A Homero le gustaba el fútbol,
pero no tanto jugarlo sino hablar sobre fútbol. Quizá intuía que en el deporte había
una virilidad, una forma de ser aceptado y se aferraba a esta idea para no
quedar pegado de por vida al grupo de chicos que permanecen al costado de la cancha o debajo de
la sombra de un árbol sin hacer nada. Supongo que le daban miedo las cosas que
él se imaginaba que iban a sucederle si se quedaba ahí para siempre. Algunos
días en los que llegaba con la cara
congestionada, como si hubiera estado durmiendo hasta tarde, me contaba que lo
habían elegido último en el equipo de fútbol del colegio y que no se la habían
pasado en todo el partido. Me pedía consejos, opiniones, o tan solo me dejaba
caer su relato, como si agitara esas bolas de cristal que contienen un muñequito
de nieve, y luego la dejaba en su lugar. Homero escuchaba comentarios de sus
compañeros, chicos que para burlarse de él decían que era un perro, que no
había que pasársela, o que fuera al arco porque él era grandote y seguro que lo
podía cubrir casi todo. Estas frases se
le pegaban a la mente, y la teñían de un pensamiento: el dolor era algo
arbitrario que el mundo se obstinaba el dirigir contra él. Cuando dejaba
traslucir su rabia, me decía que les contestaba a estos chicos que lo cargaban,
y que él no era tonto, solo que a veces se quedaba callado…. Entonces parecía
quedarse dudando sobre sus motivos para quedarse callado. Homero era
físicamente inmenso, si hubiese querido hubiese estampado a esos chicos contra el
paredón. Pero él sabía que una cosa es jugar al fútbol y otra bien distinta es
saber sobre fútbol, conocer su historia. En uno había que salir a la cancha; el
otro era un oficio indoloro, solitario, de rata de biblioteca. Le interesaba la
historia de los mundiales, se había memorizado todos los campeones desde el
primer mundial hasta el último. Cuántas copas del mundo había ganado cada país,
algunos jugadores celebres, curiosidades de la historia de los mundiales. A
veces pienso que el mundo se puede dividir entre los que salen a la cancha y
los que se quedan teorizando sobre el deporte pero sin jugarlo. A la larga los
que mejor se las arreglan son los primeros, y aunque es imposible vivir sin jugar, puede
haber genios de la teoría. Homero era uno de ellos. A su modo estaba intentando
cambiar, modificar su vida, ser otro. Como las larvas, evolucionar. Le daba
miedo salir a la cancha, toda su vida había transcurrido en espacios cerrados. El
primer día que fui a la casa de Homero,
conversamos con su madre y de pronto se hizo un silencio en la
conversación. Ahí se escuchó un ruido desde el lavadero; era el lavarropas exigiendo
el mecanismo, y emitiendo un sonido como el que hacen los camiones de basura al
comprimir las bolsas de plástico cuando llueve. La mujer me hizo una seña con
el brazo y me dijo que esperara, que iba a buscar a Homero así nos presentaba. Subió
lenta, pesadamente por la escalera de madera. La escuché llamar varias veces en
las habitaciones del piso de arriba y repetir el nombre de su hijo. Me pareció
que lo pronunciaba con cierto desapego. Me quedé con el ruido del lavarropas
girando, girando… Delante de mí una copa de cristal desprendía un brillo
riguroso. Escuché el rechinar de unas zapatillas de tenis, que imaginé inmensas.
Dos cuerpos lentos descendían por la escalera. Detrás de la madre, apareció una
figura gigante que se recortaba contra la oscuridad. Cuando la madre se corrió
pude verlo mejor, un rubiecito corpulento con la cara llena de granos y una
mirada inocente: era Homero. Aparentaba quince o dieciséis pero tenía trece. La
madre nos presentó y se alejó unos metros apenas, hasta la cocina. Nos sirvió
coca cola en unos vasos que debían usarse para tomar whisky o coñac. Homero miraba
al techo como extraviado o encandilado por la luz, me contestaba con vaguedades
o frases sin terminar. Me puse a leer en silencio el programa de la materia y a
hablar de generalidades, hasta que la madre suspirando subió al primer piso
dejándonos solos. Entonces nos miramos de frente. Su cara minada de granos
secos y rojos, los dientes descuidados, la voz áspera y demasiado grave para su
edad, que usaba con timidez, como demasiado consciente de que no se
correspondía con lo que debía ser. Cerca de la mesa de roble donde estábamos
había una consola de videojuegos. Cada vez que yo la miraba, solo para apartar
de la vista de Homero, él me sonreía con
una sonrisa boba y transparente. No sé quien hablo primero, pero salieron
algunos nombres tímidos. Como si fueran
nombres de bandas de rock que dos adolescentes se nombran para saber si se
corresponden o no. Lo hicimos con películas y con videojuegos. El juego parecía
tener su efecto. Indiana jones… la guerra de las galaxias… blade runner….el
exorcista…psicosis…chucky… freddie krueger… rocky…metal gear solid… resident
evil… silent hill….Homero sostenía una sonrisa de reflector averiado cada vez
que algo le gustaba. No tardé en
distinguir que le gustaban los juegos o las películas de preferencia asociadas
al terror, con mucha sangre y truculencia. Una tarde estábamos abocados a un trabajo con
fecha de entrega. Homero tenía que hacer una composición sobre él y su familia.
Debía escribir un pequeño texto y luego elegir una foto y explicar por qué la
había elegido. Escribió que le gustaban las películas de terror, y cuando me
miró sostuvo una sonrisa de un brillo ambiguo. Para que el trabajo estuviera
completo había que agregar una foto. Salimos al fondo de su casa. Homero
insistió en que quería mostrarme a Enzo. Enzo resultó ser un mastín blanco inmenso,
que saltaba detrás de una cerca con el miembro viril rojo e inflamado como si estuviera a punto de
explotar. Enzo compartía su lugar con Emma, una rottweiler que estaba castrada,
lo que justificaba el estado de Enzo. Homero abrió la cerca y me explicó que a
Enzo le gustaba jugar pero que era bueno, que no me iba a hacer nada. Después
lo soltó. Enzo soltó su euforia y nos dio la bienvenida, colgándose de nuestra
entrepierna por turnos, entre la de Homero y la mía; lo que despertaba nuestras
risas, y por momentos mi risa nerviosa. Homero me cargaba porque decía que yo
tenía miedo, pero que Enzo era bueno y que jugaba porque estaba contento.
Homero entró a buscar la cámara de fotos. Me la dio. Se ubicó junto a Enzo. Y
saqué dos, tres, cuatro, cinco, seis fotos. Dispare sin pudor. En una se lo
podía ver a Enzo acostado sobre Homero, mientras este lo abrazaba. En dos fotos,
Enzo se trepó sobre la pierna de Homero y subió más alto que su dueño (se veía
al chico haciendo señas y dándole órdenes para que bajara) Homero fue al garaje
y volvió con una gorra naranja de beisbol y un bate. La foto que iba a quedar en el
trabajo iba a ser esa, la que estaba por sacar. Homero al lado de Enzo,
sonriendo de cara a la cámara, con el bate a un costado. Me ardieron los ojos al
mirar por encima de los edificios la tarde roja a punto de irse. Levanté mis
cosas y me fui.
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