domingo, 25 de diciembre de 2016

Lightning Hopkins. Por los caminos de polvo, por Joaquín Rodriguez






Alguna vez Eric Clapton dijo que su amor por el blues surgió como consecuencia del comportamiento errático y solitario que practicó durante la adolescencia. "Entendí que se trataba de la historia de un hombre y su guitarra contra el mundo. Eso fue lo que me atrajo". Su vacío encontró refugio en el género maldito instaurado por Robert Johnson que sumó acólitos a lo largo de las rutas polvorientas de los EE.UU primero, y alrededor del mundo luego. Uno de los vástagos musicales de Johnson fue Lightnin Hopkins, un muchacho texano que hizo del Mississippi blues un culto.

Su álbum “Texas Blues Man” editado en 1967 es fiel exponente del pulso musical que atravesaba a las poblaciones negras a mediados del siglo XX. Fue grabado en apenas un día con un equipo portátil en una suerte de imagen vívida sobre la rusticidad que acompañaba al género en la época. Le basta al artista su guitarra y una voz venérea para crear una placa en la que demuestra que, además de vivir en carne propia las penurias de la población trabajadora estadounidense, es un guitarrista dueño de un swing abrumador al que poco le importa la prolijidad de su ejecución.
A Hopkins le basta con un puñado de tópicos cotidianos pero no menos pintorescos para dotar de ritmo a su prosa de boogie. Nunca faltan las mujeres que parten dejando solo y lastimado al blusero, los campos de trigo por la mañana y el whisky barato en las letras que conforman las diez canciones del disco. En la portada, su rostro regala una sonrisa luminosa entre la que se cuela un cigarro con boquilla. Detrás, un niño sonríe frente a una típica carnicería local que quedará retratada para la posteridad.

Boogies como Watch my fingers dan dinámica al álbum y contrastan con aquella de armonías más densas como Tom Moore Blues, la genial apertura que obliga a prestar atención a los dedos juguetones de Hopkins que parecen fundirse en una relación sincera con las seis cuerdas. Su entusiasmo guitarrístico se convirtió en uno de los tesoros del buscador; es decir, no hay demasiado material de Lightning disponible, pero quien busca encuentra y no es un hallazgo menor el dar con un blusero de ley, dueño de una impronta fantástica, tan única y corriente al mismo tiempo, que se la podría encontrar en cualquier porche de Kansas en las horas de la tarde, cuando el sol comienza a caer y el trabajo queda para el próximo día. 









miércoles, 21 de diciembre de 2016

Sueño de Dédalo. Arquitecto y aviador, por Antonio Tabucchi






Una noche de hace miles de años, no es posible calcular con exactitud el tiempo, Dédalo, arquitecto y aviador, tuvo un sueño. Soñó que se encontraba en las entrañas de un palacio inmenso, recorriendo un pasillo. El pasillo desembocaba en otro pasillo y Dédalo, fatigado y confuso, lo recorría apoyándose en las paredes. Cuando hubo recorrido el pasillo desembocó en una pequeña sala octagonal, de la que partían ocho corredores. Dédalo comenzó a sentir una gran ansiedad, un deseo de aire puro. Enfiló un corredor, pero éste terminaba contra una pared. Tomó otro, y también éste terminaba contra una pared. Por siete veces lo intentó Dédalo, hasta que, a la octava, enfiló un corredor larguísimo que después de una serie de curvas y de ángulos desembocó en otro corredor. Dédalo entonces se sentó sobre un escalón de mármol y se puso a reflexionar. Sobre las paredes del corredor había antorchas encendidas que iluminaban los frescos azules de aves y de flores.

Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo. Se quitó las sandalias y comenzó a caminar descalzo sobre el piso de mármol verde. Para consolarse, se puso a cantar una antigua canción de cuna que había aprendido de una vieja criada que lo había arrullado en la infancia. Las arcadas del largo corredor le restituían su voz repetida diez veces.

Solo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo.

En aquel momento desembocó en una amplia sala circular, pintada con paisajes absurdos. Recordaba aquella sala, pero no recordaba por qué la recordaba.

Había asientos forrados de paños lujosos y, en medio de la estancia, un amplio lecho. Sobre el borde del lecho estaba sentado un hombre esbelto, de ágiles y juveniles rasgos. Y aquel hombre tenía una cabeza de toro. Sostenía la cabeza entre las manos, sollozaba. Dédalo se le acercó y le puso una mano en el hombro. ¿Por qué lloras?, le preguntó. El hombre levantó la cabeza de entre las manos y le miró con sus ojos de bestia. Lloro porque estoy enamorado de la luna, dijo, la he visto una sola vez, cuando era niño y me asomaba por una ventana, pero no puedo alcanzarla porque estoy prisionero en este palacio. Me contentaría con tenderme sobre un prado, durante la noche, y dejar que sus rayos me besaran. Pero soy prisionero en este palacio, desde mi infancia lo soy. Y volvió a llorar.

Entonces Dédalo sintió una gran zozobra, el corazón le batía en el pecho fuertemente. Yo te ayudaré a salir de aquí, dijo. El minotauro levantó la cabeza y lo miró fijamente con sus ojos bovinos. En esta estancia hay dos puertas, dijo, y como custodia en cada puerta hay dos guardianes. Una puerta conduce a la libertad y la otra conduce a la muerte. Uno de los guardianes dice sólo la verdad, y el otro dice sólo la mentira. Pero yo no sé cuál es el guardián que dice lo verdadero y cuál es el guardián que miente, ni cuál es la puerta de la libertad y cuál la puerta de la muerte.

Sígueme, dijo Dédalo, ven conmigo. Se acercó a uno de los guardianes y le preguntó: ¿cuál es la puerta que según tu colega conduce a la libertad? Y luego cambió de puerta. En efecto, si hubiese interrogado al guardían mentiroso, este hombre, cambiando la indicación verdadera del colega, le habría indicado la puerta del patíbulo; si, en cambio, hubiese interrogado al guardián verdadero, este hombre, dándole sin modificarla la indicación falsa del colega, le habría indicado la puerta de la muerte.

Atravesaron la puerta de la libertad y recorrieron de nuevo un largo corredor. El corredor ascendía y desembocaba en un jardín colgante, desde el cual se dominaban las luces de una ciudad ignota. Ahora Dédalo recordaba, y era feliz al recordar. Bajo los zarzales había escondidas plumas y cera. Lo había hecho para sí, para huir de aquel palacio. Con aquellas plumas y aquella cera construyó hábilmente un par de alas y las sujetó a las espaldas del minotauro. Después lo condujo al borde del jardín colgante y le habló.

-La noche es larga, dijo, la luna muestra su cara y te espera, puedes volar hasta ella.

El minotauro se volteó y lo miró con sus apacibles ojos de bestia.

-Gracias, dijo.

-Ve, dijo Dédalo, y le empujó.

Durante un buen rato quedó contemplando al minotauro alejándose con amplias brazadas en la noche, volando hacia la luna. Volaba, volaba.
























Tomado de: Sogni di sogni, Sellerio, Palermo, 1993. 

viernes, 16 de diciembre de 2016

Guerrin, por Dylan Flores




todo se lo chupa el tiempo. el olvido es una excavadora oscura. si nos deja en la cancha, es solo para recorrer el césped descalzos ¿viste la tapa de sargent pepper´s? bueno, un césped así de verde. y con todos nuestros fantasmas de orquesta del tiempo. marianito....sí, ahora lo recuerdo con nitidez. es como si lo viera a través de unas nubes de campo en un día de verano. sufría como un viejo enamorado de una nena de quince. me daba miedo verlo sufrir así, alguien tan chiquito. con la cabeza al viento, una cabeza grande como un globo y sin saber qué hacer con tanto dolor, bandeándose de un lado al otro por un caminito de piedras. estuvo esperando a los padres que regresaran de la luna, o al hermano, no me acuerdo. pero estuvo esperando mucho tiempo, y como no llegaban se fue antes. ni siquiera toco la puerta, toc toc, para avisarle a su tía que vivía con él. simplemente se fue, plop, puf, adiós y sean amables. no dejó una nota, una palabra, nada. porque así desaparece un auténtico mago. está es la historia de marianito.... Cuando quise acordar, un mozo me había tocado el hombro con cuidado para no despertarme de golpe, pero todas las luces del lugar, salvo las del mostrador, permanecían apagadas. Saqué un manojo de billetes y pagué. Así pagan los borrachos me había dicho un tachero una vez, sacan un manojo de billetes y te dan para que te cobres. Salí afuera y caminé entre las luces de la calle Corrientes. Antes de extender la mano para llamar un taxi, me quedé mirando las nubes deshilachadas entre los edificios y pensé en Marianito. Supe que existía en algún lugar. Y tuve ganas de gritar, de implorar, de pedir algo pero no supe qué. 































martes, 13 de diciembre de 2016

Cuestionario Proust a Roberto Bolaño




¿Cuál es el defecto propio que deplora más?

Yo soy una persona llena de defectos y todos son deplorables.

¿Cuál es el defecto que usted deplora más en otros?
La intransigencia, la prepotencia, la intolerancia.

¿Cuál es su estado mental más común?
En los lindes de la idiotez, como casi todos los seres humanos.

¿Cómo le gustaría morir?
Haciendo el amor. (En realidad, a cualquiera le gustaría morir así).

Si después de muerto debe volver a la Tierra, ¿convertido en qué persona o cosa usted regresaría?
Un colibrí, que es el más pequeño de los pájaros y cuyo peso, en ocasiones, no llega a los dos gramos. La mesa de un escritor suizo. Un reptil del desierto de Sonora.

Y si pudiera elegir un personaje de ficción, ¿cuál escogería?
Super Ratón. Bugs Bunny. Speedy González.

¿Cuál es su mayor extravagancia?
Mi gran colección de wargames de mesa y mi pequeña colección de wargames de computador.

¿En qué ocasiones miente?
Cuando hablo de pintura abstracta. Cuando hablo de poesía metafísica.

¿Qué persona viva le inspira más desprecio?
Son muchos y ya soy demasiado viejo como para establecer un ránking.

¿A qué persona viva admira?
Admiro a las madres y abuelas de la Plaza de Mayo. A gente como ellas.

¿Qué palabras o frases usa más?
"Joder" y "coño".

¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta?
Mi felicidad imperfecta: estar con mi hijo y que él esté bien. La felicidad perfecta, o su búsqueda, engendra inmovilidad o campos de concentración.

¿Cuál es su mayor miedo?
Cualquier cosa que pueda hacerle daño a mi hijo.

¿Cuál es su mayor remordimiento?
Son muchos y se acuestan y levantan conmigo y escriben conmigo porque mis remordimientos saben escribir.

¿Cuál es la virtud más sobrevalorada socialmente?
El éxito, pero el éxito no es ninguna virtud, es sólo un accidente.

¿Qué le disgusta más de su apariencia?
A los 46 años, si algo me disgustara de mi apariencia sería un gilipollas. Todo me disgusta, pero lo asumo con resignación.

¿Cuáles son sus nombres favoritos?
De hombre, Lautaro. De mujer, Carolina, Lola, María. De perro, Laika, Duque, Popi.

¿Qué talento desearía tener?
Saber tocar la guitarra. Saber jugar al fútbol. Ser un buen jugador de billar.

¿Qué le desagrada más?
La mala educación.

¿Cuándo y dónde ha sido más feliz?
Yo he sido siempre feliz. Al menos, razonablemente feliz. Y en lugares y fechas en donde la felicidad no era precisamente lo que más abundaba.

Si pudiera, ¿qué cambiaría de su familia?
Nada. Primero porque no puedo. Segundo porque es imposible.

¿Cuál es su mayor logro?
Mi mayor logro sería que mi hijo me recordará con cariño. Y que mis amigos y amigas, de vez en cuando, también. Pero eso es una batalla futura.

¿Cuál es su posesión más atesorada?
Mis libros.

¿Cuál es la manifestación más clara de la miseria?
Los niños que mueren de hambre, los que mueren por enfermedades fáciles de combatir, los niños que sufren abusos sexuales, los niños que tienen que trabajar, los que son maltratados por sus padres. La manifestación más clara de nuestra miseria y de nuestro fracaso como seres humanos es eso y es Auschwitz.

¿Dónde desearía vivir?
Si tuviera mucho dinero, en Andalucía, sin escribir ni hacer nada, pasarme el día en los bares y conversando.

¿Cuál es su pasatiempo favorito?
Ver vídeos hasta las cinco de la mañana.

¿Cuál es la cualidad que usted aprecia más en una mujer?
La inteligencia y la bondad, igual que en los hombres. En tercer lugar el humor, aunque si hay inteligencia y bondad el humor se da por añadidura.

¿Cuál es la cualidad que usted aprecia más en un hombre?
Vaya, creo que esta pregunta ya está respondida. Añadamos una cuarta cualidad, deseable pero no exigible: el valor.

¿Cuál es su héroe de ficción favorito?
Julien Sorel. El Pijoaparte de Marsé. Horacio Oliveira de Cortázar. El Superman de mi infancia. El atormentado Spiderman. Drácula. Sherlock Holmes. El padre Brown. Don Isidro Parodi. El Cristo de Elqui.

¿Cuáles son sus héroes de la vida real?
Los mismos que ya he mencionado. Añadiría a Misael Escuti y a Honorino Landa. Añadiría a Baudelaire y a Oscar Wilde.




lunes, 12 de diciembre de 2016

Mi noche con Robert, por Joaquín Rodriguez






Aquella noche Robert llegó al taller de mi padre con una agitación inusual. Yo estaba comenzando una partida de póquer cuando lo vi. Tenía los ojos crispados, la respiración pesada y el rostro negro empapado de sudor. Le ofrecí un trago, pero sus asuntos parecían urgentes y no tardó en introducirme en ellos. Salimos del sitio y conversamos durante un rato frente a los porches de las casas apenas iluminados. Él tenía sumo recato y hablaba en voz baja; no me explicó en profundidad el motivo de su visita pero me juró que era importante y que debía seguirlo. La verdad es que no lo pensé demasiado, ya que el juego me estaba aburriendo y nunca se la pasaba mal con Robert.

Volví adentro, tomé un abrigo y mientras mi primo repartía fichas y cartas de diversos colores, le advertí de mi partida. Nos marchamos al trote calle abajo, cruzando el pueblo de lado a lado. Atrás quedaban los descampados, las plazas y las tiendas. Enseguida estábamos perdidos entre los pastizales que se asomaban hasta donde la vista alcanzaba. Había girasoles, algodón y, sobretodo, maíz. Fueron unos veinte minutos sin descanso hasta un cruce de caminos donde Robert frenó abruptamente. Llevaba consigo su guitarra. Los dos nos recostamos bajo un viejo sauce con largas ramas que caían sobre la carretera. Mi amigo empezó a tocar bellos sonidos que se perdieron en la inmensidad de la noche. Saqué un cigarro y le convidé otro. En el cielo se desparramaban miles de estrellas que titilaban incesantemente. Mientras las caricias sobre las cuerdas resonaban en las granjas aledañas, la luna bañaba elegantemente las praderas en las que croaban las ranas.

Conversamos animadamente pero Robert siempre evitaba contarme el motivo de nuestra presencia allí. Finalmente consideré una tarea obsoleta continuar con la indagatoria. Luego sacó una botella de whisky del estuche y bebimos hasta entrar en un sueño profundo. De repente, los ronquidos fueron interrumpidos por un tronido espeluznante. Despertamos y miramos hacia el oeste, donde cientos de rayos caían en el horizonte como una lluvia de meteoritos apocalíptica. Un leve fulgor blanco cubría las planicies occidentales. El fin del mundo parecía estar allí mismo. El páramo se sumergió en un silencio sepulcral. Nos sentimos observados por mil ojos. Súbitamente una voz siniestra resonó a nuestras espaldas. Volteamos de un salto y dimos con él. Era Wilson, un muchacho de unos 30 años, de tez blanca y pelo rubio que trabajaba de granjero en el pueblo, uno de los pocos a los que nunca se lo veía en la iglesia.. Nos tendió la mano. Robert se acercó animado y lo saludó. Yo atiné a hacerle un gesto leve con la cabeza, todavía con el pulso tembloroso.

- Buenas noches, caballeros- dijo con una elegancia singular. Se acercó hasta la guitarra y la examinó con sumo cuidado. Tras la observación se la dio a mi colega como invitándolo a tocar. Robert respiró profundo y volvió a disparar sus melodías ante la aprobación del visitante que acompañaba el ritmo con su pie derecho. Contemplé la situación confundido, aún preguntándome si no estaríamos inmersos en una especie de pesadilla inducida por los vahos de ese licor impuro que absorbimos a una velocidad asombrosa. Encendí otro tabaco.

- Suficiente. Esto está hecho. Gracias por el encuentro y será hasta pronto- dijo nuestro inesperado interlocutor.

Su pequeña figura comenzó a perderse entre los matorrales y a lo lejos sonó el mismo tronido que hace unos instantes. Lo miré a Robert pidiéndole explicaciones por todo lo que acababa de suceder. No fueron más de cinco minutos de locura. Una sucesión de extrañas sensaciones me acecharon. Horror, curiosidad y asombro eran las tres principales. Mi amigo rió dejando entrever su sonrisa blanca y luminosa. Caminamos de regreso a nuestros hogares sin cruzar palabra. La borrachera había pasado tan pronto como escuché aquel sonido enfermizo que nos quitó el sueño. Llegamos a la casa de Robert y el apenas me saludo. Entró al hogar y cerró la puerta suavemente, como si yo nunca hubiera estado allí. 

Wilson no apareció más por el lugar. Tampoco mi compañero. Una mañana de invierno, mientras recogía leña para el aserradero, recibí una postal con su firma. En ella se lo veía sentado en un pequeño taburete dentro de un bar colmado de gente que lo aplaudía a rabiar. Su mueca era hermosa, tanto como pocas veces la había visto aunque sentí su mirada extraña, como perdida. Contemplé la foto por un rato y empecé a notarla incómoda. La guardé en un pequeño cajón junto a la cama y nunca más la volví a mirar. 


A veces regreso a aquel cruce de caminos con una botella de bourbon y me embriago hasta quedar dormido. Cuando despierto, todavía puedo escuchar la guitarra de Robert susurrando sus penas entre los maizales. Su voz aguardentosa me despierta en las noches pidiendo que me sume a una nueva aventura, por lo menos hasta que aquel pequeño granjero vuelva.

Instrucciones para hacer silencio, por Arturo Cartera






Empiece por llenar los pulmones. Procure cerrar los ojos y respirar hondamente. Algo así como si fuese a tragarse el universo en un sorbo profundo. Cuando sienta un cosquilleo en la garganta, un imperioso reclamo divino, exhale, devuélvale al cosmos lo que le pertenece. Ahora que se ha olvidado de todo para aprenderlo de nuevo, que ha pagado su deuda divina y que no tiene nada que no sea suyo (salvo el aire en sus pulmones) intente no volver a caer en las mismas elecciones demenciales. Recuerde: ni Dylan Thomas ni Rimbaud ni Baudelaire, debe solo leer a Whitman y a Whitman. Para aprender el arte oculto y sigiloso debe callar las voces del mal, de lo contrario perderá aire, paciencia y mudez. Debe construir un páramo, un hotel espacioso, retirado y con ventanales amplios, donde alojar el eco de sus pensamientos. 







































martes, 6 de diciembre de 2016

Greendale. Un film de Neil Young, por Max Pierro






GREENDALE es una película de dos acordes, no por su sensible contenido sino por la forma y lenguaje con que Bernard Shakey (Bernardo Tembloroso, el alias con el que se ficciona el músico Neil Young) hace uso de cámaras 8 milímetros para labrar un gran retrato de la comedia humana. Un acercamiento con el zoom sobre la historia que nos toca, una descripción íntima de la Norteamérica post al-Qaeda sobre tres generaciones de la familia Green, en la misma contemporaneidad externa, pero diferente en el corazón de cada uno de ellos. Esta especie de ópera descrita por su autor como una "novela musical", se ha desarrollado en Internet (desde la página oficial del mismo Young, con mapas, árboles genealógicos y material que no se encuentra en ninguno de los otros formatos), álbum de música (no se trata de la música de la película, como estamos acostumbrados, sino de la película de la música), conciertos multimedia con los actores en escena (eléctricos con Crazy Horse y acústicos intimistas que incluyen narraciones del autor entre canción y canción que tejen un nexo entre ellas) y, más recientemente, un libro de ilustraciones hechas por James Mazzeo. Este heroico largometraje mantiene la constante de la panorámica sobre ese lugar ficticio llamado Greendale a la manera del Spingfield de los Simpsons: un lugar familiar que puede estar en cualquier parte pero no sabemos exactamente dónde queda. Espacio en el cual el drama personal de cada uno tiene cercanos puntos de contacto con los del otro (como en todo pueblo pequeño). Sun Green, Earl Green, Edith Green, el Abuelo, la Abuela, Jed Green, el oficial Carmichael y El Diablo en persona (ignorante, tonto, vanidoso y superficial como la maldad misma) son las caras visibles del drama, en el que  la voz de Young es la del narrador y la voz de todos los personajes que también se camufla cuando la banda del bar (The Imitators/Los Imitadores) está tocando la misma canción que cuenta lo que sucede o, cuando en una escena el abuelo le pide, abrumado por el acoso de los periodistas, a "ese chico que no para de cantar" (dirigiéndose al mismo Young) que se calle.


Neil Young ha demostrado su talento a través de su fructífera carrera como músico y, tal vez, sea el único sobreviviente que pueda seguir soñando los valores Peace & Love de la generación Woodstock con integridad y sin perder crédito. En GREENDALE, una película verdaderamente independiente, lo vuelve a hacer otra vez.

Lamentablemente, este film solo se vio en Argentina durente el 6° Festival de Cine Independiente del año 2004, con subtítulos en español y, excepto por el CD (Neil Young & Crazy Horse, Greendale, Reprise Records, 2003) no existe edición ni en DVD ni en VHS.




* Versión revisada y corregida por el autor.  El texto fue publicado inicialmente en el blog Just Groove It (2005) 


lunes, 5 de diciembre de 2016

Preguntas, por Francisco J. Lemark


¿puede la literatura cambiar el mundo?

¿habrá un universo paralelo al nuestro?

¿cuál es el limite para las cosas que se muestran en televisión?

¿existe algo después de la muerte?

¿cómo estas?

¿somos autodestructivos por naturaleza?

¿qué es el cielo?

¿por qué algo está bien o está mal?

¿ por qué las tradiciones familiares son muy importantes?

¿ todos los humanos tienen sentimientos?

¿ por qué no somos eternos?

¿ por qué un día tiene tan pocas horas?

jueves, 1 de diciembre de 2016

Las letras insomnes, por Joaquín Rodriguez


                                                      Foto: Belén Rodriguez Freire





El reloj marca las cinco de la mañana y ya llevo dos mil vueltas en la cama. En mi cabeza se acumula un tendal de buenas ideas entreveradas con paisajes nítidos y personajes complejos. Pienso, dibujo y ordeno en un proceso mental que se expresa de manera física como una ansiedad creciente. Con la agilidad de un gato, salto de la cama y surco la oscuridad de la habitación hasta llegar a la máquina. Allí, la hoja en blanco me mira de manera amenazante. Comienzo a escupir las palabras de una manera lógica, buscando canalizar todo aquello que me invadía hace un instante. 

Luego de un rato descubro que ese dejo de brillantez no es más que una pila de basura burda y común. Me recuesto nuevamente y prometo ponerle un límite a mi maquinación; entonces, escudriño el cuarto con la mirada y veo la guitarra. A su lado está el pequeño slide de níquel. Pese a la cerrazón de la noche, su reflejo es intenso. Pienso en una nota perfecta, en el choque de las cuerdas con el acero y el sonido que ello produce. 

Las extremidades se me aflojan, mi cabeza levita y estoy entrando en el sueño. Antes de rendirme a su merced, reflexiono ¿será que la música relaja y la literatura enloquece? Entonces, empiezo a elucubrar caminos para responder a la pregunta y cuando me doy cuenta mi tesis comienza a reafirmarse, nuevamente estoy en el plano de la escritura.  Ya siento el cuerpo tenso, la cabeza acelerada y van cuatro giros más entre las sábanas maltrechas. 

Vivaldi estaba en Goethe, el jazz le pertenecía a Kerouac, Arlt hizo lo propio con el tango y Sbarra, con el rock and roll. No hay escrito sin musicalidad. Otra vez salto hacia la computadora y empiezo a tejer estas líneas. Las repaso con cautela buscando el error seguro, la fragilidad gramatical. En algún punto pienso que es un montón de nada. De todos modos, el acto de odiar conlleva el mismo esfuerzo que el de encariñarse. En un giro repentino decido, arbitrariamente, tenerle aprecio a estas líneas. 

Vuelvo a acostarme y pienso en una suave caricia sobre las seis cuerdas. Afuera cantan los pájaros y pronto saldrá el sol.