martes, 29 de noviembre de 2016

Pipetas de vidrio de formas alucinadas, por Marco Castagna







Entraste al laboratorio de química, casi por error, mientras un juego de manos y ojos revoloteaba en el estallido silencioso de los pasillos nocturnos del colegio industrial. Nos habíamos quedado a pasar la noche adentro, cinco amigos más y  yo, una banda primitiva, fascinados por las ideas alquímicas y los sueños anarquistas de los libros de Arlt. Todavía pensábamos que había un fondo que dirigía las cosas, y que si uno ponía todo su empeño podía direccionarlas y evitar el desastre. Abrimos las pocas puertas prohibidas del colegio, metimos el matafuego en el kiosco haciendo estallar en mil pesados las tablas vidriadas que contenían los repuestos de golosinas. Liberamos a los animales que dormían en el techo, y devolvimos todas las pelotas que se habían quedado estancadas en la canaleta, a la tierra. Rompimos el candado y atravesamos la pesada reja que conducía al patio, para jugar un partido rabioso con una pelota extraviada. Nos dirigimos a la cocina, con el olor impregnado a sopa densa de las monjas, y defecamos sobre los muebles y la ligustrina nos sirvió de papel, mientras un loro repetía frases que Gonzalo le dictaba al  oído, al tiempo que el animal se posaba sobre un pie y luego sobre otro bailaba sobre la cabeza de un prócer de la iglesia. Ludovico, alias la anguila, rompió con un puño sangrante el vidrio de la puerta de chapa de la sala de música, y se vendó con la tela de una cortina que sobresalía de la secretaría. Se reía como alucinado con una mirada perdida, en fuga, disfrutando de una idea secreta. Alán arrancó de un tirón la tela enrojecida y se la ató en el rostro como un bandido que profana la paz de los cementerios. El pelado, con sus mocasines exageradamente largos, patinó sobre la cera lustrosa y casi se va de bruces contra la mampostería ubicada cerca de la capilla. Su figura minúscula se contrajo proyectando un difuso espectáculo de sombras chinas en el que un gato parecía inclinarse sobre una mesa para comer apresuradamente la comida del dueño. La anguila tocó una canción con una violencia elegante, imperial que se desparramó por todo el colegio, con su voz ronca de oficial, y los tonos sepulcrales del piano de huesos pulverizados. Un helicóptero pasó fondeando la noche por encima de los techos, y apuntó distraído pero juicioso sus luces sobre el predio y todos temblamos y  huimos en desbandada dejando en la fuga un reguero de sangre, y un balde roto que rodaba por el piso ajedrezado como conducido por un fantasma frenético y trastornado en su deseo de impedirnos traspasar el umbral. 



Tomado de: "El Triángulo de la Merluza", año 3, número 9,  Noviembre, 2016



domingo, 27 de noviembre de 2016

Un pueblo alejado de todos nosotros, por Conrado Markert







Cuando deletreo mi apellido, recién ahí, me entienden. Es raro, ya lo sé, pero es lo que supongo entendió aquella persona que anotó a mi bisabuelo al llegar al país. No sé ni cuando, ni cómo, ni porqué vino. Supongo que fue por lo que todos vinieron.

Cuando mi papá tenía dieciséis años, su padre, mi abuelo, falleció. Nunca lo conocí. Por eso mi lejanía… mi abuelo y, más, mi bisabuelo siempre me rondan por la cabeza. Sigo sin saber quiénes eran, porqué llevo el mismo apellido que ellos, porqué sostengo esta bandera que en la vida muchos consideramos importante.
Bueno, cuestión que tengo raíces alemanas. Pero al ver a toda mi familia noto una mezcla algo extraña: algo argentino, que a su vez es un mix italiano, francés, español. Claramente la eficacia, el orden y la organización de cualquier Markert que conozca, no es la alemana. Sin embargo, hay algo que los rasgos y las personalidades nos identifica de cierto modo. Supongo que debe ser por eso y porque somos muchos, pero muchos. Entonces apenas nos ubican, nos entrelazan recién al conocernos.

Salteo. A mi abuelo lo conozco por Pocho. Tenía un hotel (el que ahora tienen y administran algunos de sus hijos, entre ellos mi papá), también tuvo algunas concesionarias de autos y era dueño de “Safari”; un boliche que cerró hace varios años. Mi abuela, Catalina, me contó que él y su hermana eran muy metódicos y organizados, y que por eso cree que tuvo una especie de mini éxito con sus negocios. Ella y sus suegros no tuvieron mucha relación, eran cerrados y no hablaban mucho castellano, por eso es que tampoco hay mucha información de la que servirse.
Mi tío Federico, igual que su abuelo y mi bisabuelo Frederick, fue a Alemania y en uno de sus viajes intentó averiguar un poquito más sobre nosotros. Lo llamé hace unos días y charlamos un rato. Me contó que la última vez que fue recorrió Wassertrüdingen, el pueblo donde vivían mis bisabuelos. Buscando rastros encontró en un cementerio una placa con el apellido Markert, pero solamente una. También estuvo en la casa donde ellos vivían. En realidad sacó unas fotos del frente y mucho más no pudo hacer. Yo no vi la foto todavía pero por lo que me dijo era una casa muy grande, con varias ventanas y  tejas oscuras.

Wassertrüdingen. Pertenece al distrito de Ansbach que es el de mayor área de Baviera, al sur del país Germano. Queda entre Hesselberg y la única montaña Franconia, con vista a los Alpes. Rodeado de bosques y no mucho más. Wikipedia y todas esas herramientas de internet me dieron ésta poca información sobre aquel pueblito que parece muy poco conocido.
Mis ilusiones de encontrar algún pariente que supiera algo de mi historia, terminaron de sepultarse después de buscar mi apellido en el querido Google y, más aún, después de rastrearlo por Facebook y no encontrar ni siquiera una pista para seguir.
A partir de ese momento una duda que repicaba en mi cabeza se empezó a aliviar. Yo me preguntaba, “che, a mi viejo, a mis tíos, ¿no les importa quiénes somos? Nadie sabe mucho pero tampoco hacen nada como para saberlo”. Ahí sentí que las respuestas estaban en la NO información, en la incógnita de un pariente o en la simple descripción de cinco renglones de un pueblo alejado de todos nosotros.


Espero en algún momento viajar a Alemania y averiguar un poco más. Lo que me inquieta demasiado es saber si realmente éste es mi apellido, porque quizá estoy buscando donde no hay ni habrá. 



Foto: Wassertrüdingen (Distrito de Ansbach, Alemania)

jueves, 24 de noviembre de 2016

Black Sabbath: el sonido de la oscuridad, por Joaquín Rodriguez





La lluvia cae a tendales sobre algún páramo de las tierras bajas. El cielo truena y de fondo una campana repiquetea con sonido a muerte. La densidad crece hasta que la guitarra de Iommi aparece haciendo estallar por los aires el clima. Así comienza Black Sabbath, primer disco de la banda homónima, piedra fundacional del heavy metal y parteaguas en la historia de la música moderna.

Ozzy Osbourne, Tonny Iommi , Geezer Butler y Bill Ward eran cuatro jóvenes provenientes de las entrañas de Birmingham, uno de los centros industriales más importantes del Reino Unido. Pertenecían a una nueva generación que intentaba escapar de las conservadoras formas de vida británicas y subsanar las heridas que apenas 25 años atrás habían dejado los bombardeos alemanes sobre las diezmadas ciudades inglesas.

Black Sabbath (vol I) vio la luz en febrero de 1970. Con marcadas influencias del blues, un showman tan extraño como fascinante y la particularidad de ser dueños de un sonido pesado como no se conocía al momento, la banda creo en torno a sí una extraña mitología esotérica que causó temor en los mayores pero que atrajo la atención de los adolescentes y sus inquietudes.

Basados en los sonidos de la maquinaria pesada que asediaban a su urbe natal, los Sabbath compusieron un álbum dotado de riff lisérgicos, como el que marca el pulso en NIB o en Evil Woman, líricas fantasiosas que coqueteaban con el más allá, en el caso de The Wizard y guitarras medievales y de alto vuelo en Sleeping Village.

Son 38 minutos de blues blanco tocado de manera excelsa, ambientes por momentos asfixiantes y, por otros, lúcidos, manejados con una dinámica certera en la que el cuarteto redobla los tiempos a gusto y piacere.

La épica que rodea a Sabbath es inabarcable; desde la aventura del bajista Butler con un ente oscuro que lo llevó a componer el tema Black Sabbath, uno de los himnos más emblemáticos del heavy, hasta el accidente en el que Iommi perdió tres de sus falanges, lo que lo obligó a bajar dos tonos la afinación de su instrumento logrando el sonido característico del género, todo forma parte de una leyenda que se perpetuó a lo largo del tiempo pero que tuvo su puntapié inicial en este álbum.

Merece un párrafo aparte la tapa de la placa, una verdadera obra de arte. Una doncella de ropas negras y fauces amarillas yace de frente. Sus ojos observan de manera inquietante. Tras ella, una suerte de casa se pierde entre árboles otoñales y matices naranjas. Es un preludio delicioso que anticipa la llegada de una nueva era musical, tan extraordinaria como genuina. La era Sabbath de la música.


viernes, 18 de noviembre de 2016

Los Guns N' Roses existen, por Joaquín Rodriguez







La noche cae fría sobre la ciudad de Rosario y el estadio Gigante de Arroyito es un verdadero polvorín. El minutero se acerca a las 21 horas cuando las lucen se apagan dando inicio al delirio colectivo. Detrás de la negrura y bajo los acordes de It's so easy aparecen las figuras de tres viejos conocidos: Axl Rose, Slash y Duff Mckagan, pilares de los Guns N' Roses, banda que regresa con su columna vertebral al país tras 23 años de ausencia.

Con las obvias marcas del paso del tiempo, el grupo se asienta sobre las tablas haciendo alarde de su salvajismo característico. El hombre de la Les Paul pasea su melena de punta a punta mientras lanza riffs endemoniados que culminan en la introducción de Welcome to the Jungle, ese gran himno que da la bienvenida a quienes arriban a la urbe con poco que perder.

Así, bajo la atenta mirada de una audiencia que saborea revancha, los Guns sacan de la galera un repertorio poderoso pero no menos emotivo, que incluye puntos de altísimo nivel como Estranged, Civil War, November Rain y hasta una zapada instrumental de Wish you were here.

El capítulo rosarino de la gira culmina con una frenética versión de Paradise City que inunda las costas del Paraná de papelitos y fuegos artificiales.

Buenos Aires 

Dos días después del desembarco en Santa Fe, llega el turno de conmover a la Reina del Plata. La historia de los Roses con Buenos Aires es muy particular. En 1992, su primera visita a la ciudad incluyó un escándalo sin precedentes que tuvo como dato macabro un suicidio y palabras despectivas del entonces presidente para con el grupo. No conformes con dotar de semejante épica su relación con la Ciudad, los Roses la eligieron para realizar su último show en 1993.

Con algunos cambios en el setlist con respecto al recital de Rosario, como por ejemplo la inclusión del tema Coma, los californianos vuelven al estadio de River Plate. Traen una sorpresa de grueso calibre como para ratificar su aprecio por estas tierras: Steven Adler, baterista original del grupo, se sumará para interpretar Out Ta Get me, en la primera noche y My Michelle, en el segundo show.

Un Axl sólido dejando todo de sí en cada nota, un Slash demencial que confirma sus medallas con solos de antología como el de Double Talkin Jive y un McKagan dueño de una impronta única, son la fórmula de un quinteto que suena sólido y que regala momentos de gran adrenalina como Live and let die. Su trato con la gente es casi nulo, pero eso no los hace descorteces. Hay química.

Otro punto de los altos en la velada porteña será la interpretación de Nightrain, una oda que desata la locura masiva entre los presentes. Las bocinas del tren nocturno anticipan el comienzo del fin. El viernes sonó Don't Cry y el sábado Patience, luego una poderosa versión de The Seeker, tema de The Who, y cierre obligado con viaje a la ciudad del paraíso.

Se esfuma así en el aire, dejando conformes a propios y ajenos, la esencia de aquella banda que, mientras los 80's transcurrían al ritmo de los sintetizadores, pateó el tablero con Apettite for Destruction, un álbum de antología que devolvió al rock la vara de mando y volvió a enamorar a los nostálgicos de los '70.

Quienes asistieron pudieron corroborar que no era un mito sino una realidad legendaria. Los Guns N' Roses existen y están vivos.



martes, 15 de noviembre de 2016

Homero, por Marco Castagna







A Homero le gustaba el fútbol, pero no tanto jugarlo sino hablar sobre fútbol. Quizá intuía que en el deporte había una virilidad, una forma de ser aceptado y se aferraba a esta idea para no quedar pegado de por vida al grupo de chicos que  permanecen al costado de la cancha o debajo de la sombra de un árbol sin hacer nada. Supongo que le daban miedo las cosas que él se imaginaba que iban a sucederle si se quedaba ahí para siempre. Algunos días  en los que llegaba con la cara congestionada, como si hubiera estado durmiendo hasta tarde, me contaba que lo habían elegido último en el equipo de fútbol del colegio y que no se la habían pasado en todo el partido. Me pedía consejos, opiniones, o tan solo me dejaba caer su relato, como si agitara esas bolas de cristal que contienen un muñequito de nieve, y luego la dejaba en su lugar. Homero escuchaba comentarios de sus compañeros, chicos que para burlarse de él decían que era un perro, que no había que pasársela, o que fuera al arco porque él era grandote y seguro que lo podía cubrir casi todo. Estas frases  se le pegaban a la mente, y la teñían de un pensamiento: el dolor era algo arbitrario que el mundo se obstinaba el dirigir contra él. Cuando dejaba traslucir su rabia, me decía que les contestaba a estos chicos que lo cargaban, y que él no era tonto, solo que a veces se quedaba callado…. Entonces parecía quedarse dudando sobre sus motivos para quedarse callado. Homero era físicamente inmenso, si hubiese querido  hubiese estampado a esos chicos contra el paredón. Pero él sabía que una cosa es jugar al fútbol y otra bien distinta es saber sobre fútbol, conocer su historia. En uno había que salir a la cancha; el otro era un oficio indoloro, solitario, de rata de biblioteca. Le interesaba la historia de los mundiales, se había memorizado todos los campeones desde el primer mundial hasta el último. Cuántas copas del mundo había ganado cada país, algunos jugadores celebres, curiosidades de la historia de los mundiales. A veces pienso que el mundo se puede dividir entre los que salen a la cancha y los que se quedan teorizando sobre el deporte pero sin jugarlo. A la larga los que mejor se las arreglan son los primeros, y  aunque es imposible vivir sin jugar, puede haber genios de la teoría. Homero era uno de ellos. A su modo estaba intentando cambiar, modificar su vida, ser otro. Como las larvas, evolucionar. Le daba miedo salir a la cancha, toda su vida había transcurrido en espacios cerrados. El primer día que fui a la casa de Homero,  conversamos con su madre y de pronto se hizo un silencio en la conversación. Ahí se escuchó un ruido desde el lavadero; era el lavarropas exigiendo el mecanismo, y emitiendo un sonido como el que hacen los camiones de basura al comprimir las bolsas de plástico cuando llueve. La mujer me hizo una seña con el brazo y me dijo que esperara, que iba a buscar a Homero así nos presentaba. Subió lenta, pesadamente por la escalera de madera. La escuché llamar varias veces en las habitaciones del piso de arriba y repetir el nombre de su hijo. Me pareció que lo pronunciaba con cierto desapego. Me quedé con el ruido del lavarropas girando, girando… Delante de mí una copa de cristal desprendía un brillo riguroso. Escuché el rechinar de unas zapatillas de tenis, que imaginé inmensas. Dos cuerpos lentos descendían por la escalera. Detrás de la madre, apareció una figura gigante que se recortaba contra la oscuridad. Cuando la madre se corrió pude verlo mejor, un rubiecito corpulento con la cara llena de granos y una mirada inocente: era Homero. Aparentaba quince o dieciséis pero tenía trece. La madre nos presentó y se alejó unos metros apenas, hasta la cocina. Nos sirvió coca cola en unos vasos que debían usarse para tomar whisky o coñac. Homero miraba al techo como extraviado o encandilado por la luz, me contestaba con vaguedades o frases sin terminar. Me puse a leer en silencio el programa de la materia y a hablar de generalidades, hasta que la madre suspirando subió al primer piso dejándonos solos. Entonces nos miramos de frente. Su cara minada de granos secos y rojos, los dientes descuidados, la voz áspera y demasiado grave para su edad, que usaba con timidez, como demasiado consciente de que no se correspondía con lo que debía ser. Cerca de la mesa de roble donde estábamos había una consola de videojuegos. Cada vez que yo la miraba, solo para apartar de la vista de Homero,  él me sonreía con una sonrisa boba y transparente. No sé quien hablo primero, pero salieron algunos nombres tímidos.  Como si fueran nombres de bandas de rock que dos adolescentes se nombran para saber si se corresponden o no. Lo hicimos con películas y con videojuegos. El juego parecía tener su efecto. Indiana jones… la guerra de las galaxias… blade runner….el exorcista…psicosis…chucky… freddie krueger… rocky…metal gear solid… resident evil… silent hill….Homero sostenía una sonrisa de reflector averiado cada vez que algo le gustaba.  No tardé en distinguir que le gustaban los juegos o las películas de preferencia asociadas al terror, con mucha sangre y truculencia.  Una tarde estábamos abocados a un trabajo con fecha de entrega. Homero tenía que hacer una composición sobre él y su familia. Debía escribir un pequeño texto y luego elegir una foto y explicar por qué la había elegido. Escribió que le gustaban las películas de terror, y cuando me miró sostuvo una sonrisa de un brillo ambiguo. Para que el trabajo estuviera completo había que agregar una foto. Salimos al fondo de su casa. Homero insistió en que quería mostrarme a Enzo. Enzo resultó ser un mastín blanco inmenso, que saltaba detrás de una cerca con el miembro viril  rojo e inflamado como si estuviera a punto de explotar. Enzo compartía su lugar con Emma, una rottweiler que estaba castrada, lo que justificaba el estado de Enzo. Homero abrió la cerca y me explicó que a Enzo le gustaba jugar pero que era bueno, que no me iba a hacer nada. Después lo soltó. Enzo soltó su euforia y nos dio la bienvenida, colgándose de nuestra entrepierna por turnos, entre la de Homero y la mía; lo que despertaba nuestras risas, y por momentos mi risa nerviosa. Homero me cargaba porque decía que yo tenía miedo, pero que Enzo era bueno y que jugaba porque estaba contento. Homero entró a buscar la cámara de fotos. Me la dio. Se ubicó junto a Enzo. Y saqué dos, tres, cuatro, cinco, seis fotos. Dispare sin pudor. En una se lo podía ver a Enzo acostado sobre Homero, mientras este lo abrazaba. En dos fotos, Enzo se trepó sobre la pierna de Homero y subió más alto que su dueño (se veía al chico haciendo señas y dándole órdenes para que bajara) Homero fue al garaje y volvió con una gorra naranja de beisbol  y un bate. La foto que iba a quedar en el trabajo iba a ser esa, la que estaba por sacar. Homero al lado de Enzo, sonriendo de cara a la cámara, con el bate a un costado. Me ardieron los ojos al mirar por encima de los edificios la tarde roja a punto de irse. Levanté mis cosas y me fui.




viernes, 4 de noviembre de 2016

Cuentos de la mujer y el solitario, por Pablo Baca








Nota del autor*

Después de mucho tiempo – casi siete años- he vuelto a estos “Cuentos de la mujer y el solitario”, que ya para entonces habían perdido contornos. Estuve tentado de reconstruir las historias, suprimiendo párrafos, agregando algo a otras.
                   (Porque parece que en todo poema hay una historia. Que todo poema ocurre entre el espacio que queda entre la historia a que se refiere y el vacío que hay detrás de toda historia).
Después decidí publicarlo tal como los volví a encontrar; de algún modo han sobrevivido a la época en que los escribí y a todo lo que sucedió después.









 V

Detrás del cuarto en donde escribo,
del otro lado del rio,
todas las noches desaparece la montaña
y queda solamente un lugar pequeño
bajo los arbustos, bajo los cielos,
donde se acuesta a dormir
una niña perdida.
Y toda la noche se escucha
el murmullo del agua.

Las cosas que ocurren:
tantos hombres solitarios
donde se acuesta a dormir una niña perdida.
Tantos hombres bajo estos cielos lejanos,
donde viene a morir todo lo que no existe.

                 




VI

La mujer cuyo cuerpo era más grande. Una noche me dejó verla.
O esa otra, sobre la que alguna vez me acosté a descansar, porque como estaba de paso, no tenía nada que cuidar en este pueblo.
Como a ellas, también a vos te amé. Pero nunca pude sentir que yo era ese, a tu lado, el que amabas.




VIII

Con unas pocas ramas tratamos de hacer un lugar donde vivir esos instantes. Pero como la noche estaba por terminar, las ramas no eran suficientes: con la luz del amanecer cualquiera podía vernos.
Su voz entonces comenzó a sonar más débil. Aunque ella se esforzaba para hablar, como intentando abrir túneles en la nada. Sobre su voz caía el tiempo: ya tenía que irse.
La última vez que la escuché cantaba todavía en la oscuridad.





IX

Estoy quieto
en mi centro
mientras giran
conduciendo al deseo
tus caretas;
y en el centro
está tu rostro
que no veo, inmóvil
mientras giran
mis caretas
del otro lado
de la niebla.




XVI

Nos habíamos convertido
en dos fantasmas de la niebla
y entonces el viento
nos llevó hacía la noche.




XVIII

Una de ellas tiene el cuerpo
lleno de flores y mariposas.
Está enferma de esa belleza.
Tocarla sería herirla.

La otra está encerrada
en un cuarto distante del cuarto
donde estoy encerrado.
Aquella con la que estuve
abrazado atrás de la última pared,
sintiendo el viento de la llanura.
en verdad ha nacido en la memoria.




XXXI

Abrió la ventana y murmuró un nombre en el silencio. Un instante después sintió el frío de la noche y la cerró y volvió a su cuarto.
Ella había pasado por ahí mientras él dormía, caminando lentamente por el aire de la noche.






















*Tomando de “Cuentos de la mujer y el solitario/ He visto vivir”, impreso en julio de 2015, Jujuy, Argentina.