Francois desenfundó su arma con un movimiento súbito y disparó dos veces contra el alemán. Los tronidos fueron acallados por el silenciador mientras el cuerpo del soldado caía justo debajo de mis pies. Sus ojos azules me miraron desde el suelo amagando con no apagarse nunca. Nos pusimos en marcha los cuatro, no sin antes cerrar la puerta para que no vieran el cadáver. Surcamos el pasillo en dirección a la locomotora para escapar por el costado que daba a la vía. La estación estaba colmada de tropas. Al llegar al primer vagón, nos topamos con el otro SS que registraba el pasaje. Esta vez fue Armand quien jaló el gatillo propinándole un certero disparo en la cara. El germano logró emitir un quejido, lo que hizo que algunos pasajeros comenzaran a asomarse. Corrimos hasta topar con el maquinista, quien, advertido por nuestro escape, nos saludó con un puño en alto.
Enfundamos las armas justo cuando llegábamos a una gran avenida empedrada. Nos separamos en grupos de a dos que caminaban con una cierta distancia para no despertar la atención de las patrullas. El panorama era tétrico: esvásticas colgando de cada edificio, alambradas de púa por todos lados y estrellas de David pintadas en los maltrechos almacenes. Dos calles abajo nos aguardaba nuestro contacto, Emma. Esperaba parada junto a un viejo farol, en una esquina. Llevaba consigo un pequeño carro para las compras, un vestido negro de verano y una boina que usaba de costado y debajo de la cual caían sus cabellos rojizos agitados con nerviosismo. Intercambiamos una mirada inquieta, asegurándonos de que estábamos conectando con la persona indicada. Su figura comenzó a perderse entre los transeúntes y por el rabillo de su ojo se aseguraba que la siguiéramos. Todos íbamos tras ella con menor o mayor apuro.
Vimos con horror como un grupo de soldados se llevaba en un automóvil a un joven con su padre. Allí sentimos un miedo que pareció no perturbar a nuestra guía, quien continuaba firme su marcha por las grisáceas planicies. Tras trescientos metros a pie, se sumergió en un pequeño y pestilente callejón, donde ingresó por una puerta oxidada. Entramos todos. Era un bar de mala muerte. Había marinos locales, gamberros y prostitutas que bebían escapando de las garras alemanas. Surcamos el salón tras Emma, que se zambulló en una oscura escalera. Bajamos y dimos con un sótano inmenso. Casi chocamos contra una gran mesa de madera sobre la que reposaba un mapa de la región lleno de marcas y cruces hechas a mano. Tres hombres lo contemplaban con atención. Contra la pared había una pila de fusiles que se amontonaba desprolijamente junto a un equipo de comunicación y algunos cascos enemigos apilados junto a una repisa. Reconocí la cara de Igor, un viejo yugoslavo que estaba junto a nosotros desde que el movimiento se inició. Me lanzó una sonrisa brillante.
(Continuará...)
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