Recuerdo
que era el año 2009, una cálida y típica noche de verano. Habíamos decidido,
junto a un amigo, ir a un bar perdido de Buenos Aires en el barrio de
Constitución a ver a una banda de rock que nos gustaba mucho, su nombre era “Él
mató a un policía motorizado”, me parecía genial y no había manera que no llame
mi atención, era extraño y rupturista, también lo era su cantante que rompía
con todos los cánones a los que estamos acostumbrados a ver en el líder de una
banda de rock. Lucía un sobrepeso marcado, una mirada triste y desganada que
parecía pedir a gritos no ser intervenida, no ser molestada., su timidez era
implacable y entre canción y canción daba la impresión de pedir permiso para
seguir tocando. Llegamos temprano para poder tomar algo tranquilos. Nos
sentamos delante de la barra, pedimos un par de cervezas y permanecimos ahí
conversando acerca de la gente que estaba a nuestro alrededor, riéndonos de
ellos y de nosotros mismos mientras el alcohol iba modificando nuestra
realidad. Debido al horario en el que habíamos llegado pocas personas estaban
en el lugar: chicas y chicos modernos, algunos sujetos paranoicos y otros
bastante más eufóricos yendo y viniendo del baño. ¡Mira quien está ahí!, dijo
mi amigo. Sentados, a unos metros de distancia, se encontraban dos hombres
charlando muy animadamente y para nuestra sorpresa uno de ellos era Santiago
Barrionuevo, el muchacho del cual les hablé, el de la mirada triste y desganada.
Me invadió un sentimiento placentero al verlo mezclado con la gente que lo iba
a ver, no sé por qué pero me sentí feliz. Pero a su lado se encontraba otro
hombre, deposité mi vista en él y no pude dejar de mirarlo, era pelado, llevaba
puestos unos anteojos grandes, me
resultó casi invisible. En ese contexto, era como una especie de Robin o, peor
aún, era como un extra en la escena. Otra vez intervino mi amigo, ¿sabes quién
es el que está sentado al lado de Santiago?, no tengo la menor idea, le
contesté. Es Fabián Casas, creo que es escritor, concluyó. El momento pasó y
seguramente esa noche terminamos borrachos y no volvimos a hablar de esa escena
tan particular. Sin embrago, paso el tiempo y, como el tango, Casas parecía
estar esperándome para cambiar mi modo de percibir la vida. No voy a escribir
sobre su última novela, no quiero escribir acerca de su actividad como poeta,
quiero sí reflexionar con respecto al hecho milagroso que sucede cuando un ser
humano, a través de palabras, llega a afectar a otro de una manera tan intensa,
y esto fue lo que me sucedió al acercarme a su obra. Muchas veces me pregunté
qué es lo que lleva a una persona a escribir. ¿El dolor propio de la
existencia? ¿Tratar de comprender ese inmenso signo de pregunta que es nuestro transcurso por la vida? En fin, todos queremos
ser salvados de alguna manera. La obra de Casas está imantada por muchos
interrogantes, que, percibidos en su conjunto, parecerían esbozar o susurrar una
pequeña respuesta: seguí. Morí y reviví. Hay dolor, sí, también hay poesía. Existe
algo contradictorio que subyace constantemente en toda su obra, una pulsión
constante que está detrás de las
palabras y el lector la identifica pero no puede describirla, y es que sus
poemas emanan dolor y paradójicamente incitan al espíritu a arriesgarse. Creo
que esa “pulsión” no es otra cosa que la vida invitándonos a su casa. No puedo
evitar pensar en su literatura como práctica, pensada desde la vida y sin
separarse de ella, una especie de explosión de experiencias que luego se
desplazan por todos sus libros. En momentos de tristeza, siento la necesidad de
escuchar alguna canción que me haga sentir mejor, y entonces, una de las
preguntas que suelo hacerme es qué voy a
hacer cuando está termine. Después de leer algo de Casas, esta pregunta parece
disiparse y, sin saber el motivo exacto, un éxtasis inevitable como la muerte
invade todo mi existir, me vienen ganas de saludar a mi vecino y preguntarle
por sus hijos, abrazar a un amigo y decirle que lo quiero mucho y después
llamar por teléfono a la chica que me gusta, y que no me da bola, y recordarle
lo linda que es. La vida nos vomita dolor constantemente: todos vamos a
desaparecer. Ante esta certeza, la búsqueda de la belleza se vuelve casi un
deber. Así entendí a Casas, como un escritor de la experiencia, un vitalista
que supo espiar detrás del dolor. ¿Qué es lo que hace que una vida funcione y
avance? Tengo la sensación de que Casas siempre estuvo haciendo covers de la
filosofía en sus poemas bonsái. Buscando algo nuevo para ponerlo al alcance de
todos, e intentando que la existencia, a pesar de todo, sea un poco mejor.
HEGEL
Me pregunto si la desesperación
es igual para todos.
Si Hegel, cuando se sintió morir
se sintió realmente morir
o intuyó una síntesis implacable
más allá de su cuerpo.
De todas formas, se hace difícil
no vivir en el miedo;
conozco gente que desea ser amada
y gasta su tiempo en los flippers.
Fabián Casas
"ante esta certeza, la búsqueda de la belleza se vuelve casi un deber." me gustó, cuate. aguante bohemia.
ResponderEliminaraguante vos nico, qué bueno te haya gustado la nota. A la espera de tu material. Abrazo fraterno
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