I
Nunca nos
despedimos. Es cierto, vos me lo dijiste esa noche que nos encontramos, de
"purísima casualidad", en ese bar de la esquina de Honduras. Me
miraste de lejos, como para asegurarte de que no fuera yo, exageradamente, sin
ningún rastro de timidez, desafiante, inoportuno. Te sostuve la mirada- como
nunca antes en ese instante infinito de desconocimiento y provocación- y no te
quedó otra más que acercarte a mí. Me dijiste: "¡Qué casualidad
encontrarte acá!" -Odiabas la expresión con la que te miraba cada vez que
pronunciabas una palabra que yo no uso-. La música al palo, la transpiración
del ambiente oscuro y vos, otra vez, gritándome al oído. Es el destino, me
dijiste. Debería haberte dicho que estabas equivocado, que era un desencuentro
menos en el agotado universo de nuestros desencuentros... pero no lo hice.
II
Esa noche,
podríamos haber estado en ese bar triste de tanta alegría o en cualquier otra
parte del mundo. En una plaza de la mano o en mi cama abrazándonos. No
importaba. Me recordabas el día en que nos conocimos. Yo estaba leyendo un
libro mientras tomaba un café. Vos te sentaste en la misma mesa y me
preguntaste si podíamos compartir el libro o, en su defecto, el café. Te sonreí
por primera vez y vos te reíste cuando te dije en voz baja: alea iacta est -me
odie ese segundo-. Me contaste que estabas perdido, que tu laburo era una
mierda y que tu secreto era que amabas pintar, que tenías un gato blanco y
negro y que odiabas despertarte solo. Yo te conté que también andaba perdida,
que me faltaba paciencia y me sobraba insomnio, que el blanco y el negro eran
mis colores favoritos y que odiaba pintar. Me diste un beso tímido en la
mejilla y me susurraste al oído que no creías en el destino. Me quedé en
silencio. Yo tampoco creo, pensé en voz alta. Me miraste aturdido con una
pregunta que yo abracé y no respondí nunca. Jamás te había mentido, excepto esa
vez. Era la primera vez que no nos despedíamos. Te fuiste apurado, como si el
silencio que indica al espectador el fin de la escena, obligara también al
personaje a devolverse su máscara.
III
Viernes. Tu gato
blanco y negro, con nombre de escritor, dormía en el vacío que habías dejado en
la biblioteca. Estabas leyendo a Borges. No era difícil adivinarlo, tu
biblioteca estaba ordenada alfabéticamente. Pensé que iba a ser difícil lidiar
en tu caos invisible. Sonó el teléfono. Era la segunda vez que no nos
despedíamos.
IV
Lunes. Un mensaje de voz espera.
V
Estoy de viaje
fumando en un balcón que da a una callecita en una ciudad iluminada. Me escribiste
preguntándome si iba a volver. Te conté que había ido a la "Bocca della
Veritá" y que podía seguir usando mis dedos para encender un cigarrillo.
No prometo, te dije. Aunque estaba de vuelta de algunos de los lugares de lo
indecible.
VI
Martes. Primer
sueño en meses. Estoy en una terraza. Suena una música que no conozco. Un gato
se enreda en mis pies y luego desaparece. Veo una escalera empinada que lleva a
otro lugar. Me despierto llorando.
VII
Miércoles. Dormís
de costado. Odias verme fumar mientras leo, decís que me voy a otro mundo.
Tomás café sólo cuando viajas. Tenés un cajón con chocolates. No te analizas.
Abrazas a tu gato cuando nadie te ve. Cuando llegas a tu casa te gusta mirar el
cielo por la ventana. Te preguntas cosas que yo nunca me preguntaría.
VIII
Me escribiste en
una servilleta de papel una dirección y una fecha donde habría un libro
esperándome. Un nene, no más de 6 años, toca con su dedo mi hombro y me regala
un dibujo.
IX
El subte y la
gente, los ensayos cotidianos, el sentir que me desvanezco a cada paso, los
esfuerzos inútiles por convencerme de que quiero realmente lo que quiero. No
necesito hablar más en mi hora de análisis. Ya no soy yo. Tres semáforos en
rojo. A veces me detengo en una esquina hasta que logro devolverme mi cuerpo.
Qué mierda de todo lo que dije ahí adentro me dolió menos.
X
Jueves. Algo
perdí. Las llaves, el atado de puchos, el examen o al gato. Da igual, la
angustia es la misma.
XI
Domingo. No puedo salir de la cama. Te
escribo: tenés razón nunca nos despedimos. Me devolviste un: yo tampoco.
XII
Martes. Tenías los dedos manchados de tinta la
tarde en que llegué al departamento. La tinta borroneada bajo el agua se había
quedado impregnada. Llevabas tatuada la libertad coartada de las noches en que
el desvelo encierra en una jaula a los escritores de papel. El cristal roto
dejaba traspasar una luz aguda y penetrante que alcanzaba a delinear unos
trazos en acuarela sobre la pared. Cuando crucé el umbral del pasillo, no
advertiste mis pasos, encendiste un cigarrillo y te sentaste en el sillón rojo
que habías heredado de tu abuela. Tus ojos reflejaban ese azul grisáceo que
antecede a la tormenta. No hablaste. El silencio siempre fue tu lenguaje. El
mío, en cambio, sabía sobre la tristeza contenida en tu mirada.
XIII
Tu biblioteca desordenada. Tu búsqueda
desesperada de una letra o infinitas que funcionaran de bálsamo o de antídoto
contra el caos. El asfixiante descubrimiento de que tu vida cabía en un estante
desvencijado. Tu gato blanco y negro duerme sobre la ventana que da a otro
mundo. Me hablas sobre la tristeza irreductible.
XIV
Jueves. Unos acordes se fugan, una melodía
lejana, apenas reconocible te atrapa. Caminas por París persiguiendo tu sombra,
desembocas, algo encantado por el tumulto de gente que canta una melodía
inentendible, en una pequeña galería al otro lado del río. Un acordeón. Un pibe
ejecuta los primeros acordes de una Buenos Aires distante. El mundo debajo de
tu pies se derrumbaba mientras seguís caminando extrañado, extraño, extranjero.
Percibís la distancia que te aleja de mi a medida que la melodía se apaga. Me
despierto y te abrazo. Me devolvés un abrazo que atesoro como un gesto
silencioso de tu presencia.
XV
Lunes. "No hay soledad peor multiplicada
que estar solo en una ciudad extraña", me escribís. A pesar del reloj, a
pesar de tus palabras y el silencio. "No hay soledad peor multiplicada que
el silencio de-a-dos, te respondo. Silencio.
XVI
Lo simple es encontrar las palabras. Lo
difícil es ordenarlas y asumirlas. No importaba cuántas veces las repitiera en
mi mente, se volvían temibles apenas esbozaba la idea de susurrarlas en tu
oído. Nos une este silencio cómplice.
XVII
¿Te acordás la noche que fuimos a bailar
tango?, me preguntaste una tardecita en San Telmo. Si, odié esa noche, te
respondí. Te reíste y agregaste, que la había odiado porque detestaba pisarte
los pies. Me reí. Y luego callé. Tenías razón, esa tarde me sentí descubierta
en mi silencio. Esa misma noche también supe sobre tu ausencia y mi cansancio.
XVIII
Preparas la cena. Mientras compartimos la
cocina, tu gato con nombre de escritor maulla y se desliza entre tus pies.
XIX
Domingo. Tu ausencia se hace presencia.
XX
Te extraño. No quiero verte.
XXI
Me escribís: quizás, lo simple llegue a
destiempo para los que callamos las palabras que tememos.
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