Mostrando entradas con la etiqueta poemas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta poemas. Mostrar todas las entradas

lunes, 20 de marzo de 2017

Villa Bosch, por Marco Castagna







Cerca de los médanos, en la playa


pensamientos en blanco
y pensamientos en blanco y negro
y pensamientos en color
y luces de autos
que giran
sin luces
y luciérnagas 
escondidas
y una radio 
adormecida
en la boca de un viejo
en un hospital 
con la bata deshilachada
y una canción de amor
todavía no escrita
pero que empezó a escribirse
en las manos de un ciego
que ama a una chica
al otro lado de la calle
y yo amo a una chica
a la que le cuido la casa
y duermo en su cama
sola
y la pienso
y la extraño
de noche
y la luna
ahora 
es
transparente y plateada
como la otra 
la otra luna
la que ahora ve esa chica
desde una ventana
cerca de los médanos
en la playa





Envase retornable


tengo en mis manos un envase retornable
lo llevo por las calles
de tu barrio
de noche
y en la esquina
los semáforos parpadean
detenidos en el amarillo
y entre la tierra
y el asfalto
veo una ventana
abierta
de la que sobresale
una chica
atravesada
por una luz mortecina
y ahí me quedo
entonces
con el envase retornable
todavía 
en las manos
esperando
mientras el tren
pasa
y electrifica
la ciudad
por un instante.





Dejaste el desierto


Dejaste el desierto
atravesaste la ciudad
y en la pendiente
de un terreno oscuro
te detuviste entre los árboles
simulando ser un árbol
en la fila de árboles
cerca del fantasma
de Pound
y quizás lo hubieses logrado
de no haber sido
por unos pájaros negros
que picotearon tu cabeza
con particular desconfianza
como si vinieran
desde muy lejos
para
negar algo.



miércoles, 1 de febrero de 2017

Habichuelas de la muerte, por Marco Castagna







Habichuelas de la muerte


Buscás biografías de astronautas, libritos que lustrás con las yemas de los dedos, palpando como quien espera encontrar en la hoja muerta, la respiración de un ave, o el brillo enfebrecido de sus antiguos dueños. Las viudas tejen en lo insoportable de la espera una desgracia ficticia que puede volverse real. Mientras tanto juegan a la quiniela y tachan páginas en sus guías telefónicas. Por la avenida pasan colectivos repletos de gente determinada, indiferente. Un oficinista se masturba en el ventanal oscuro del edificio de la esquina. En el desamparo de los días, la gente le pasa la cadena temprano a sus puertas, como pidiendo que nada más pase.






Un bosque de madera noruega


El viento arrecia fuerte en las costuras de la urbe, ahí donde todo se vuelve natural al mismo tiempo se genera una capa, algo así como una costra de imbecilidad. Un bosque de madera noruega. Chicas, adolescentes que recortan hongos de un acuario improvisado de barro y hierba. Se miran las caras en el reflejo del agua estancada. Una escribe mentalmente una nota para su novio, otra piensa en la camisa leñadora sudada de su padrastro.





El chico rubio


Un perro-dragón trepa el sol, sube por las nubes quietas en la imaginación de videogame del chico rubio que recoge laureles. En una mesa apartada, debajo de un toldo, lo espera su padre, imperturbable; un alemán de expresión adusta y ojos nórdicos, elementales. El chico rubio tiene diecinueve años y se pasea por el patio con una libretita enmohecida en una mano y un sobretodo negro. Recorre la mirada del chico la experiencia de ser niño y dejar de serlo, la foto de un perro que nadaba en piletas sucias, un desayuno con su abuela alemana, excursiones aisladas por el barrio de la infancia. Una enfermera diminuta, de mirada apagada y voz ronca, lo rescata de su memoria frágil de niño que viaja en barco-delfín por primera vez. En la mesa su padre permanece igual que cada jueves, con una impaciencia apenas disimulada, un círculo que se repite como la formación de una joroba en la arena. Unos pájaros picotean granos o lo que encuentran en una zona de sombra. El chico camina con la libretita en la mano que contiene láminas que ilustran su vida, la de su padre y la de su madre muerta. Avanza hacia la mesa escoltado por la enfermera. Algunas noches el chico rubio sueña que su madre resucitada viene a buscarlo.


martes, 29 de noviembre de 2016

Pipetas de vidrio de formas alucinadas, por Marco Castagna







Entraste al laboratorio de química, casi por error, mientras un juego de manos y ojos revoloteaba en el estallido silencioso de los pasillos nocturnos del colegio industrial. Nos habíamos quedado a pasar la noche adentro, cinco amigos más y  yo, una banda primitiva, fascinados por las ideas alquímicas y los sueños anarquistas de los libros de Arlt. Todavía pensábamos que había un fondo que dirigía las cosas, y que si uno ponía todo su empeño podía direccionarlas y evitar el desastre. Abrimos las pocas puertas prohibidas del colegio, metimos el matafuego en el kiosco haciendo estallar en mil pesados las tablas vidriadas que contenían los repuestos de golosinas. Liberamos a los animales que dormían en el techo, y devolvimos todas las pelotas que se habían quedado estancadas en la canaleta, a la tierra. Rompimos el candado y atravesamos la pesada reja que conducía al patio, para jugar un partido rabioso con una pelota extraviada. Nos dirigimos a la cocina, con el olor impregnado a sopa densa de las monjas, y defecamos sobre los muebles y la ligustrina nos sirvió de papel, mientras un loro repetía frases que Gonzalo le dictaba al  oído, al tiempo que el animal se posaba sobre un pie y luego sobre otro bailaba sobre la cabeza de un prócer de la iglesia. Ludovico, alias la anguila, rompió con un puño sangrante el vidrio de la puerta de chapa de la sala de música, y se vendó con la tela de una cortina que sobresalía de la secretaría. Se reía como alucinado con una mirada perdida, en fuga, disfrutando de una idea secreta. Alán arrancó de un tirón la tela enrojecida y se la ató en el rostro como un bandido que profana la paz de los cementerios. El pelado, con sus mocasines exageradamente largos, patinó sobre la cera lustrosa y casi se va de bruces contra la mampostería ubicada cerca de la capilla. Su figura minúscula se contrajo proyectando un difuso espectáculo de sombras chinas en el que un gato parecía inclinarse sobre una mesa para comer apresuradamente la comida del dueño. La anguila tocó una canción con una violencia elegante, imperial que se desparramó por todo el colegio, con su voz ronca de oficial, y los tonos sepulcrales del piano de huesos pulverizados. Un helicóptero pasó fondeando la noche por encima de los techos, y apuntó distraído pero juicioso sus luces sobre el predio y todos temblamos y  huimos en desbandada dejando en la fuga un reguero de sangre, y un balde roto que rodaba por el piso ajedrezado como conducido por un fantasma frenético y trastornado en su deseo de impedirnos traspasar el umbral. 



Tomado de: "El Triángulo de la Merluza", año 3, número 9,  Noviembre, 2016



viernes, 4 de noviembre de 2016

Cuentos de la mujer y el solitario, por Pablo Baca








Nota del autor*

Después de mucho tiempo – casi siete años- he vuelto a estos “Cuentos de la mujer y el solitario”, que ya para entonces habían perdido contornos. Estuve tentado de reconstruir las historias, suprimiendo párrafos, agregando algo a otras.
                   (Porque parece que en todo poema hay una historia. Que todo poema ocurre entre el espacio que queda entre la historia a que se refiere y el vacío que hay detrás de toda historia).
Después decidí publicarlo tal como los volví a encontrar; de algún modo han sobrevivido a la época en que los escribí y a todo lo que sucedió después.









 V

Detrás del cuarto en donde escribo,
del otro lado del rio,
todas las noches desaparece la montaña
y queda solamente un lugar pequeño
bajo los arbustos, bajo los cielos,
donde se acuesta a dormir
una niña perdida.
Y toda la noche se escucha
el murmullo del agua.

Las cosas que ocurren:
tantos hombres solitarios
donde se acuesta a dormir una niña perdida.
Tantos hombres bajo estos cielos lejanos,
donde viene a morir todo lo que no existe.

                 




VI

La mujer cuyo cuerpo era más grande. Una noche me dejó verla.
O esa otra, sobre la que alguna vez me acosté a descansar, porque como estaba de paso, no tenía nada que cuidar en este pueblo.
Como a ellas, también a vos te amé. Pero nunca pude sentir que yo era ese, a tu lado, el que amabas.




VIII

Con unas pocas ramas tratamos de hacer un lugar donde vivir esos instantes. Pero como la noche estaba por terminar, las ramas no eran suficientes: con la luz del amanecer cualquiera podía vernos.
Su voz entonces comenzó a sonar más débil. Aunque ella se esforzaba para hablar, como intentando abrir túneles en la nada. Sobre su voz caía el tiempo: ya tenía que irse.
La última vez que la escuché cantaba todavía en la oscuridad.





IX

Estoy quieto
en mi centro
mientras giran
conduciendo al deseo
tus caretas;
y en el centro
está tu rostro
que no veo, inmóvil
mientras giran
mis caretas
del otro lado
de la niebla.




XVI

Nos habíamos convertido
en dos fantasmas de la niebla
y entonces el viento
nos llevó hacía la noche.




XVIII

Una de ellas tiene el cuerpo
lleno de flores y mariposas.
Está enferma de esa belleza.
Tocarla sería herirla.

La otra está encerrada
en un cuarto distante del cuarto
donde estoy encerrado.
Aquella con la que estuve
abrazado atrás de la última pared,
sintiendo el viento de la llanura.
en verdad ha nacido en la memoria.




XXXI

Abrió la ventana y murmuró un nombre en el silencio. Un instante después sintió el frío de la noche y la cerró y volvió a su cuarto.
Ella había pasado por ahí mientras él dormía, caminando lentamente por el aire de la noche.






















*Tomando de “Cuentos de la mujer y el solitario/ He visto vivir”, impreso en julio de 2015, Jujuy, Argentina.

viernes, 28 de octubre de 2016

Matabas piojos, por Osvaldo Bossi







Matabas piojos
golpeando dulcemente
la parte de atrás de tu cabeza
contra el respaldar de la cama.

Matabas la sed con vino tinto
preferentemente en cajitas de cartón
y grandes jarras de cerveza
como un cowboy en la taberna
en el desierto de Oklahoma.

Matabas el deseo
como un animalito alegre, tierno
profundamente agradecido,
y al hambre lo matabas
cada vez que podías,
pero resucitaba a las dos horas
y había que volver a darle con un mortero
una bazuka, lo que fuera…
pero igual volvía a reclamarte
su parte en esta vida.

Matabas el amor con más amor,
como si vivieras adentro
de una telenovela,
y al tiempo lo matabas durmiendo
o dando vueltas toda la noche,
todo el santo día por ahí,
tus negros
bellos ojos por ahí, medio drogado,
medio entregado pero nunca
sometido, con esa alegría a prueba
de terremotos, miseria, soledad, incendios
que doblegaba las horas
y las hacía cantar.

















Tomado de "Casa de viento", Editorial Nudista (2011)

domingo, 16 de octubre de 2016

La abuela, por Marco Castagna







Ahora tengo todos estos recuerdos y la memoria de tu abuela en el geriátrico. Hace un tiempo fui a visitarla y ahí estaba aturdida por el televisor, dueña de una resistencia autista. Traté de mirarla a los ojos y cuando lo hice me hundí como en una copa de vino. Pienso en la felicidad de tu abuela cuando vas a visitarla, en tu perfume barriendo con el olor a desinfectante del lugar,  en cómo le inundas la boca con yogurt fresco. Cuando fui a visitarla y traté de hablarle más fuerte que el ruido del televisor, me confundió con un enfermero o con el chico de la limpieza. El televisor con el sonido al palo y los ancianos catatónicos con la mirada puesta en otra parte. Los ojos de tu abuela a veces parpadean distinto, en un brillo intermitente. En ese tiempo eras lo único que tenía y solo me quedaba visitarla a ella para sentirme cerca tuyo. Un pedazo de vida sujetado a la tierra, dando bandazos y a la intemperie.  























miércoles, 28 de septiembre de 2016

Haikus, por Alan Rebottaro



*

El sol incendia
las gotas de rocío
cada mañana.

*
                                 
                                     A Dardo Dorronzoro


Dardo despierta
y el martillo ya sabe
qué significa.


*

Los decididos
comienzan a incendiarse
bajo la lluvia.

*

Somos testigos
del tiempo que nos quema
y nos abraza.


*

Un paso en falso
y por poco tropiezo
conmigo mismo.

*

No estamos lejos
la distancia es apenas
un espejismo.

*

Las coincidencias
suceden cuando todo
es imposible.

*

Apareces
y poco a poco caigo
en tus abismos.

*

En las mentiras
suele haber, a menudo,
ciertas verdades.

*

Tal vez el tiempo
acomode las piezas
en su lugar.

*

Solo una chispa
en medio de la noche

y arderá el mundo.



domingo, 4 de septiembre de 2016

En el Botánico, por Marco Castagna






En el Botánico

Tomás una cerveza en un pasillo frío de grava, donde casi no llega el sol. Cantan unos pájaros reales. ¿Cansados? No creo, nadie se cansa de vivir en el botánico. Pero nadie puede vivir en su interior.
Escribís en un papel un pedazo de una canción que te hace acordar a una  amiga.







 Lentitud oficial


Un coche alargado y gris se pasea con lentitud oficial por lo estrechos pasillos de grava. El vehículo y su conductor poseen un aire fúnebre y deportivo a la vez. Al conductor no alcanzás a verlo, es solo una sombra. Cuando por fin un hombre de mameluco azul baja del coche, entendés que es el encargado de la limpieza.







Lores de un castillo inexistente


Una cinta de seguridad ondula con el viento, precaria, olvidada de prohibir. Unos gatos dan vueltas y cada tanto se dejan acariciar por alguien. Los pájaros en los árboles cantan o desaparecen como si fuera lo mismo.
El botánico. Un lugar donde nunca te importunan. La seguridad trata a los visitantes como lores de un castillo inexistente.