martes, 15 de noviembre de 2016

Homero, por Marco Castagna







A Homero le gustaba el fútbol, pero no tanto jugarlo sino hablar sobre fútbol. Quizá intuía que en el deporte había una virilidad, una forma de ser aceptado y se aferraba a esta idea para no quedar pegado de por vida al grupo de chicos que  permanecen al costado de la cancha o debajo de la sombra de un árbol sin hacer nada. Supongo que le daban miedo las cosas que él se imaginaba que iban a sucederle si se quedaba ahí para siempre. Algunos días  en los que llegaba con la cara congestionada, como si hubiera estado durmiendo hasta tarde, me contaba que lo habían elegido último en el equipo de fútbol del colegio y que no se la habían pasado en todo el partido. Me pedía consejos, opiniones, o tan solo me dejaba caer su relato, como si agitara esas bolas de cristal que contienen un muñequito de nieve, y luego la dejaba en su lugar. Homero escuchaba comentarios de sus compañeros, chicos que para burlarse de él decían que era un perro, que no había que pasársela, o que fuera al arco porque él era grandote y seguro que lo podía cubrir casi todo. Estas frases  se le pegaban a la mente, y la teñían de un pensamiento: el dolor era algo arbitrario que el mundo se obstinaba el dirigir contra él. Cuando dejaba traslucir su rabia, me decía que les contestaba a estos chicos que lo cargaban, y que él no era tonto, solo que a veces se quedaba callado…. Entonces parecía quedarse dudando sobre sus motivos para quedarse callado. Homero era físicamente inmenso, si hubiese querido  hubiese estampado a esos chicos contra el paredón. Pero él sabía que una cosa es jugar al fútbol y otra bien distinta es saber sobre fútbol, conocer su historia. En uno había que salir a la cancha; el otro era un oficio indoloro, solitario, de rata de biblioteca. Le interesaba la historia de los mundiales, se había memorizado todos los campeones desde el primer mundial hasta el último. Cuántas copas del mundo había ganado cada país, algunos jugadores celebres, curiosidades de la historia de los mundiales. A veces pienso que el mundo se puede dividir entre los que salen a la cancha y los que se quedan teorizando sobre el deporte pero sin jugarlo. A la larga los que mejor se las arreglan son los primeros, y  aunque es imposible vivir sin jugar, puede haber genios de la teoría. Homero era uno de ellos. A su modo estaba intentando cambiar, modificar su vida, ser otro. Como las larvas, evolucionar. Le daba miedo salir a la cancha, toda su vida había transcurrido en espacios cerrados. El primer día que fui a la casa de Homero,  conversamos con su madre y de pronto se hizo un silencio en la conversación. Ahí se escuchó un ruido desde el lavadero; era el lavarropas exigiendo el mecanismo, y emitiendo un sonido como el que hacen los camiones de basura al comprimir las bolsas de plástico cuando llueve. La mujer me hizo una seña con el brazo y me dijo que esperara, que iba a buscar a Homero así nos presentaba. Subió lenta, pesadamente por la escalera de madera. La escuché llamar varias veces en las habitaciones del piso de arriba y repetir el nombre de su hijo. Me pareció que lo pronunciaba con cierto desapego. Me quedé con el ruido del lavarropas girando, girando… Delante de mí una copa de cristal desprendía un brillo riguroso. Escuché el rechinar de unas zapatillas de tenis, que imaginé inmensas. Dos cuerpos lentos descendían por la escalera. Detrás de la madre, apareció una figura gigante que se recortaba contra la oscuridad. Cuando la madre se corrió pude verlo mejor, un rubiecito corpulento con la cara llena de granos y una mirada inocente: era Homero. Aparentaba quince o dieciséis pero tenía trece. La madre nos presentó y se alejó unos metros apenas, hasta la cocina. Nos sirvió coca cola en unos vasos que debían usarse para tomar whisky o coñac. Homero miraba al techo como extraviado o encandilado por la luz, me contestaba con vaguedades o frases sin terminar. Me puse a leer en silencio el programa de la materia y a hablar de generalidades, hasta que la madre suspirando subió al primer piso dejándonos solos. Entonces nos miramos de frente. Su cara minada de granos secos y rojos, los dientes descuidados, la voz áspera y demasiado grave para su edad, que usaba con timidez, como demasiado consciente de que no se correspondía con lo que debía ser. Cerca de la mesa de roble donde estábamos había una consola de videojuegos. Cada vez que yo la miraba, solo para apartar de la vista de Homero,  él me sonreía con una sonrisa boba y transparente. No sé quien hablo primero, pero salieron algunos nombres tímidos.  Como si fueran nombres de bandas de rock que dos adolescentes se nombran para saber si se corresponden o no. Lo hicimos con películas y con videojuegos. El juego parecía tener su efecto. Indiana jones… la guerra de las galaxias… blade runner….el exorcista…psicosis…chucky… freddie krueger… rocky…metal gear solid… resident evil… silent hill….Homero sostenía una sonrisa de reflector averiado cada vez que algo le gustaba.  No tardé en distinguir que le gustaban los juegos o las películas de preferencia asociadas al terror, con mucha sangre y truculencia.  Una tarde estábamos abocados a un trabajo con fecha de entrega. Homero tenía que hacer una composición sobre él y su familia. Debía escribir un pequeño texto y luego elegir una foto y explicar por qué la había elegido. Escribió que le gustaban las películas de terror, y cuando me miró sostuvo una sonrisa de un brillo ambiguo. Para que el trabajo estuviera completo había que agregar una foto. Salimos al fondo de su casa. Homero insistió en que quería mostrarme a Enzo. Enzo resultó ser un mastín blanco inmenso, que saltaba detrás de una cerca con el miembro viril  rojo e inflamado como si estuviera a punto de explotar. Enzo compartía su lugar con Emma, una rottweiler que estaba castrada, lo que justificaba el estado de Enzo. Homero abrió la cerca y me explicó que a Enzo le gustaba jugar pero que era bueno, que no me iba a hacer nada. Después lo soltó. Enzo soltó su euforia y nos dio la bienvenida, colgándose de nuestra entrepierna por turnos, entre la de Homero y la mía; lo que despertaba nuestras risas, y por momentos mi risa nerviosa. Homero me cargaba porque decía que yo tenía miedo, pero que Enzo era bueno y que jugaba porque estaba contento. Homero entró a buscar la cámara de fotos. Me la dio. Se ubicó junto a Enzo. Y saqué dos, tres, cuatro, cinco, seis fotos. Dispare sin pudor. En una se lo podía ver a Enzo acostado sobre Homero, mientras este lo abrazaba. En dos fotos, Enzo se trepó sobre la pierna de Homero y subió más alto que su dueño (se veía al chico haciendo señas y dándole órdenes para que bajara) Homero fue al garaje y volvió con una gorra naranja de beisbol  y un bate. La foto que iba a quedar en el trabajo iba a ser esa, la que estaba por sacar. Homero al lado de Enzo, sonriendo de cara a la cámara, con el bate a un costado. Me ardieron los ojos al mirar por encima de los edificios la tarde roja a punto de irse. Levanté mis cosas y me fui.




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