno sobre
adolescentes, una tarde caliente y con olor a grasa, a eso de la primera y la
calle quince, en una de las tantas camionetas que ha tenido, prestadas, en su
vida, mi papá me dijo "¿No crees que lo que escribías antes era como muy
pendejo?". Al decir antes él no sabía lo que yo estaba escribiendo ahora,
que era lo mismo. Fue la vez que supe que nunca podría mostrarle nada más, así
como a la hora de la siesta yo me acostaba al lado (Rosario todavía vivía en la
casa) y le mostraba mis primeras poesías. En ese tiempo me hizo también una
crítica que me demostró su incomprensión: "¿Por qué alguna vez no escribes
algo sobre un paisaje, un atardecer, por qué siempre tiene que ser sobre
mujeres?" Dijo mujeres por no decir sexo. Yo no recuerdo qué le dije, muy
pocas veces recuerdo mis respuestas, siempre son tan inarticuladas y con tan
poco potencial de convicción.» (El cuento
de mi vida)
El atravesado gira alrededor del cine y la violencia
social, como en casi todos sus libros. «Que se pongan de este lado a los que
les gusta más la pelea, y de este otro a los que les gusta más el cine (…) Ese
mismo mes dieron Los jóvenes salvajes
con Burt Lancaster y El estigma del
arroyo (¿cuál enigma, monedas escondidas en el arroyo?), que me la vi seis
veces, era de que el tipo era primero un man arrebatado y después boxeador famoso, allí fue que aprendí a hacer el
remate de derecha con toquecito de izquierda sin fallar tiro.» El cine y la
vida como dos caras de una misma moneda. «Después todo siguió igual por estos
lares. Menos el cine norteamericano, que cambió de onda. Ya no nos volvieron a
traer más galladas ni delincuencia juvenil, sino pura comedia con Doris Day, y
ahora pura paz y amor y droga. (…)
Bueno, me metía a cine, y a la salida me iba a buscar pelea al Norte, a
los barrios de los ricos. Había calles en las que me venían a buscar y salían
corriendo, o sino sacaban a la policía y me tocaba salir corriendo. (…) Me
arranco los recuerdos como si fueran alacranes en la cara.»
Caicedo buscó escribir la novela de la ciudad, en “Infección” diatriba: «Sí, odio a Cali, una ciudad con
unos habitantes que caminan y caminan… y piensan en todo, y no saben si son
felices, no pueden asegurarlo. (…) Odio a mis vecinos quienes creen encontrar
en un cansado saludo mío el futuro de la patria. (…) Odio a mis amigos… uno por
uno. Unas personas que nunca han tratado de imitar mi angustia. Personas que
creen vivir felices, y lo peor de todo es que yo nunca puedo pensar así. (…)
Odio el teatro Calima por estar siempre los sábados llenos de gente conocida. (…)
Odio a todos los maricas por estúpidos en toda la extensión de la palabra. Odio
a mis maestros y sus intachables hipocresías. (…) Odio a todos aquellos que se
cagan en la juventud todos los días.» Muchos de sus cuentos muestran a la ciudad de Cali como un
escenario que esconde el horror a la vida cotidiana. Calicalabozo, como la
llamó.
Nunca
terminé de leer Noche sin fortuna,
pero leí y releí y voy a seguir releyendo el primer párrafo, donde Danielito
Bang resume el argumento del libro. Tengo la intuición de que ahí está toda la poética
de Caicedo, en ese primer párrafo.
Que viva la música tiene ritmo en ascenso. Su
título lo tomó de una canción de Ray Barreto. Como José Roberto Duque que tomó
el título de Salsa y control (1996)
de una canción de Lebron Brothers. María del Carmen Huerta, protagonista y
narradora de Que viva la música: «Bueno,
la probé y qué. Dura 10 minutos el efecto, que es fantástico. Después da
achante y ganas de no moverse, espeluznante sabor en la boca, ardor en los
pliegues del cerebro, fiebre, uno se pellizca y no se siente, ver cine no se
puede porque da angustia el movimiento, sentimiento de incapacidad, miedo,
rechinar de dientes. ¡Pero qué lucidez
para la conversación, para los primeros minutos de una conferencia! Y si se
tiene bastante, no hay cansancio: una se la puede pasar 3 días seguidos de pura
rumba. (…) Ganas de no comer sino de darse un pase.»
Ubico a Caicedo en serie con otros memorialistas como
Víctor Hugo Viscarra, Carlos Correas, Vicente Luy, Kerouac, Bukowski, Hervé
Guivert o Marcel Proust. Caicedo habla de todo. Y en eso se parece
a Roberto Arlt, cuando en sus aguafuertes cuenta dónde vendían droga en los
puestos de diarios o las historias delictivas de Julián Centeya en El vaciadero o Enrique Symns cuando
describe los bares rasposos del Once o del clandestinaje de Soldatti. Pura
experiencia. Caicedo retrató a la juventud en la violencia iconoclasta de sus
personajes.