lunes, 31 de octubre de 2016

"El discurso vacío" (prólogo), por Mario Levrero





Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco. 
Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que 
también soy yo, y no encuentro. 
Aquello que aparece porque sí, brilla un instante 
y luego se va por años y años. 
Aquello que yo también olvido. 
Aquello próximo al amor, que no es exactamente amor; 
que podría confundirse con la libertad, 
con la verdad, con la absoluta identidad del ser, 
y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras 
pensado en conceptos 
no puede ser siquiera recordado como es. 
Es lo que es, y no es mío, y a veces está en mí 
(muy pocas veces); y cuando está, 
se acuerda de sí mismo 
lo recuerdo y lo pienso y lo conozco. 
Es inútil buscarlo; cuanto más se le busca 
más remoto parece, más se esconde. 
Es preciso olvidarlo por completo, 
llegar casi al suicidio 
(porque sin ello la vida no vale) 
(porque los que no conocieron aquello creen que la vida no vale) 
(por eso el mundo rechina cuando gira). 

Este es mi mal, y mi razón de ser. 




22 de diciembre de 1989 

Mario Levrero

(Prólogo al  
"Discurso vacío")

viernes, 28 de octubre de 2016

Matabas piojos, por Osvaldo Bossi







Matabas piojos
golpeando dulcemente
la parte de atrás de tu cabeza
contra el respaldar de la cama.

Matabas la sed con vino tinto
preferentemente en cajitas de cartón
y grandes jarras de cerveza
como un cowboy en la taberna
en el desierto de Oklahoma.

Matabas el deseo
como un animalito alegre, tierno
profundamente agradecido,
y al hambre lo matabas
cada vez que podías,
pero resucitaba a las dos horas
y había que volver a darle con un mortero
una bazuka, lo que fuera…
pero igual volvía a reclamarte
su parte en esta vida.

Matabas el amor con más amor,
como si vivieras adentro
de una telenovela,
y al tiempo lo matabas durmiendo
o dando vueltas toda la noche,
todo el santo día por ahí,
tus negros
bellos ojos por ahí, medio drogado,
medio entregado pero nunca
sometido, con esa alegría a prueba
de terremotos, miseria, soledad, incendios
que doblegaba las horas
y las hacía cantar.

















Tomado de "Casa de viento", Editorial Nudista (2011)

miércoles, 26 de octubre de 2016

Cine hacia 1998, por Javier Fernández Paupy









Estoy en el balcón. El sol me da en la frente. No sé qué hora es. Es domingo. Sé quién soy y dónde estoy. Sé que esa bola negra de pelos que está al lado mío es Cine, la perra que vive con nosotros. Se llama así por las siglas de una canción: Cogida, insegura, neurótica, emocional. Tengo que sacarla a pasear. Pero antes voy a dar una vuelta. Salgo solo a la calle. Cuando vuelvo me quedo mucho tiempo viendo, desde el balcón, pasar gente por las veredas. Veo, en el edificio de enfrente, el piso que siempre miro desde mi cama a la noche antes de quedarme dormido. Ahora sí sé qué hora es. El sol ya bajó. Está empezando a refrescar: Pienso en el futuro. Todavía no saqué a Cine. Nunca parece apurada por salir. Ahora duerme. Voy a dar otra vuelta, a caminar un rato. Fumo algo. Me encuentro con unas personas. Hablamos cosas sin importancia. Ahora estoy de vuelta. Quiero dormir, descansar un poco. Estoy solo, todos se fueron. Menos la perra. Y todavía no la saqué a pasear.




























Tomado de "El triángulo de la Merluza", año 2, N° 5 ("La poesía está en la calle"), Agosto 2015.

lunes, 24 de octubre de 2016

Lo que hay que saber, por Charles Bukowski








Van Gogh se cortó una oreja
y se la dio a una
puta
que la tiró
extremadamente
disgustada.

Van, las putas no quieren
orejas
quieren
dinero

supongo que ésa es la razón
por la que fuiste un pintor
tan grande:
no entendías
muchas cosas
más.




























viernes, 21 de octubre de 2016

Una visita del gobierno, por Fabio Aguirre







Alguien debió desinteresar el carácter de una casa sin vida y estática, y concebirle dudas a Aguirre para que considere su hogar como un buen hábitat para alguna plaga de ciudad. A todo esto, cuando oyó luego de que su pregunta fuese contestada, con la más sincera de las voces aireadas por pulmones consumidos en alquitrán, lo dejó pensativo al sentir al exterminador tratar de entrar de un empujón por la puerta, se detuvo sin pestañear en la puerta, expectante a que todo eso fuese un sueño. Pero siempre la tiende a dejar bajo llave. Ya le había pasado de despertar en altas horas de la madrugada y ver, entre la oscuridad de la habitación y el amarilleo de las luces de la ciudad, unas figuras plasmadas con sus sombras a través de la opaca luz de un faro durmiente, caminando cautelosos sobre el piso del cuarto. Cuando ellos, al ver a Aguirre despierto y tranquilo, todavía sumido en algún sueño maravilloso, simplemente se retiraban sin ningún grito, ni caos, cerraban la puerta delicadamente y ese sonido lo volvía a la almohada como un eco espectral. Pero está vez ya está despierto y parado al frente de la puerta.

-¿Exterminador? Yo no llamé a ningún exterminador. Se habrá equivocado –dijo nervioso Aguirre.
-Tengo el recibo para una cita, en esta mañana, precisamente a esta hora, en el 14 “A” de la calle Luján 2043. La computadora nunca falla en estas citaciones –le dijo el exterminador, su voz se fue apagando al chocar con la puerta.
-No he visto ninguna artimaña en esta casa. Y siempre estoy viendo mi habitación con detenimiento, a veces tengo largos periodos de letargo. Usted debe saber cómo es esto.
-¿Esto no es una oficina?

Hace años un renombrado abogado trabajaba acá. “O la gente se ha cansado de echarle la culpa a los demás de su propia desdicha, o ya han pasado varios años que ningún profesional ejerce en este edificio tomado por fantasmas”, le dijo Aguirre con ironía al exterminador, éste sigue del otro lado de la puerta.
-Tengo una citación del gobierno, no puedo no hacer mi trabajo –nuevamente, con ímpetu de entrar, dijo el exterminador.
-No se lo estoy prohibiendo, solo le digo que acá no hay ninguna plaga.
-De igual modo, tengo que verificar para asegurarme y fichar en mi libreta de la inspección, luego podré irme, sin antes también precisar su firma para corroborar mi asistencia al lugar.
Aguirre se resignó a la idea que no se iría al menos que lo dejara entrar y terminar con todo esto. Se ha enterado, hasta quizá visto sin la intención de verlo, el trabajo de los empleados del gobierno, y su modo de intervenir con la mayor plenitud ética de su enfermedad. Son sanguinarios y si pueden robarte lo harán sin titubeos. Le han contado incluso como hacen maniobras: “se necesita fumigar, tendrán que irse por, al menos, cinco días”, o cosas por el estilo. Y ahí es cuando se roban hasta las medias del traje que costosamente uno compró para ir a alguna entrevista de trabajo. Aquel traje y medias recompensan los ojos dilatados y las ojeras que caen como bolsas negras de basura.  
-Quiero ver su identificación –esperó Aguirre con el ojo en la rendija cromada que transparenta el otro lado de la puerta.
-Vamos, no tengo tiempo que perder, sólo vine a ser mi trabajo –Aguirre lo escuchó, pero no dijo nada.
-Lo dejé en la camioneta… ahora la traigo…
Resignado, dio medio vuelta y dio el primer paso.
-Espere, está bien…
Aguirre giró la llave, y abrió la puerta. El hombre agarró sus instrumentaría de trabajo cuando Aguirre hizo girar la llave, es una caja metálica y polvorienta. Un poco de sol que entra del pasillo relame diminutos puntos luminosos que levita entre la luz y la oscuridad del edificio. 
-Gracias.
-Pase.
Entró y se paró en el pie de la puerta, primero miró el techo, luego el piso y las paredes detenidamente. Aguirre, segundos antes de abrir completamente la puerta, vio al exterminador mirar con indignación la porción que encierra la pared y la puerta abriéndose, vio entonces cantidades de mosquitos aplastados en la pared, manchitas rojas que simulaban un cielo cromado de estrellas volátiles. El exterminador, ya adentro completamente, seguía mirando la pared horizontal a la puerta, también hay huellas de unas manos, seguramente dedos del mismo Aguirre cuando solía caerse desmayado por el calor, caminaba unos pasos viendo estruendos amarillos en el panorama, no podía sostenerse, y ahí las huellas perdidas en la pared intentando sostenerse incluso de su propia sombra. 
-¿Vive sólo? –preguntó entonces el exterminador volviendo su mirada hacia delante. 
-¿Tiene que ver algo con el trabajo de fumigación?
-Puede ser, pero en este caso es inverosímil. 
-¿Por dónde quiere empezar? –Aguirre apuró la situación. Ya no soportaba la presencia de alguien y de hablar de cosas efímeras, efímeras para él.
-Por la cocina –acotó el exterminador. 
-Por acá.
El consumo de cosas no es una obsesión para Aguirre, tiene lo necesario para vivir en la ciudad, hay más palabras que metales, más amor en esas cartas que el odio que se dispersa por el pavimento. Al pasar por el patio, el exterminador mira sus pisadas en las lágrimas de concreto.
-¿No barre?
-Todos los días, pero hoy se me olvidó, me he despertado hace no mucho –Aguirre presumió de su miserias, refregándose los ojos–. ¿Si hubiera algún extraño animal no se notaría en las cenizas?
-Barré todos los días… ¿No ha notado nada raro?
-Creo que no.
-Lo supuse.
-¿Qué cosa?
-No estaba mirando con detenimiento su casa… mire, un pedazo de pan, ¿ve las marcas de los dientes?
-Eso puede ser cualquier cosa, se me pudo haber caído a mí, en alguna cena y lo pasé por alto.
-Puede ser cualquier cosa.
-¿Se está burlando de mí?
-Es una posibilidad señor, pero no lo quiero asustar pero por estas zonas se están denunciando una plaga de roedores bastantes grandes.
-¿Cómo?
-A la vuelta de acá encontramos a una de esas cosas, justo esa casa termina en el lado próximo a su balcón, son muy hábiles trepando paredes.
-Le vuelvo a decir, no he visto ni oído nada raro más que mis pensamientos.
-No se resigne en todo lo que puede ver en la luz.
Aguirre no entendió con precisión lo que trató de decir el hombre, al menos pensó en que sería estúpido hablarlo con él, ya no ve en los días, es ver siempre, cerrados, abiertos ya. No hay más que obsoletas situaciones en la luz, es lo que tanto nos dijeron y lo que nos dieron, nos dieron a elegir y nos llenaron de cosas, cosas que ni siquiera pedimos. En la oscuridad es donde todo se ve con nitidez y con cierto misterio hacia las cosas. Ciertamente uno está más apegado a lo que siente y no de lo que piensa, o eso cree Aguirre. 
-Las alcantarillas, ¿dónde están?
-Hay una debajo de la pileta y otra debajo de la escalera.
Aguirre, encorvándose, le mostró con un dedo la dirección de las bocas, el exterminador con gracia se acercó y se agachó, parece acercar la cara, la nariz mejor dicho. Sacó las pequeñas rejas de chapa y con una linterna, que agarró del bolsillo de su camisa, alumbró la profundidad de las cuencas pestilentes. Acercó la nariz aun más, pareció oler algo que le recordaba a ese animal, lo cual hizo un gesto raro con su cara.
-Ese olor.
-¿Qué olor?
-Es la época de cuando se celan, y emanan ese olor seco e incluso dulce con la orina. 
-No es muy preciso en lo que dice, ni siquiera me dijo que especie es.
-Aun no puedo decirle nada al respecto.
-Viene acá, sin ninguna llamada mía, se burla de mi forma de vida y no me da ninguna seguridad si hay algo dentro de mi casa, lo cual lo dudo mucho… ¿Qué quiere de mí?
-No quiero estorbar en su vida, pero estos signos son los primordiales para saber que ese animal está acá… y sus actos son síntomas que me dan a entender que puedo hacerle creer de lo que realmente existe acá
-Eso es lo que importa, pero nada prueba que pueda respaldar lo que dice. 
El hombre se enderezó y se acercó a Aguirre, su traje azul lleno de suciedad, con sus lentes claros, y su cara oxidada, su piel rasgada por el tiempo, parece agrandarse con la sombra, lo miró serio, la mirada sin expresión.
-Yo no juego con estas cosas, yo hago mi trabajo lo más profesionalmente posible y con el sentido común de una vida en la pestilente urbanización. Y estoy en lo correcto en la afirmación que por acá pasó uno de esos animales.
-¿Pasó?
-Sólo entran a las casas en busca de comida, luego vuelven a sus nidos en las callejuelas bajas de la ciudad, nunca se quedan días enteros, por eso le digo que no importa cuánto tiempo pase mirando la habitación, son animales rápidos e inteligentes.
-¿Usted dice que debo de tener un gato para estos casos? Son de mi agrado, pero a veces siento que me dejan sólo y desespero inútilmente.
-Un gato no podrá hacer nada contra ellos.
-¿Son más inteligentes y capaces que los gatos?
-Están más adaptados a escapar y escabullirse, no son de enfrentarse con otros animales, por eso han desarrollado con eficacia sus modos de huidas en situaciones que sienten que son arrinconados.
-Me sorprende que me diga todo esto, y yo aun sin cuidado, tampoco entiendo la razón de su existencia en mi casa, aun así, nunca vi unos de esos animales en los rutinarios y estáticos días. Nada me ha falta porque, claro está, que acá no hay mucho para hacer, sólo ese pan en el suelo y su nariz que huele un olor que sale de la alcantarilla. 
-Usted debe entender, y esto es otra forma de envolverse que tienen estos animales: ni siquiera, cuando pasan por las casas, en ciertas oportunidades, paran a comer o para esconder cosas, igual veo que incluso usted se esconde las cosas para no verlas por días enteros –el exterminador echó una mirada a los cuadernos personales de Aguirre tirados atrás de un mueble que yace en unas de las paredes de la habitación principal–. Como decía, estos animales tienden también a vivir en las casas, y encontrar a uno en cualquier noche le dirán que no le hará nada, sólo buscan la comodidad del silencio para reflexionar sobre la vida de su propio portador. Han sido como espejos para otros damnificados. 
-Esto es inaudito. Ahora resulta que estos roedores son seres pensantes –Aguirre se agitó pero no para levantar la voz, sino que fue un grito de disgusto al ver algo en la oscuridad que no logró percibir con totalidad. Se sintió desmayarse, pero un aire claro lo renovó nuevamente, cuando vio al exterminador dirigir su indignación al techo de la cocina. 
-Veo que tiene el techo rebajado… ¿Humedad?
-La cocina y una de las habitaciones. Más arriba está el techo de yeso, pero si, está carcomido por la humedad.
-Por esos huecos pudieron haber entrado… mire, ¿ve allá? Esa madera sobresale de todas las demás, pudo haber bajado por ahí y luego colocar de nuevo la porción de madera recta del techo, nadie sospecharía nada. Y el pan también debió de ser un truco de él. Para confundirme y, naturalmente, a usted también. 
Hace unos minutos creyó Aguirre que simplemente estaba sólo en la habitación, y que todo este tiempo su pensamiento fue malgastado hasta estrellarse contra las paredes y rebotar y llegar nuevamente a él, pero en esta ocasión, golpearon tan fuerte que se resignó a pensar. Muchas veces pensó de lo que puede llegar a ser, de igual muy dentro de él se dice: el futuro no conduce a nada, no hay camino en su tiempo, y pienso en lo que haré cuando esté aún más sólo, abandonado nuevamente en la vera del camino del único tiempo que pasa indiferente a la brisa del viento, que hace que respire y que salga del bloque que me encierra majestuosamente en mí, me gusta la inclinación de un árbol cuyo ruido no oigo, es una señal de que más arriba el viento no desespera.
-Me ha dejado sin habla, quizá…
-Mire, hay rastro de orina debajo de la mesa… ¿ve ahí? ¿Ese líquido amarillo oscuro?
-Se confunde con el color del piso… entonces… si hay un animal dentro de mi casa.
-No se preocupe, tengo los instrumentos adecuados para matarlo.
-¿Lo va a matar?
-Eso lo que hacemos.
-Claro.
Y el exterminador se dirigió hacia  sus instrumentos y sacó una vara, de un metro, con un gancho en una de las puntas.
-¿Qué va a hacer con eso?
-Siempre, los hombres, buscan en todos lados menos debajo de su propia cama. En el mismo lugar de su lecho. Lo cual es tan simple como despertar en las mañanas y caer del susto con la vista dibujada en la oscuridad.
Hay qué saber el lugar donde desaparecemos conscientemente en las noches, al no llegar a pensarlo, quizá, pueda uno despertarse otra vez en alguna pesadilla, o en su defecto, no dormir. ¿Dónde está el lecho de su sueño?
En un momento, Aguirre se opuso a su petición, no dijo nada, el exterminador lo miró ausente, esperando algo que lo guiara a su destino. Entonces Aguirre se encaminó hacia su cuarto, el hombre lo siguió en silencio. Prendió la luz, una neblina azul apareció un momento con la reacción continua de la electricidad, luego se quemó en las miradas. Las paredes blancas, una mesa con una máquina de escribir, papales arrugados condecoran la superficie de la mesa. La cama desordenada, y para finalizar las reliquias dolorosas, una maseta con un pequeño malvón de flores rojas claras. El exterminador sonrió con desdén, se agachó al costado de la cama, y penetró la vara en la oscuridad de la profundidad y agitó la mano, luego empezó a gruñir, pasaron varios segundos, y fue disminuyendo la velocidad hasta detenerse por completo, dejó caer su mano sobre el suelo, también la vara cayó, y suspiró.
-Al parecer no hay nada… o ya ha hablado con usted… no, no hay nada.
Simplemente dijo confuso y titilante, y se paró, se alejó hasta la puerta de entrada donde están sus pertenencias, guardó la vara, alzó sus instrumentos sobre sus hombros. Aguirre pensó, sin pensar, sobre lo último que dijo el exterminador. ¿Hablar con quién? Pero no dijo nada al respecto ya que se sintió más aliviado que el exterminador estaba a punto de retirarse. Pero…
¿Eso es todo? Con ese magistral discurso de un ser consciente de sus actos y fallas ¿sólo es posible encontrarlo, ahora, debajo de la cama? Aguirre estuvo durmiendo hasta cuando escuchó el primer golpe en la puerta del mismo exterminador. Si existiera ¿dónde se habría metido cuando Aguirre flaqueó sus defensas despierto? ¿Habrá plantado todas las pruebas cuando Aguirre resistió en la puerta con el exterminador al llegar éste? ¿Concluyó, fielmente, a darle a entender al propio exterminador, con todas sus pruebas, qué su presencia era lo que realmente no existía más que una aproximación a su figura actual. La cual podría estar debajo de la suela del propio pie de Aguirre, ahora expectante, esperando que el exterminador se retirara de su zona segura?
-Tiene que firmar aquí.
Aguirre se acercó, inventó alguna firma extraña, y le devolvió la lapicera.
-Le llegará el recibo del acta que dicta mi trabajo en el domicilio.
-Está bien.
-Disculpe las molestias.
-Por favor.
-Hasta luego.
-Adiós.
Cerró la puerta. Se recostó contra la pared, agitado de todo lo que había pasado y de lo qué ha dicho el exterminador, sintió desmayarse nuevamente, entonces todo le cerró por completo, y la puerta del baño rechinó y unos dedos huesudos aparecieron en el blanco de la puerta, luego una nariz en forma de monte, y sus ojos oscuros, grandes parpados que caen hasta sus pómulos, se sostiene de sus dos patas traseras, su andar es hipnótico, su lengua es gris y no posee dientes fuertes, su voz es estridente, tal como los zafiros de los candelabros que cuelgan en la ráfaga de fuego que incinera la fricción de los autos mutilándose, y también apoyado en la pared, del susto, aquel ser abrió los labios:
-Tienes suerte que el exterminador no sepa que eres diferente a todos, y que nunca duermes, sólo sueñas, sin dormir, y que ese sentimiento te empuja hasta la profundidad de tu cama, que de algún modo te tira de ella sin despegarte de las sabanas que atrapan tus sueños. Escondido luego en alguna pesadilla, vuelves a ver por la ventana que ahora se despega de la pared hasta caerse en un paisaje tenue, una primavera oxidada es lo que se ve, y un sol que dentro de tus ojos no refleja el despertar de tus días.
Aquella alimaña rió, estuvo buen rato mostrando sus dientes hasta que Aguirre también rompió en risa, en parte ingenua y en parte estremeciéndose.





































domingo, 16 de octubre de 2016

La abuela, por Marco Castagna







Ahora tengo todos estos recuerdos y la memoria de tu abuela en el geriátrico. Hace un tiempo fui a visitarla y ahí estaba aturdida por el televisor, dueña de una resistencia autista. Traté de mirarla a los ojos y cuando lo hice me hundí como en una copa de vino. Pienso en la felicidad de tu abuela cuando vas a visitarla, en tu perfume barriendo con el olor a desinfectante del lugar,  en cómo le inundas la boca con yogurt fresco. Cuando fui a visitarla y traté de hablarle más fuerte que el ruido del televisor, me confundió con un enfermero o con el chico de la limpieza. El televisor con el sonido al palo y los ancianos catatónicos con la mirada puesta en otra parte. Los ojos de tu abuela a veces parpadean distinto, en un brillo intermitente. En ese tiempo eras lo único que tenía y solo me quedaba visitarla a ella para sentirme cerca tuyo. Un pedazo de vida sujetado a la tierra, dando bandazos y a la intemperie.  























viernes, 14 de octubre de 2016

Mi vida en un momento robado, por Bob Dylan







Duluth es una ciudad minera de Minnesota
construida sobre un acantilado rocoso que lleva al lago Superior.
Yo nací allí -mi padre nació allí-,
mi madre procede de la Cordillera del Acero más al norte.
La cordillera del acero es una larga hilera de ciudades mineras
que comienza en los Grandes Rápidos y termina en Eveleth.
Todavía era pequeño cuando nos mudamos a Hibbing para vivir
con los parientes de mi madre.
Hibbing tiene la mina al raso más grande del mundo
Hibbing tiene escuelas, iglesias, abacería y una cárcel,
se juegan partidos de fútbol entre colegios superiores y tiene un cine
Hibbing tiene coches preparados que corren a todo meter
los viernes por la noche.
Hibbing tiene bares en las esquinas con bandas de polka,
puedes ponerte en un extremo de la ciudad en la calle principal
y ver claramente los límites de la ciudad en el otro extremo.
Hibbing es una buena ciudad,
huí de ella a los 10, 12, 13, 15, 15½, 17 y 18 años
fui cogido y devuelto allí todas las veces menos una
escribí la primera canción para mi madre y la titulé "A mi madre".
La compuse en quinto grado y el profesor me dio un notable.
Empecé a fumar a los once años y sólo lo dejé una vez
para recobrar el aliento.
No recuerdo que mis padres fueran muy cantarines
al menos no recuerdo haber compartido canciones con ellos.
Más tarde fui a la Universidad de Minnesotta
con una falsa beca que nunca tuve.
Estuve en la clase de ciencias y me suspendieron por negarme a
contemplar cómo muere un conejo.
Me expulsaron de la clase de inglés por poner palabrotas
en un papel describiendo al profesor.
También fracasé en la clase de comunicación por llamar por teléfono
todos los días por decir que no podía ir.
Lo hice bien en español más que nada porque ya lo sabía de antemano.
Para advertirme, me admitieron en un club de estudiantes
me dejaron vivir allí y así lo hice hasta que quisieron que me asociara.
Me mudé por dos noches a un apartamento de dos habitaciones
con dos chicas de Dakota del Sur.
Crucé el puente hacia la calle 14 y me trasladé a una habitación encima
de una librería que también vendía malas hamburguesas,
camisas de baloncesto para sudar y estatuas de perros dogos.
Me enamoré apasionadamente de una actriz que me dio un rodillazo
en las tripas y acabé en la orilla del río Mississippi
con una decena de amigos en una casa ruinosa bajo
el puente de la Avenida Washington al sur de Seven Corners.
Este es más o menos un resumen de mi vida universitaria.
Después hice auto-stop hasta Galveston, Tejas en
cuatro días, tratando de encontrar a un viejo amigo, cuya madre
me abrió la puerta de alambre y me dijo está en el ejército,
cuando se cerró la puerta de la cocina
ya estaba atravesando California -casi en Oregón-
en los bosques encontré una camarera que me recogió
y me dejó en algún lugar de Washington.
Fui bailando todo el camino desde los festivales indios de Gallup,
Nuevo Méjico, al Madri Grass de Nueva Orleans, Louisiana.
Con el pulgar al viento, los ojos adormecidos, el sombrero vuelto
y la cabeza dándome vueltas
vagué a la deriva aprendiendo nuevas lecciones
me fabriqué mi propia depresión,
subí a trenes de carga por divertirme
y fui aporreado por diversión.
Corté césped por veinticinco centavos
y canté por diez.
Hice auto-stop en las autopistas 61-51-75-169-66-22
Gopher Road, la Ruta 40 y la autopista de peaje Howard Johnson.
Me encerraron por sospecha de robo a mano armada,
me arrestaron durante cuatro horas acusado de asesinato
me sacudieron por tener el aspecto que tengo
y nunca hice nada de eso
en algún lugar me tomé el tiempo necesario
para empezar a tocar la guitarra
en algún lugar me tomé el tiempo necesario para aprender a cantar
en algún lugar me tomé el tiempo necesario para aprender a escribir,
pero no me tomé el tiempo necesario para hacer todas esas cosas
cuando me preguntan
por qué y dónde empecé, sacudo la cabeza,
muevo los ojos y me alejo confundido.
De Shreveport llegué a Madison, Wisconsin
en Madison llenamos un Pontiac de cuatro puertas con cinco personas
y salimos disparados hacia el Este y
a las 24 horas todavía íbamos por el Túnel de Hudson
salimos de una tormenta de nieve, dijimos adiós
a los otros tres y seguimos hacia MacDouglas Street
con cinco dólares entre los dos pero no éramos pobres.
Yo tenía mi guitarra y mi armónica para tocar
y él las ropas de su hermano para empeñar
en una semana, él regresó a Madison mientras yo me quedaba para
pasar todo el invierno yendo del Lower East Side
al Gerde’s Folk City.
En mayo, hice auto-stop hacia el Oeste y tomé equivocada la autopista
de Florida, desesperado y cansado me apresuré de vuelta a
Dakota del Sur a costa de mantener despierto todo el día a un conductor
de camión y cantar una noche en Cincinatti.
Visité a un viejo amigo en Sioux Falls y me desanimó
me desgarró e hirió duramente ver lo poco que teníamos que decirnos.
Volví a Kansas, Iowa, Minnesota, visitando a
viejos camaradas y a las chicas de los primeros escarceos y
empecé a darme cuenta de que mi camino y el suyo
eran muy distintos.
Me encontré de nuevo en Nueva York a mediados del
verano, viviendo en la Calle 28 con gente amable,
honesta y muy trabajadora que se portó muy bien conmigo.
Me mencionaron en el "Times" después de tocar en otoño
en el Gerde’s Folk City.
Grabé para la Columbia después de salir en el "Times"
y aún no puedo encontrar tiempo para regresar y ver por qué y dónde
empecé a hacer lo que estoy haciendo.
No puedo decirte quienes influyeron en mí porque fueron demasiados
para mencionarlos a todos y podría olvidar a alguno
y eso no sería justo.
Woody Guthrie, seguro.
Big Joe Williams, claro,
pero, ¿y esas caras que no volvemos a encontrar
y las curvas y las esquinas y los atajos
que se perdieron de vista y quedaron atrás.
Y los discos que sólo oíste una vez,
y el aullido del coyote y el ladrido del perro dogo,
y el maullido del gato y el mugido de la vaca,
y el lamento del pitido del tren?
Abre los ojos y los oídos y quedarás influenciado
y no hay nada que puedas hacer.
Hibbing es una buena ciudad.
Huí de ella a los 10, 12, 13, 15, 15½, 17 y 18 años,
fui cogido y devuelto allí todas las veces menos una.









martes, 11 de octubre de 2016

My dear Kong, por Omar Requena Medina






La explatinada rubia concedió su última entrevista, a condición de que fuese publicada sólo después de su muerte. Sería absolutamente sincera, advirtió. A mí, me sorprendió un poco esa repentina hambre de notoriedad, sobre todo tratándose de una persona que ya había probado calar nuevamente en el gran público, sin éxito, durante mucho tiempo.

Vivía en una modesta casita de Albany, rodeada de gatos y pilas de discos que ya no escuchaba (“es que el swing se oye con el cuerpo entero y a mi edad ya no puedo bailar, usted sabe”) En las paredes sucias y descascaradas podían verse fotografías de la mujer en sus años gloriosos, luciendo mallas brillantes, trajes de terciopelo ceñidos a un cuerpo esbelto, hermoso, bien proporcionado. Una talentosa bailarina, aspirante a los mejores espectáculos de Broadway hasta esa aventura que cambiaría su vida para siempre. En un punto de su relato, hizo una pausa para ofrecer café o dulce de membrillo. Me decanté por lo primero.

Pero no debía perder el tiempo. El editor fue claro al pedirme que abreviara en la medida de mis posibilidades y me largara de allí si la conversación con la anciana resultaba un fiasco. Nada de fotografías; o apenas una para acompañar el texto y listo, volver inmediatamente al periódico. Entonces moví los hilos de la charla para conseguir que la viejecita se soltara. Era muy hábil. Descubría mis intentos y daba largos rodeos como venganza. Pese a mi experiencia profesional me sentí azorado, cosa que divertía muchísimo a la mujer. Sin embargo, mi instinto me decía que si soportaba un poco más el juego, llegaríamos al punto en que, de haber algo interesante para contar, sería generosamente recompensado. La anciana pareció cansarse pronto y, cambiando de tono, fue directamente al grano. Ha de saber, joven, que durante aquellos años padecí lo que llamaban “furor uterino”; una condición vergonzosa pero que no me impidió seguir mis irrefrenables impulsos. Yací con toda la tripulación del barco, hasta con el menos atractivo de ellos, tanto en el viaje de ida, como en el de regreso a la civilización.

Sepa usted que no fui raptada por los salvajes: simplemente me ofrecí a ellos a cambio de provisiones y agua potable, ya que la nuestra se había contaminado con mercurio. Entonces quedé prendada de ese modo de vivir, natural y libre; aquellas desnudeces exacerbaron mi necesidad sexual hasta lo intolerable. Al final, como no sabía qué hacer conmigo aquella gente primitiva, y en complicidad con los del barco, decidieron dar caza al monstruo en un claro de la selva. Yo me ofrecí, con una mezcla de miedo e inocencia.

King kong era un gigante dulce y tierno; no la bestia feroz que pinta la publicidad. Ciertamente destrozó a otras jóvenes antes de mí. Pero es que ninguna dio con lo fundamental para mantenerse con vida. ¿Lo adivina? Exactamente… mi querido Kong era una criatura tan ardiente como yo. ¿Le sorprende? Nos hicimos inseparables. Pude vivir con él para siempre, de no ser la ambición y sed de riquezas que nos enferma a todos. ¿Desea más café?

Dije que sí a fin de poder pensar con tranquilidad. Sopesaba mentalmente las posibilidades, ¿asistía a una verdadera confesión, o me tomaban el pelo? Esa no era la historia a la que nos habían acostumbrado por años. El primer impulso fue marcharme, incluso cerré la libreta y devolví el bolígrafo a mi bolsillo. Pero me contuve; quería ver hasta dónde llegaba el asunto. En el periódico, podíamos sacar provecho a los delirios de esa viejecita, con una historia dolorosa y sensiblera. Puse flash a la cámara. Cuando regresó con la otra taza humeante en las manos, una hosca mirada suya reprochó mis intenciones.
-No me gustan nada esos aparatos- dijo. Yo bajé la cámara pero sin separarla de mí.
-Tengo la impresión de que usted no ha creído una palabra de lo que he dicho- continuó. – Oiga, si me promete dejar esa cosa ahí, le mostraré algo que le hará cambiar de opinión.

Acepté y enseguida me condujo al pequeño ático de la casa. Nada fuera de lo común con respecto a otros lugares semejantes; montones de trastos ya inservibles, salvo por un objeto similar a una tina de color gris muy brillante, ubicada al fondo de la pieza y a la que me fui acercando sin darme cuenta. La anciana dijo con voz animada:
-Sí, sí… eche un vistazo a lo que hay allí. Ése es el secreto mejor guardado de esta casa.
No pude adivinar qué podía ser esa cosa larga, negruzca, sumergida en el líquido transparente. Lucía arrugada y algo asquerosa. La viejecita preguntó qué me parecía. Entonces, y recordando su historia, sonreí con picardía. Claro, no podía ser sino….
-Su dedo meñique izquierdo- adelantó ella por mí.- Con él es que Kong y yo hacíamos “travesuras”. ¿O pensaba que era otra cosa? Oh, vamos, con eso que usted piensa me habría matado enseguida; aunque le confieso con honestidad que no me hubiera importado. ¡Fui tan feliz a su lado y le pagué con perfidia! Me dolió su muerte y me las arreglé para quedarme con esa parte suya que tantos goces me proporcionó.

Ni siquiera los seiscientos dólares en efectivo que le ofrecí en el acto, la persuadieron a dejarme fotografiar nada.






           

domingo, 9 de octubre de 2016

Willie y el desorden de Miranda, por Joaquín Rodriguez






Algunos recuerdos son tan nítidos que podría narrarlos con una exactitud perfecta. Otros, en cambio, se asemejan a imágenes difusas que siembran un tendal de dudas en mi mente. Puedo relatar, sí, aquellas noches de la infancia que transcurrieron en el departamento de la calle Miranda, frente a la vieja fábrica de Mantecol; una inmensa planta que en sus días dorados inundaba de un dulce aroma la pequeña vivienda.

Vivíamos en un dos ambientes situado en el cuarto piso de un edificio promedio. Desde el balcón de rejas podía verse la cancha de All Boys: el orgullo del barrio. La pequeña vivienda estaba decorada con montones de discos y libros que se enredaban en una suerte de torre de babel frágil y extraña que trepaba por las paredes hasta tocar el techo.

En ella conversaban Bradbury con Clapton, Neil Diamond y Laiseca y hasta Roger Waters se batía a duelo con Sartre. A veces, Philip Dick saltaba al vacío desde la cima y pasaba todo el día en el suelo. Al alcance de la mano siempre estaba Oktubre de Los Redondos, algo de los Talking Heads y un vinilo impecable con la banda sonora de Star Wars que era custodiado celosamente por una pequeña réplica del X-Wing. Años más tarde, mi padre acusaría a un extraño pintor que trabajó en casa de habérsela robado.

Aún conservamos el equipo de música marca Sanyo, una especie de catedral negra y gigante con un tocadiscos en la parte superior que sobrevivió a todas las mudanzas. Cada vez que lo veo recuerdo la delicada voz de Willie Nelson cantando “Always on my mind”, una de las odas que más sonó en el departamento de Miranda. Bastaba con escuchar la canción y cerrar los ojos para volar sobre campos de algodón y sentir a flor de piel toda la miseria que habita en uno. Son curiosos los atajos mentales por los que fugamos ante lo cotidiano.

Pero la música posee esa capacidad magnética, casi de hechicería, de devolvernos a sitios en los que nunca estuvimos. Siempre me impactó la cara de Willie, impresa en un disco que asomaba desde las bateas de mi hogar. Su pelo largo y rojo, su vincha sobre la frente y sus fauces ajadas pero intensas que se asemejaban a las de un vikingo, me llamaban poderosamente la atención cuando era chico.

Nunca pensé que alguien de semejante aspecto pudiera ser capaz de sembrar tanta hermosura. Creo que esa fue una de las lecciones que aprendí sin querer en el viejo departamento. Algunas noches, cuando la lluvia arrecia, pongo ese álbum y recuerdo aquel dos ambientes tan pequeño como reconfortante, tan cargado de música y papeles. Era ruidoso y desordenado, pero tan crudo y sincero como la vida misma…










lunes, 3 de octubre de 2016

Bólido, por Roberto Bolaño




El automóvil negro desaparece 
en la curva del ser. Yo 
aparezco en la explanada: 
todos van a fallecer, dice el viejo 
que se apoya en la fachada. 
No me cuentes más historias: 
mi camino es el camino 
de la nieve, no del parecer 
más alto, más guapo, mejor. 
Murió Beltrán Morales, 
o eso dicen, murió 
Juan Luis Martínez, 
Rodrigo Lira se suicidó. 
Murió Philip K. Dick 
y ya sólo necesitamos 
lo estrictamente necesario. 
Ven, métete en mi cama. 
Acariciémonos toda la noche 
del ser y de su negro coche.








Tomado de "Los Perros Románticos" (1993)