viernes, 5 de agosto de 2016

Diarios, por María Cecilia Speranza


I

Nunca nos despedimos. Es cierto, vos me lo dijiste esa noche que nos encontramos, de "purísima casualidad", en ese bar de la esquina de Honduras. Me miraste de lejos, como para asegurarte de que no fuera yo, exageradamente, sin ningún rastro de timidez, desafiante, inoportuno. Te sostuve la mirada- como nunca antes en ese instante infinito de desconocimiento y provocación- y no te quedó otra más que acercarte a mí. Me dijiste: "¡Qué casualidad encontrarte acá!" -Odiabas la expresión con la que te miraba cada vez que pronunciabas una palabra que yo no uso-. La música al palo, la transpiración del ambiente oscuro y vos, otra vez, gritándome al oído. Es el destino, me dijiste. Debería haberte dicho que estabas equivocado, que era un desencuentro menos en el agotado universo de nuestros desencuentros... pero no lo hice.

II

Esa noche, podríamos haber estado en ese bar triste de tanta alegría o en cualquier otra parte del mundo. En una plaza de la mano o en mi cama abrazándonos. No importaba. Me recordabas el día en que nos conocimos. Yo estaba leyendo un libro mientras tomaba un café. Vos te sentaste en la misma mesa y me preguntaste si podíamos compartir el libro o, en su defecto, el café. Te sonreí por primera vez y vos te reíste cuando te dije en voz baja: alea iacta est -me odie ese segundo-. Me contaste que estabas perdido, que tu laburo era una mierda y que tu secreto era que amabas pintar, que tenías un gato blanco y negro y que odiabas despertarte solo. Yo te conté que también andaba perdida, que me faltaba paciencia y me sobraba insomnio, que el blanco y el negro eran mis colores favoritos y que odiaba pintar. Me diste un beso tímido en la mejilla y me susurraste al oído que no creías en el destino. Me quedé en silencio. Yo tampoco creo, pensé en voz alta. Me miraste aturdido con una pregunta que yo abracé y no respondí nunca. Jamás te había mentido, excepto esa vez. Era la primera vez que no nos despedíamos. Te fuiste apurado, como si el silencio que indica al espectador el fin de la escena, obligara también al personaje a devolverse su máscara.

III

Viernes. Tu gato blanco y negro, con nombre de escritor, dormía en el vacío que habías dejado en la biblioteca. Estabas leyendo a Borges. No era difícil adivinarlo, tu biblioteca estaba ordenada alfabéticamente. Pensé que iba a ser difícil lidiar en tu caos invisible. Sonó el teléfono. Era la segunda vez que no nos despedíamos.

IV

Lunes. Un mensaje de voz espera.

V

Estoy de viaje fumando en un balcón que da a una callecita en una ciudad iluminada. Me escribiste preguntándome si iba a volver. Te conté que había ido a la "Bocca della Veritá" y que podía seguir usando mis dedos para encender un cigarrillo. No prometo, te dije. Aunque estaba de vuelta de algunos de los lugares de lo indecible.

VI

Martes. Primer sueño en meses. Estoy en una terraza. Suena una música que no conozco. Un gato se enreda en mis pies y luego desaparece. Veo una escalera empinada que lleva a otro lugar. Me despierto llorando.

VII

Miércoles. Dormís de costado. Odias verme fumar mientras leo, decís que me voy a otro mundo. Tomás café sólo cuando viajas. Tenés un cajón con chocolates. No te analizas. Abrazas a tu gato cuando nadie te ve. Cuando llegas a tu casa te gusta mirar el cielo por la ventana. Te preguntas cosas que yo nunca me preguntaría.

VIII

Me escribiste en una servilleta de papel una dirección y una fecha donde habría un libro esperándome. Un nene, no más de 6 años, toca con su dedo mi hombro y me regala un dibujo.

 IX

El subte y la gente, los ensayos cotidianos, el sentir que me desvanezco a cada paso, los esfuerzos inútiles por convencerme de que quiero realmente lo que quiero. No necesito hablar más en mi hora de análisis. Ya no soy yo. Tres semáforos en rojo. A veces me detengo en una esquina hasta que logro devolverme mi cuerpo. Qué mierda de todo lo que dije ahí adentro me dolió menos.

X

Jueves. Algo perdí. Las llaves, el atado de puchos, el examen o al gato. Da igual, la angustia es la misma.

XI

Domingo. No puedo salir de la cama. Te escribo: tenés razón nunca nos despedimos. Me devolviste un: yo tampoco.

XII
Martes. Tenías los dedos manchados de tinta la tarde en que llegué al departamento. La tinta borroneada bajo el agua se había quedado impregnada. Llevabas tatuada la libertad coartada de las noches en que el desvelo encierra en una jaula a los escritores de papel. El cristal roto dejaba traspasar una luz aguda y penetrante que alcanzaba a delinear unos trazos en acuarela sobre la pared. Cuando crucé el umbral del pasillo, no advertiste mis pasos, encendiste un cigarrillo y te sentaste en el sillón rojo que habías heredado de tu abuela. Tus ojos reflejaban ese azul grisáceo que antecede a la tormenta. No hablaste. El silencio siempre fue tu lenguaje. El mío, en cambio, sabía sobre la tristeza contenida en tu mirada.
XIII
Tu biblioteca desordenada. Tu búsqueda desesperada de una letra o infinitas que funcionaran de bálsamo o de antídoto contra el caos. El asfixiante descubrimiento de que tu vida cabía en un estante desvencijado. Tu gato blanco y negro duerme sobre la ventana que da a otro mundo. Me hablas sobre la tristeza irreductible.
XIV
Jueves. Unos acordes se fugan, una melodía lejana, apenas reconocible te atrapa. Caminas por París persiguiendo tu sombra, desembocas, algo encantado por el tumulto de gente que canta una melodía inentendible, en una pequeña galería al otro lado del río. Un acordeón. Un pibe ejecuta los primeros acordes de una Buenos Aires distante. El mundo debajo de tu pies se derrumbaba mientras seguís caminando extrañado, extraño, extranjero. Percibís la distancia que te aleja de mi a medida que la melodía se apaga. Me despierto y te abrazo. Me devolvés un abrazo que atesoro como un gesto silencioso de tu presencia.
XV
Lunes. "No hay soledad peor multiplicada que estar solo en una ciudad extraña", me escribís. A pesar del reloj, a pesar de tus palabras y el silencio. "No hay soledad peor multiplicada que el silencio de-a-dos, te respondo. Silencio.
XVI
Lo simple es encontrar las palabras. Lo difícil es ordenarlas y asumirlas. No importaba cuántas veces las repitiera en mi mente, se volvían temibles apenas esbozaba la idea de susurrarlas en tu oído. Nos une este silencio cómplice.
XVII
¿Te acordás la noche que fuimos a bailar tango?, me preguntaste una tardecita en San Telmo. Si, odié esa noche, te respondí. Te reíste y agregaste, que la había odiado porque detestaba pisarte los pies. Me reí. Y luego callé. Tenías razón, esa tarde me sentí descubierta en mi silencio. Esa misma noche también supe sobre tu ausencia y mi cansancio.
XVIII
Preparas la cena. Mientras compartimos la cocina, tu gato con nombre de escritor maulla y se desliza entre tus pies.
XIX
Domingo. Tu ausencia se hace presencia.
XX
Te extraño. No quiero verte.
XXI
Me escribís: quizás, lo simple llegue a destiempo para los que callamos las palabras que tememos.


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