Como todos los viernes, esa
vuelta llegué a lo de G. con la cabeza afinada. La vecina me había sermoneado
después de presenciar cómo F. rociaba con orín los malvones recién plantados
que emperifollaban la galería de entrada. La sensibilidad de la vecina hacia
los malvones, la falta de decoro de F. (a quien aquejaba la urgencia) y la
cadencia del sol de media tarde me habían despertado las ganas de estar con G.
A las doce menos cuarto arribaba a su casa.
El monoambiente en el que vivía
no era más grande que un cuarto de hotel, baño propio y entrepiso. G. adoraba
el entrepiso. Sobre la bobina que hacía de mesa descansaba una botella color
caramelo. Grande, como de litro o algo así. Erguida como una esfinge metálica
relucía, solitaria como una estatuilla de altar. El guiño de G. me anticipó lo
que vendría. Gamma-hidroxibutirato,
me dijo. ¿Qué cosa?, respondí. GHB, y continuó absorto en su lectura, sin
poder mirar hacia el costado, como un caballo con anteojeras. Le lancé un gesto
de desaprobación, pero G. no me veía. Así que me limité a inspeccionar el
envase sin etiqueta: un líquido incoloro yacía dentro, inodoro, como agua o
vodka. En un rato pasa Chummy, esclareció.
Chummy nunca me cayó del todo bien.
El timbre silbó al momento que G.
se disponía a comenzar con el ritual. Ahí
está Chummy, dijo, y tomó un pequeño embudo de un estante. Trasvasó una
pequeña cantidad de elixir líquido en un frasquito y bajó las escaleras. Todos
sabíamos que el tormento de Chummy era el insomnio. Cada temporada de vida lo
encontraba saboreando una nueva cura, un nuevo activo de la farmafia que G. se encargaba de proveer.
Tiempo después habría de conocer la “casi muerte” de Chummy con el sedante. En
un atraco de desesperación, el GHB le había pateado la parte de atrás de la
cabeza. Tres veces la dosis de su cuerpo, cinco horas de coma narcótico. No hay
cura para el insomnio.
Un parpadeo y G. ya se encontraba
de vuelta y había reanudado el ritual. Recuerdo con detalle la precisión de sus
movimientos: el líquido fluyendo a través de la cánula de un gotero gigante y
las gotas introduciéndose una a una en un vaso con agua. Unas diez gotas y el
brebaje estaba listo. De una, dijo G.,
y así lo hice. Un sabor salado se apoderó de mi lengua, luego un instante de
amargura, por último el elixir alcanzó el estómago. Salimos a caminar. Al
cuarto de hora se activó la shakti.
Un calor suave subió desde el bajo vientre y se alojó en la garganta. Las risas
brotaron a borbotones mientras andábamos la ciudad a pie, entonados, como si
hubiésemos degustado unos buenos litros de tinto. En una plazoleta nos sentamos
a conversar e intercambiar cigarros. No lo mezclamos con nada. A las horas
retornábamos al hogar, el fuego empezaba a menguar y el sueño comenzaba a
sentirse.
El calor del entrepiso activó el
mareo. Aún sonrientes, nos invadió el cansancio, resabios de un bueno pedo
amigo. Como la resaca parecía inminente optamos por lo sano y nos tendimos en
la cama, de costado y cerramos los ojos. Memorias palpables: el líquido chorreando
una y otra vez por el gotero, la precisión de los dedos de G., la exactitud de
la receta, la pizca adecuada.
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