viernes, 30 de septiembre de 2016

Norman Dios, por Joaquín Rodriguez



La esquina de Colegiales se erige como un oasis pecaminoso a la espera de viajeros sedientos. De un tiempo a esta parte, todas y cada una de nuestras noches comenzaron a morir allí; es que el sitio tiene un extraño magnetismo, una fuerza propia que invoca al más dulce divertimento.

Cada personaje que atraviesa la puerta posee una luz particular; un rostro que vimos alguna vez pero que ya no recordamos; un aura específica que, por relación de oposición, es lo que las demás no son.

Las veladas transcurren bajo la influencia de la voz de Moura, los teclados de García y la guitarra de Richards. Mientras, la exótica fauna fluye de un rincón a otro. Hay musas corruptas que beben vino del mejor, intrépidos de narices inquietas, haraganes planeando su holgazanería y hedonistas de la alta escuela. Las coqueterías de una noche se reparten como naipes entre lobos solitarios que prueban suerte, y muchachas dispuestas a hacer la calle.

Detrás de la barra, desde una especie de altar pagano, Norman Dios vigila todo con sus lentes redondeadas y amarillentas. Su figura es tan antológica como inmensa; delante de la manada apenas disfruta de placeres que rozan lo mundano. Sin embargo,  es más consciente que nadie de que puede alcanzar lo que quiera con tan solo pedirlo. Su séquito cercano es igual de llamativo que él, pero el papel de gurú queda absolutamente reservado a su persona.



Al menos dos veces a la semana toda la magia de Buenos Aires pareciera condensarse allí. No es exactamente la imagen de un antro de perdición, pero a veces hasta los mares más calmos ocultan tempestuosas calamidades…



miércoles, 28 de septiembre de 2016

Haikus, por Alan Rebottaro



*

El sol incendia
las gotas de rocío
cada mañana.

*
                                 
                                     A Dardo Dorronzoro


Dardo despierta
y el martillo ya sabe
qué significa.


*

Los decididos
comienzan a incendiarse
bajo la lluvia.

*

Somos testigos
del tiempo que nos quema
y nos abraza.


*

Un paso en falso
y por poco tropiezo
conmigo mismo.

*

No estamos lejos
la distancia es apenas
un espejismo.

*

Las coincidencias
suceden cuando todo
es imposible.

*

Apareces
y poco a poco caigo
en tus abismos.

*

En las mentiras
suele haber, a menudo,
ciertas verdades.

*

Tal vez el tiempo
acomode las piezas
en su lugar.

*

Solo una chispa
en medio de la noche

y arderá el mundo.



lunes, 26 de septiembre de 2016

Tropiano Licario, por Agustín Rivero


                                                     UNO*


I

Desde el día que ingresó en mi casa, Tropiano Licario alteró mi forma de sentir la vida. Tardó un mes en irse, y su recuerdo todavía emigra y regresa, me alegra y entristece en partes iguales. Este escrito intenta ser a la vez un homenaje a su persona, una defensa ante sus detractores y un grito en la noche que busca desesperadamente un eco. Homenaje, defensa o grito, espero que llegue a ser al menos una de las tres.

Tropiano llegó como llegan las mejores y peores cosas: corriendo y a las apuradas, sin previsión ni contemplación ni lugar a dudas. Yo tomaba mates en el atardecer de agosto de mi vereda, observando una vez más el movimiento alegre de mi barrio los viernes, el día más feliz de la semana según pude comprobar así, observando a la gente y mateando sentado en el único escalón del umbral, de espaldas al pasillo de enredaderas que conduce hasta mi casa y también de espaldas a la semana de inútil trabajo. De repente estaba parado a mi lado, sin saber yo de dónde había salido ese muchacho alto y alterado, evidentemente nervioso por su forma de hablar y el sudor que manaba de su cara. Me tartamudeó unas palabras que apenas pude entender, me pedía permiso para ocultarse en mi casa de unos tipos del banco que lo andaban persiguiendo. Le creí intantáneamente, quizás por la cara de buen tipo, quizás porque a mí también los del banco me siguen aunque con métodos más sutiles, llamadas a mi casa, publicidades en la radio, ese tipo de cosas a las que todos estamos absurdamente acostumbrados. Sin dejar de cebar, sentado como estaba, le indiqué que franqueara el pasillo, obviara la escalera que asciende hacia la izquierda y me esperara en el patio interno que se abre al final.
Se me ocurren las cosas que objetaría en este punto el ciudadano medio mediático: que estoy loco, que no es cuestión de dejar pasar a cualquier extraño, que los tiempos están bravos, y tantas pavadas más. Quizás tengan razón, no se crean, pero a él lo vi desde el primer momento muy cercano, ustedes lo habrán sentido algunas veces, esa sensación cuando conocés a una persona que se cruza en tu camino y te das cuenta de que vale una fortuna, le querés tirar encima toda tu amistad y tus mates y abrazos y charlas, y a veces resulta pero otras veces somos demasiado educados como para evidenciarlo de primeras y al final nos guardamos todo, una lástima. Yo me la jugué, y me alegré de haberlo hecho cuando pasó a paso de hombre una camioneta de vidrios polarizados con el repugnante logo del BancoBani. Frenó a la altura de la casa de doña Eloísa, la cartonera, hizo marcha atrás y al bajar el vidrio para hablarme pude ver las dos caras de perro sabueso metidas en trajes negros impecables que me miraban desde atrás de sus anteojos también polarizados. La imagen me produjo desde el estómago una carcajada que no evité, y les contesté sonriendo que no, que no había visto a nadie corriendo por acá. Por primera vez en mi vida sentí la incalculable satisfacción de reírme en la cara de un banco, de verlo derrotado e impotente ante la complicidad de dos personas comunes y de un barrio que ahora le cerraba las puertas mientras la camioneta se alejaba.
Tomé dos o tres mates más, saboreando en cada uno la victoria y riéndome solo. Me levanté y desanduve el pasillo haciendo bailar la pava en mi mano izquierda; si hay un adjetivo que le cabe a mi felicidad es “simplona”. Encontré a Tropiano agachado regando las plantas, cosa que yo olvidaba hacer cada vez que podía. Confirmé instantáneamente la corazonada que había tenido afuera, pero no sospechaba en ese momento las magias que son capaces de albergar algunas personas. Por nuestra primera charla me enteré de pocas cosas, en primer lugar de su nombre saltimbanqui y andariego, que juzgué una deliberada y divertida alteración de un personaje de Lezama Lima que aseguró desconocer. También me enteré de que había estado viviendo en una pensión a la cual lamentaba no poder regresar ya que había dejado sus pocas pertenencias, entre las que contaba una instantánea de su queridísima Amatista Villaflor. Intenté animarlo diciéndole que a pesar de su desgracia había encontrado en mi casa una cama donde pasar la noche y comida que con gusto le cocinaría, siempre que él me contara su historia. Me agradeció efusivamente y me dijo una frase que guardo junto a otras que me fue regalando a lo largo de su estadía:
-Vivo con la convicción de que incluso al más sabio en materias como la física cuántica o las finanzas internacionales se le queman las tostadas de vez en cuando.












* Este escrito es el primer capítulo de una novela que está en proceso. El blog de su autor es tropianolicario.blogspot.com.ar



viernes, 23 de septiembre de 2016

La sonrisa de Richards, por Joaquin Rodriguez








Aquella noche en La Plata, cuando las luces ya estaban encendidas, empecé a sentir el peso de la velocidad de los días. La voz del Pela en el teléfono, apenas dos noches atrás, me hablaba de salir por una cerveza, mientras el colectivo se sumergía en la inmensidad de avenida Córdoba dejando en su camino un tendal de luminarias que se extendían como una especie de alfombra galáctica hasta donde la vista llegaba. Ahí sentí el quiebre.

Luego vendría la ruta de los bares, la lluvia, las agendas, los teléfonos y toda la información recolectada entre la aspereza del whisky y la cerveza que nos ponía en el punto febril. La rendición de cuentas en el baño y de rodillas sería un precio barato de pagar. Más tarde, llegaría la odisea, el tren sucio y cotidiano, la jornada soleada, y más alcohol. La palabra mágica. Sobre la hora y como pidiendo permiso, el objetivo cumplido: la entrada en mano que anunciaba, desde un cartón barato, que tenía el permiso legal para ingresar al Estadio Único.

Y Pela, que esperaba en la puerta de casa apoyado en su auto, como invitándome a beber un poco más quizá bajo la influencia de Love is strong, que era lo que los parlantes escupían a la calle en ese momento, dotando a las cosas de un erotismo exótico, marginal. Con la moneda justa y habiendo conseguido el boleto apenas tres horas antes del show, partimos rumbo a La Plata a rendir pleitesía a sus majestades. 

Repasando esas jornadas tan frenéticas como etílicas, puedo caer en el olvido de algunos detalles. Sin embargo, hay algo que llevo a fuego en mi mente de aquel concierto que nos dejó a todos en éxtasis, como ingresando a un nirvana ajeno por cuestión de dos horas. Ese condimento imborrable es y será por siempre, la sonrisa de Richards. De bandido audaz, cálida y hermosa, brillante pero simple, como su forma de tocar; un tanto diabólica, sí, pero entrañable, como de un pícaro que sabe que pecó más de una vez, aunque no pide redención por ello. Es sincera. Su cuerpo posado en la punta del escenario, su guitarra al hombro y sus dientes blancos iluminando al público sediento, que coreaba su nombre como si en ello le fuera la vida.

Me permito, por un instante, salir de los esquemas cientificistas y manuales de instrucción para compartir esta breve vivencia personal de aquellos tres días tan demenciales como estupendos. Es un ápice mínimo de un show que superó toda expectativa reinante. Quien quiera leer más sobre él, puede buscar las crónicas de época en los heraldos locales. Por lo menos a mí, me resulta inabarcable.






martes, 20 de septiembre de 2016

“Soy una especie de Alien”. Una entrevista a Bret Easton Ellis. Por Rodrigo Fresán




Aunque ustedes no lo crean: el escritor que convoca convocar vía twit a festejar la muerte de J. D. Salinger y el espectador que rompe a llorar frente a la pantalla de Toy Story 3 son la misma persona: Bret Easton Ellis. Alguna vez enfant terrible de las letras norteamericanas y hoy autor de un escandaloso clásico moderno llamado American Psycho, Ellis ha decidido celebrar su cuarto de siglo en seísmica actividad volviendo a los orígenes. Así, Suites imperiales es una réplica y onda expansiva de Menos que cero y, al mismo tiempo, para él, un volver a empezar.

¿Estaba ya en sus fantasías, hace veinticinco años, reencontrarse con los jóvenes perdidos de «Menos que cero»?
El libro es algo así como una sorpresa. Un nuevo principio en más de un sentido, aunque, paradójicamente, remita directamente a mi debut como novelista. Una nueva dirección. Aunque esto no haya sido algo calculado. No soy del tipo de escritor que traza un mapa o plantea una estrategia y luego lo sigue. Escribo lo que siento. Lo que no quiere decir que, una vez decidido el tema y trama o tono del libro, no lo planifique cuidadosamente antes de plantarme frente a mi ordenador. Tenía perfectamente claro cuál sería la primera oración y cuál sería la última y las cosas que ocurrirían entre una y otra. Lo que no puedo –y no me interesa controlar– es la idea para una novela. De dónde viene y por qué.
Lo que, supongo, no le impedirá precisar unas mínimas coordenadas en cuanto a la génesis del asunto…
Digamos que no soy uno de esos escritores pragmáticos. Tampoco soy uno de esos escritores, como Chuck Palahniuk, que sienten la necesidad de publicar todos los años. Yo me tomo mi tiempo. Varios años. Y el libro acaba siendo una especie de espejo más o menos deformante de lo que ocurre en mi vida mientras lo escribo. Empecé con  Suites imperiales y me mudé de Nueva York a Los Ángeles para trabajar en una película. La experiencia resultó ser un desastre. De pronto, estaba rodeado de mucha gente que me mentía. Y me puse muy paranoico. Y me puse a leer de nuevo a Raymond Chandler. Los Ángeles nunca se me hizo tan solitaria como entonces. Y tuve una relación con alguien muy inestable. Y fue una época espantosa. Pero, como siempre, todo eso me llevó a escribir acerca de lo que me pasaba. No como crónica sino como reflexión emocional, como estado de mente. Y nada se pierde y todo se transforma, y –presto– resulta que Clay, mi viejo personaje, era guionista de cine.

Supongo que esto significa que no se ve, dentro de otros veinticinco años, escribiendo una continuación de «Suites imperiales» con un Clay casi septuagenario.
No. Es decir: no puedo imaginármelo desde el aquí y el ahora.
Lo pregunto porque pienso que el tema de «Menos que cero» era ser joven durante los 80, mientras que el tema de «Suites imperiales» es ya no ser tan joven aquí y ahora. La edad aparece en todos sus libros como factor decisivo, y en «Suites imperiales» Clay se define como «adolescente viejo».
Puede ser… Aunque el tema de envejecer no es algo que me interese. Es como hablar del clima: todo el mundo lo hace, todos envejecemos. Pero sí es verdad que en todos mis libros los protagonistas tienen la edad que tengo yo mientras los escribo. Dieciocho o diecinueve años en Menos que cero. Patrick Bateman tiene veintialgo en American Psycho. Treinta años en Glamourama. Lunar Park es la frontera con los cuarenta… En realidad, si hay que pensar en un tema para Suites imperiales, hay que definirlo en términos de estilo y género: Chandler, la novela de Hollywood, el Los Ángeles noir y la adicción a cierto tipo de narcisismo inseparable del mundo del cine.

De ahí el tránsito natural de Clay hacia las películas.
Clay, con todos sus problemas, es un romántico. Y también es un masoquista. La capacidad de amar está siempre ligada a la voluntad de sufrir amando. Volviendo a lo de antes: no me interesaba la idea de un Clay más viejo. Sí me interesaba en lo que Clay se había convertido, habiendo sido educado en el ambiente lujoso y permisivo de Menos que cero. Me interesaba su personalidad, no sus arrugas. Y, sobre todo, me interesaba saber qué pensaba Clay acerca de cómo habían salido las cosas. Y así, de algún modo, supe que Clay era ahora un guionista de cine.

¿Y sabe cómo es Ellis? Es decir: ¿existe un Personaje Easton Ellis o un Lector Ellis? ¿Le preocupa el cómo se lo ve desde fuera?
Nada me interesa menos. Pero tal vez esto suene un poco brusco, así que intentaré explicarme… Por un lado, el lector no tiene nada que ver con la construcción de un libro. Yo escribo el libro porque quiero escribirlo y porque significa algo para : yo descubro y hasta corrijo cosas sobre mi persona mientras estoy ahí dentro. Es decir: soy un novelista. Y eso es algo que sucede nada más entre la novela y yo. No tiene nada que ver mi agente o mi editor o mi mejor amigo o, mucho menos, mis lectores. Empieza y termina en mí. Por y para eso escribo. Porque me gusta y me sirve estar en esa situación. En absoluto pienso en las reacciones de segundos y terceros.

Pero el público o los lectores siempre suelen esperar algo de usted.
Sí, y me divierte mucho que la gente piense que yo intento escandalizarlos con mis libros. Esa idea de que soy una especie de provocateur que tiene que vivir todo eso para después ponerlo por escrito. Y no es así en absoluto. Hay lugares a los que sólo voy en mis ficciones. Lugares muy oscuros a los que ni se me ocurre ir más allá de mi teclado. De ahí que siempre me extrañe ser considerado «el chico malo de la literatura norteamericana» o «el príncipe oscuro de las letras de Estados Unidos». No hay problema si les resulta cómodo verme así. Pero yo jamás tuve ni tengo la intención o tentación de ganarme ese título.

O sea, que está cansado de la idea de Ellis como personaje de Ellis.
Sí. O no. Es decir… Ya son veinticinco años viviendo con eso; así que me he acostumbrado a ser una especie de marca. A que la gente diga «ayer tuve una noche muy Bret Easton Ellis». En cualquier caso, el que tus ficciones sean el referente automático para una determinada situación o estado de ánimo no deja de ser una suerte de elogio.
La obra como definición…
Así es. No está mal que tu apellido salga en conversaciones como referente y que la gente entienda de inmediato qué significa. No deja de ser una etiqueta reconocible. Dicho esto, repetiré lo que digo siempre: mi vida no es tan agitada. Mientras todos andan por allí teniendo «noches muy Bret Easton Ellis», lo cierto es que Bret Easton Ellis está en su casa, solo, viendo la televisión.
Y qué hay de esa otra etiqueta: «Escritor generacional».
Puro y completo accidente. Con Menos que cero lo que yo hice fue nada más escribir una novela sobre la alienación que yo sentía siendo un adolescente en Los Ángeles. Empecé esa novela mientras estaba en bachillerato y jamás pensé que sería publicada. La empecé como un diario íntimo, un lugar donde descargarme. Y en algún momento mutó a novela y se editó; pero yo no pensaba nada más que en mis amigos como posibles lectores. Resulta que la leyó bastante más gente y me convertí en escritor generacional. No hay problema. Pero no fue algo calculado.

Y luego «American Psycho», clásico moderno y una de las novelas más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX…
Bueno, gracias…, pero de nuevo… Mire, ahora me siento cómodo y sincero hablando sobre American Psycho. Cuando salió, con todo el escándalo, yo repetí una y otra vez, a modo de defensa, que era una novela satírica o una denuncia virulenta que se reía de o condenaba al universo de Wall Street, de los yuppies y sus excesos. Pero lo cierto es que se trata de algo mucho más personal.

¿«American Psycho» «c’est moi»?
Algo así. Es una novela sobre mi soledad, mi alienación, mi dolor, mi frustración por convertirme en un hombre dentro de una sociedad que me resultaba tan atractiva como repulsiva. Un sitio en el que quería encajar; pero al mismo tiempo me daba tantas ganas de vomitar...
¿Habrá «American Psycho II»?
Absolutamente no.
¿Piensa que, a su manera, Clay padece la misma «enfermedad» que Patrick Bateman? ¿Es otro «american psycho» o un «american paranoid»?
Mmmmmm… No suelo responder a ese tipo de preguntas porque me suenan a material para tesis universitaria. No pienso en mi obra a ese nivel. No diagnostico. Aunque podría inventarme en el acto un buen puñado de ideas literarias. Pero me niego a eso. Ya que estamos: ¿a usted qué le parece? ¿Padecen el mismo virus?
Me parece que no.
Ok. Me alegra que piense eso… Así que no era una duda suya, sino curiosidad acerca de lo que yo pensaba.
Sí.
Pues se va a quedar con la curiosidad, ja.
¿Me quedaré también con la curiosidad de cuál fue el disparador de «Suites imperiales»?
La idea de Suites imperiales no es algo nuevo. Pensé por primera vez en una secuela de Menos que cero mientras estaba metido en Lunar Park. Y releí entonces mi primera novela, porque el protagonista de Lunar Park es un escritor llamado Bret Easton Ellis. Una exageración de Bret Easton Ellis. Y, para redondearlo como personaje, necesitaba volver a leer aquello que lo había convertido en Bret Easton Ellis a los ojos de los lectores y, me temo, del público en general. Y releyendo Menos que cero fue inevitable para mí pensar: «¿En qué andarán Clay y sus amigos por estos días?»

Y, una vez lanzado, ¿qué es lo que ocurre? ¿Cómo trabaja?
Yo siempre sigo dos pasos a la hora de escribir una novela. Primero me encargo de lo que yo llamo la parte emocional: decidir qué les va a pasar a los personajes y cómo les afectará eso que les ocurre, cómo se expresan, cómo piensan. Y después viene la parte técnica. Y tanto en una como en otra parte, lo importante es no tener miedo. Y tener claro que escribir es divertido. Algo excitante que te puede llevar a sitios en los que nunca estuviste y en los que, de pronto, estás viviendo y donde vas a pasar un tiempo largo. Para mí no hay momento de mayor felicidad que cuando se me ocurre la idea de un libro. De pronto tengo un sentido, una dirección, algo que me saca de las miserias del mundo. Y tiene su gracia: porque mis novelas a menudo surgen a partir del dolor y la confusión y la pérdida. Y tratan sobre todo eso. ¡Pero yo soy tan feliz poniendo todo eso por escrito!
¿La ficción como catarsis de la no ficción?
No, como drama. La novela surge del drama y uno escribe sobre momentos tristes para averiguar cómo te pasó o sentiste todo aquello. Pero el acto de la escritura en sí es para mí la felicidad absoluta. Todo esto para decir que me gusta mucho escribir.
Y aún así no le gusta sentirse un escritor entre escritores.
No me siento parte de ningún gremio o hermandad. Soy completamente ajeno a todo paisaje literario. Soy una especie de alien. Y no tengo ningún problema con ello. Si muchos consideran a Chuck Palahniuk como mi aprendiz, bueno, está claro que el aprendiz ha tenido mucho más éxito que el maestro, ja. Vende más que yo y es más popular, y supongo que la gente tiende a ponernos el rótulo de «transgresores» aunque seamos escritores completamente distintos. Conozco a Chuck y jamás conversamos acerca de mi posible influencia en él. Una cosa es cierta: el tratamiento que se me da como escritor no es el mismo que el que reciben Michel Chabon o Jonathan Franzen o Jonathan Lethem. Son muy buenos escritores. Kavalier y Clay y Las correcciones y La fortaleza de la soledad son muy buenos libros. Mejores que American Psycho… No, no mejores: distintos. Tal vez ellos sean más talentosos en términos de escritura y fraseo. Yo no creo que pueda escribir el tipo de oraciones que escribe Franzen. Pero American Psycho significó y significa mucho para mucha gente que conectó con él. Definió algo y es muy extremo y nada convencional.

¿Y qué pasa con el ambiente del cine? Tiene varios proyectos en puertas y parece sentirse más cómodo allí.
Mi vínculo con el mundo del cine es muy superficial. La gente piensa que es mucho más importante de lo que en realidad es. De pronto empezaron a encargarme trabajo como guionista. Pero nunca fue mi ambición ser parte de Hollywood, aunque es mucho más divertido que vivir en la pedestre y moribunda cultura neoyorquina. Así que huí de todo aquello. Tampoco me pagan mucho, no me estoy haciendo rico escribiendo blockbusters. Estoy más metido en proyectos independientes de esos que tal vez se hagan y tal vez no. Y alguna cosa en televisión, medio que está pasando por un momento muy interesante. Lo que me atrae ahora es relacionarme con gente creativa e intentar que alguno de esos proyectos prospere. Eso sí: hay que saber mantener cierto equilibrio y no dejar que te devore el cine o la televisión porque son, también, medios muy frustrantes. Nunca hay que entregarlo todo allí. Hay que guardarse buenas cartas para jugarlas en la mesa de la novela. Yo sé que mi novela será publicada; pero no puedo asegurar que mi película o mi serie será producida, estrenada o emitida. Ser creativo en Hollywood no significa, necesariamente, crear algo para que los demás lo vean.

Lo que significa que no cree, como muchos, que la Gran Novela Americana pase hoy por las series.
No. Pero, en cualquier caso, todo pasa ahora por la imagen. La gente ha perdido la paciencia con los libros. No dispone de tanto tiempo. Ni siquiera posee la capacidad de atención que solíamos dedicarle antes. Es un hecho. Me pasa a mí, que soy un escritor. Imagínate lo que le pasará a alguien que es nada más que un lector. Yo ya no aprendo nada del mundo a través de una novela. Yo ahora leo novelas como alguna vez leí poesía. Para relajarme. Ahora estoy leyendo un libro asombroso: Ghostwriting, la primera novela que publicó, hace años, David Mitchell. Es hermosa. Y la prosa es admirable. Si lo hubiera leído hace unos diez años, cuando apareció, me habría resultado fascinante y habría aprendido mucho de él y de sus personajes y de las muchas y muy diferentes vidas que llevan. Pero ya no. Eso se terminó. Esa manera de leer no funciona. Hubo un tiempo en que las Grandes Novelas Americanas eran parte inseparable de la cultura americana porque ofrecían, además de una historia, información que no se podía obtener en ninguna otra parte. Menos que cero es un buen ejemplo de ello: leyéndola la gente se enteró de cosas y de ambientes y de costumbres que desconocía. Ya no. La novela ha dejado de funcionar en ese sentido, y tiene que ver con la caída del imperio de la novela. Lo que no quita que sea conmovedor el hecho de que Time ponga a Franzen en su portada como forma de asegurar y certificar la supervivencia de la especie. Buena idea. Bonito gesto. Me encanta. Pero… Escuche, no puedes mirar a otro lado para no ver. Los seres humanos evolucionamos, las cosas cambian y ciertas tecnologías se vuelven obsoletas.

De ahí que llore con «Toy Story 3»…
Lloré todo el tiempo; no sólo al final. Es una obra maestra y, con mucho, la mejor película que he visto ese año. Tomen nota: «El príncipe oscuro» llora viendo Toy Story 3.

Pero no llora cuando muere Salinger, con quien se lo comparó al salir «Menos que cero». Fue muy comentado su mensaje en Twitter: «¡Yeah! Gracias a Dios que por fin se murió. Llevo esperando este jodido día desde siempre. ¡¡¡Party Tonight!!!»
Así es el Mondo Twitter: algo que asquea y fascina. Hay que escribir dentro de ese registro. En cuanto a lo de Salinger… Ese viejo gruñón que siempre nos odió a todos… Claro que me puso triste; pero fue mi manera de oponerme a la avalancha de necrológicas sentimentales que, sabía, caerían sobre nosotros. A mí me gusta Salinger y ese twit en realidad no era exactamente sobre Salinger. No voy a explayarme sobre el asunto. Sólo diré que sirvió para volver a experimentar la percepción que la gente tiene de mí: la mitad de los que lo leyeron querían matarme, la otra mitad pensó que era el twit más gracioso que jamás habían leído. Otra vez, lo de siempre: se me ama o se me odia.

Comenzamos hablando de la juventud y del envejecer y ahora terminamos con la muerte. ¿Alguna idea de cómo serán los «twits» que comenten la futura muerte de Ellis?
Que digan lo que quieran… Pero no me lloren. Y por qué no: se murió Ellis. Por fin. Party Tonight!!!

Tomado de: ABC.es Cultura, 17/09/2010.



lunes, 19 de septiembre de 2016

"Queen, o la maldición de los monstruos", por Sergio Agosti










Queen fue otra de aquellas bandas monumentales que sufrieron esa lógica inexorable que hace pedazos a los más grandes. Las excepciones son casi nulas. Pero vamos desde el principio.

Allá por 1968, entusiasmados por la explosión de los “Power Trío” como Cream o la Jimi Hendrix Experience, dos chicos del Imperial College de Londres, Brian May (guitarra) y Tim Staffell (bajo), buscaron mediante un aviso a un baterista en la línea “Ginger Baker” para así formar su Power Trío. Y ese resultó ser Roger Taylor. Y así fue que nació Smile, una banda que solo grabaría seis temas antes de que, frustrado, Staffell los abandonara por la seguridad de la Oficina Postal, no sin antes introducirlos a un amigo suyo, un bicho extravagante y nativo de Zanzíbar, de nombre Farrokh Bulsara, un notable pianista con formación clásica y dotado de una voz muy particular que ya había influído en Staffell cuando éste decidía hacerse cargo de ser la voz líder de la ya extinta formación.

Disuelto el trío, los tres se metieron de cabeza a componer material propio que, con el soporte de ocasionales bajistas (Mike Grose, Barry Mitchell, Doug Bogie), empezaron a tocar en cualquier pub o taberna disponible. Con la llegada de John Deacon grabaron un demo que, luego de conseguir un contrato con Trident en 1972, sería su primer disco.

El álbum se llamaría “Queen” (nombre que habían adoptado para la banda) e incluía un tema de Smile firmado por May y Staffell. El estilo se afirmaba en una base de rock sólido y potente al estilo Zeppellin- Sabbath, pero adornado con la semilla de aquellos arreglos corales que escribían –sí, escribían- May, y el ahora apellidado Mercury, y que luego pasarían a ser el sello distintivo de la banda. La morfología de las canciones es decididamente progresiva, intrincada, con muchas variantes a la manera de otras bandas de la época como Yes, Genesis o EL&P. Cabe destacar el dato curioso de la voz de Taylor, capaz de alcanzar y superar el rango de una soprano. Ya se vislumbraban alarmantes momentos de buen gusto que se potenciarían hasta el comienzo de la decadencia con The Game, octavo álbum que se grabaría en 1980 luego de dos años de gira por el mundo. Esto no invalida la consecuencia de siete álbumes arañando la excelencia, algo poco común en la música popular y, arriesgo, académica. El disco finalizaba con una idea en fade que luego se convertiría en la canción final del “Lado Negro” del segundo álbum. 

Como hasta 1977 y el LP News of the World no utilizaron sintetizador alguno, todos los sonidos se hacían de manera analógica, modificando el pitch de las cintas, utilizando todo tipo de artilugios caseros tal como grabar a través de ventiladores, latas de conserva haciendo de micrófonos, instrumentos de juguete, etc. Pero, tal vez, el signo sonoro más significativo sea el de la guitarra de May: un instrumento construido por él y su padre a partir de la madera de un viejo hogar y con una configuración de micrófonos creada por él mismo. La ejecución la hacía no con una púa, sino con una moneda de 5 peniques o la yema de sus dedos. Por eso su sonido es aún hoy único.

Hay solo un saldo negativo para esa era de oro de la banda y son las mezclas: no sé quién cortaba los masters definitivos, pero hay discos que, si no se escuchan con la compresión adecuada, pierden cualidades que hacen al corazón mismo de la obra.

Tal vez quede como firma indeleble esa aplicación y minuciosidad por el detalle, las paredes de hasta doce guitarras (God Save the Queen, track final de “A Night at the Opera”), las voces armonizadas que, capa sobre capa, emulaban la ampulosidad de un coro polifónico digno de las más pretenciosas cantatas de Mozart o Bach, la amplitud estilística desde un rock casi tan pesado como el de Sabbath hasta las más mortíferas y chopenianas baladas que merecían el mote de himnos, la voz tragicómica de Mercury, capaz de ir desde la cima del desgarramiento hasta la ligereza del vaudeville, la base sólida y eficaz de Deacon y Taylor. Una banda definitivamente “de estudio” que en vivo se las arreglaba en base a potencia para no perder esa cualidad. Algo que pocos monstruos lograron.

Y la década del 80, que traería una renovación en el rumbo de la música sería impiadosa con los viejos monstruos, los llevaría, de la mano del productor alemán Mack, lentamente a la decadencia[1] que terminaría con la muerte de Mercury y la disolución de la banda.

Que hoy May y Taylor sigan girando con algún cantante salido de American Idol, solo deja como comentario la entereza y respeto de Deacon, que supo decir no y mantener así intachable el recuerdo.

Dios salve a la Reina. Otra víctima del maleficio del éxito.





















[1] No confundir popularidad con calidad compositiva es determinante para entender la apreciación.

viernes, 16 de septiembre de 2016

Llaman a la puerta, por Joaquín Rodriguez




La calle se sumía en una quietud inusitada. Al final de ella, las dos luces del Ford negro rompían con la niebla e iluminaban el gris empedrado. Era una noche de luna, en la que los gatos se paseaban con una impunidad irrisoria entre los pórticos de las casas.  Del coche bajó Gómez. Tras él, la puerta se cerró haciendo un estruendo horrible, como si un meteorito de chatarra chocara contra la tierra a miles de kilómetros por hora.  Llevaba un tapado ocre, sombrero color café y una barba desprolija que trepaba por sus mejillas. Cerca de él, un can olfateaba los basureros repletos de mugre.

El sujeto caminó hacia un viejo portal oscuro; era de un metal alto y fino, como si detrás de él se ocultaran unas escaleras. Debajo de sus botas, se oía el crepitar de las hojas otoñales. Se paró justo debajo de un balcón con la fachada desgastada; podían vislumbrarse algunos ladrillos de la derruida pared. Encendió un cigarro y tocó el timbre; mientras esperaba la respuesta, pensó en Mirtha. También en Luis y en cómo habían discutido el día anterior. Recordó el partido del domingo; eso lo distrajo y lo alegró por un instante que se deshizo en cuestión de segundos. Enseguida se dio cuenta que nadie respondía a su llamado. Volvió a insistir, pero esta vez con más virulencia que en su primer intento. No hubo caso. Nadie reparó en su llamado.

Caminó presuroso hacia la calle para tener una mejor perspectiva del balcón. El perro seguía cerca de él, pero ahora desataba su furia con una bolsa de basura. Se entretuvo viéndolo lidiar contra la suciedad hasta que de repente, dos estallidos dinamitaron por los aires el silencio de Boedo. Un tándem de proyectiles cruzó la calleja de lado a lado silbando sobre los adoquines que reflejaban los faroles.

Gómez cayó fulminado junto al cordón. Un hilo de sangre fugó de su boca con rumbo a la alcantarilla y se fundió con el agua pestilente. Sus dedos apenas alcanzaron a asfixiar la culata de su pistola, a la que nunca pudo desenfundar de la cartuchera. 

Al día siguiente, su mujer lo lloró en la iglesia de la Sagrada Concepción. El perro no volvió a aparecer por Boedo.



miércoles, 14 de septiembre de 2016

Siempre es lo mismo, por Román Bay






Cada tanto alguien se anima a decir algo desde la antena de su propio corazón y no desde el estereotipo trillado de la máscara roquera con todas esas poses de reviente barrial perfectamente estudiadas en el espejo de sus baños. Hace poco salió Los regalos, de Federico Hoffmann. Está en bandcamp, se puede escuchar ahí. El compositor es alguien que se anima a decir esas emociones eternas: miedo, amor, gratitud, soledad, etc. pero intenta nuevas formas para emociones eternas y siempre actuales. El que se adentre en Los regalos va a encontrar una cita de J. D. Salinger, sin pedirle permiso a nadie, entre programaciones, guitarras eléctricas y coros. Hoffmann tienen una de las voces más poderosas y dulces del rock vernáculo. Y sus letras son poemas para cantar.

Prietto es otro artista innegable. Es cierto que canta con una inflexión en la voz parecida al gran Pity Alvarez. Por otra parte, Pity es uno de los poetas más grandes de nuestro país. Nadie podría negar la influencia y filiación entre Prietto viaja al cosmos con Mariano o Los espíritus y Manal. Pero Prietto tiene una obra sobre la que descansar. Un ramillete de discos con composiciones variadas y admirables. Y sobre todo el poema Prietto. Esas letras no tienen nada que envidiarle a la desvencijada lírica actual de los roqueros argentinos y su coro plañidero de plagiantes en formol.

El tucumano Patricio García, ex Los chicles, haga lo que haga lo va a hacer bien, porque es un artista, no solamente un músico con talento. Dios me ha dicho que ponga la bomba es su último disco y hace años que estoy esperando el próximo. Los conjunto, desde San Juan, tienen carisma, sin pose. Hacen un rock psicodélico inesperado. Hablan así: “Flashamos un misticismo barato porque es más fácil conseguir cerveza que ayahuasca.” Ellos están más cerca de Bukowski que Iván Noble, que se las da de bohemio y es un careta.

¿Qué pasa? ¿Ya no hay valor en la originalidad? ¿Dónde quedó en la escena roquera la voluntad de ruptura? Las mismas canciones que hablan de las mismas cosas con las mismas palabras. Siempre es lo mismo, nena; Pappo tenía razón. Borges dice que las emociones que genera la literatura quizás sean eternas, pero los medios para generarlas tienen que renovarse continuamente (“Las versiones homéricas”). El detalle parece una proeza de estilo para la gran mayoría de bandas en la soporífera actualidad de la escena argentina. El rock nacional no agoniza pero hace la plancha en una laguna de conformismo.

En la literatura también es comprobable esto que digo. Si alguien lee El túnel, de Ernesto Sabato, si alguien pierde su tiempo y lee Sabato, y además lo considera original, es porque no leyó El extranjero, de Camus. El lenguaje desafectado de Camus, sus frases cortas, la ausencia de motivación psicológica que presenta su personaje evidencia que Sabato le afanó a Camus la esencia de su novela. Sabato no inventó nada, copió a Camus. Leer a Alejandra Pizarnik sin haber leído a Antonio Porchia es leer ingenuamente a Pizarnik. Hay textos en prosa de Pizarnik que son pastiches del nonsense de Lewis Carroll, ejercicios de imitación o emulación. Por eso Rimbaud siempre va a ser original, porque él y Lautréamont inventaron algo que incluso hoy se sigue emulando. Son absolutamente modernos. Claro que leer la literatura desde escuelas o ismos en una idiotez de erudito. Pero hay una base. José Hernández no inventó la gauchesca. Si uno lee a Bartolomé Hidalgo o a Estanislao del Campo va a encontrar giros que aparecen en Hernández. Pero hay diferencias. La gauchesca con El gaucho Martín Fierro dio un salto. Hernández hizo algo con el género para que trascienda. Todos somos hijos de una generación, decía Osvaldo Lamborghini. Todos toman cosas de otros, pero algunos las estiran y hacen algo nuevo, otros solamente copian. No estudié Letras, pero me gusta leer y tengo gusto propio.

Charly García le leía por las mañanas la Odisea a su hijo, Migue. Fito tiene una deuda de amor y filiación con Macedonio Fernández y con Los siete locos, de Arlt, y lo dice en sus canciones. Calamaro es lector de Emil Cioran. Spinetta revive a Artaud; Melingo, a Enrique Cadícamo. ¿Catupecu Machu que actualiza? Es como el marxismo de Adrián Dárgelos, con la guita que él tiene podría pavimentar toda la Villa 31; quizás solo le guste hablar de Marx, como a Mirtha Legrand le guste hablar de economía política en sus almuerzos televisivos. ¿Pastillas del abuelo qué actualiza? Si pasan en las radios su música es porque hay gente detrás lucrando con la sordera de los adolescentes. ¿Banda de turistas? ¿Surfistas del sistema? Mejor sigo escuchando Virus o Los abuelos de la Nada. Falta algo más puro y verdadero en la escena vernácula. Quiero escuchar bandas nuevas que digan cosas verdaderas. Las bandas nuevas que escucho se parecen a esas películas de acción hollywoodenses en donde se muestra la misma escena de combate que vienen filmando desde hace siglos. Esa misma larga pelea que nos quiere mantener estúpidos delante de la pantalla. ¿Es pereza? ¿Es comodidad? ¿Es falta de talento? Chano es un reflejo de nuestra música argentina sin talento y con reconocimiento discográfico. Su último video “Carnavalito” da cuenta de su mediocridad llena de guita encima. Hay tanta bandas en el pozo sin fondo del under que no tienen el lugar que buscan quizás por culpa de imbéciles como Chano, que con la guita que hay detrás de él ocupa un lugar desproporcionado para lo desproporcionadamente malo y vulgar de su música con arreglos de pochoclos y confites.

Charly García hizo muchos de sus propios clásicos a partir de temas ajenos: “Popotitos” lo sacó de “Bony Moronie” de Larry Williams; “Me siento mucho mejor”, de “I’ll Feel a Whole Lot Better” de The Byrds; “Sweet Home Buenos Aires”, del tema de Lynyrd Skynyrd o “Influencia”, del “Influenza” de Todd Rundgren. Pero ahí hay un artista mostrando la costura de sus composiciones. No es alguien metiendo la mano groseramente en la estética de los otros. En la revista Rolling Stone, año 2008, Charly comenta: “Una vez le dije a Migue: Si hacemos el mejor disco del mundo, ¿te copás aunque no venda nada? Me dijo que no, y le dije: Sos un pelotudo. Primero, porque el mejor disco del mundo no puede no venderse. Y segundo porque si no tenés ningún ideal, ¿qué música puede salir?” A eso quería llegar. No veo ideales en la gran mayoría de la carnicería discográfica actual. Mucho personaje. Mucha foto y poca tripa. Cancherismo con olor a machismo. Falta profundidad, falta sensibilidad, falta originalidad, falta encierro. Mucha pose fatal, poca lectura. Confío en el underground.








viernes, 9 de septiembre de 2016

"Donde hay que contar el rock and roll, ahí estoy yo". Una entrevista a Sebastián Duarte, por Joaquín Rodriguez





En un viejo bar ubicado en Magallanes y Patricios, allá donde la ciudad se quiebra y el Riachuelo divide La Boca de las márgenes fabriles de Avellaneda, Sebastián Duarte me espera con un cortado en la mesa. Sus cuarenta años se ocultan  tras sus lentes negras y una sonrisa que dibuja al verme llegar. Lo noto cómodo y es natural; gran parte de su obra se ha desarrollado en lugares así. Habitué del San Telmo profundo, ex manager de bandas y periodista de armas tomar, su currículum incluye una vasta colección de libros de su autoría entre los que se destacan “La Constitución Travesti”, “Yo toqué en Cemento” y “Ricky de Flema: el último punk”.

- Tus trabajos están lejos de la figura del escritor académico, te ubicás más cerca del escritor maldito ¿Te considerás como tal?

- Yo soy un tipo de escritor que viene del periodismo; vengo del lado de Walsh,  de Caparrós. Me identifico con el nuevo periodismo, soy hijo de esa nueva generación del estilo gonzo. Henrry Miller, Bukowski, Kerouac y tantos otros me inspiran. Siento mucha afección por ver toda la aldea, todo el panorama. Empecé a los 30 años, con el libro de Ricky. No era tan joven, pero si empecé a esa edad es porque ya no era un pendejo. Creo que me vi forzado a escribir libros por un desencanto con el periodismo. Se han perdido los códigos, algo que me disgustó y me llevó a trabajar solo.

- Decís que el desencanto con el periodismo te llevó a dedicarte a la escritura de libros ¿Cómo fue ese proceso de abordaje de la profesión desde otro ángulo?

- Nunca pensé en escribir libros, lo que me aportó fue todo lo vivido. Siempre fui muy curioso y de almacenar historias vividas o experimentadas. Cuando arranco a escribir comienzo con la vida de Ricky Espinosa, que era de mi barrio. Yo me movía en el ambiente de la música zonal y esa información la tenía viva. Esa obra es también una especie de autobiografía.  Además me motivó el hecho de ser adolescente y leer revistas como “Cerdos y Peces” y soñar escribir en ella; un día sucedió. En los 90, cuando empecé en esto, se hablaba de la “Era de la comunicación”. Yo creo que hoy día vivimos la “Era del marketing”. Hoy con las redes sociales podés construir un personaje tuyo bien alejado de lo que realmente sos. No me gusta, pero si estás al margen de eso, es muy difícil. Una cosa es escribir un libro sobre Ricky Espinosa y otra es escribir un libro sobre Cerati. La diferencia es mucha. Yo apelo a las inquietudes.

- ¿Te pudiste reencontrar hoy en día con el periodismo de redacciones o seguís enojado con el ambiente?

- Es difícil. Hoy cualquier jefe de publicidad tiene mucho más peso que un jefe de redacción, entonces el empresario da prioridad a quien le trae el dinero.  Los que lograron sobresalir lo hicieron en otra época. Hoy un estudiante de periodismo puede generar una polémica nacional con un video filmado desde un celular. En la actualidad, la imagen dice más que la palabra y la palabra siempre debe ser fragmentada, creo que es el ABC de esta época, entonces hay que buscar la vuelta desde el ángulo marketinero para que algo funcione.

- Hay una visión más global del juego

- Antes no era así. Era de otra manera, y ahora no hay códigos ni entre los protagonistas. Traiciones, figuretismo, mucho querer llegar primero, eso genera la inmediatez. La condena de la web es tremenda. No somos jueces, pero todos están juzgando. Si en “Yo toqué en Cemento” yo hablo de Chabán, me dicen “ehh, hijo de puta, estás lucrando con Omar”, entonces hay que pensar muy bien qué repercusiones puede tener una obra.

- “La Constitución travesti” es un libro muy profundo dónde abordás una realidad un tanto fuerte y desconocida ¿Creés que fue un quiebre en tu carrera?

- Fue un proceso largo pero el disparador no fue la idea de escribir. Marcó un antes y un después en mi vida. Primero fueron tres, cuatro años, donde estuve muy vinculado con el barrio de Constitución y el trato con ese submundo. Un día me surgió el hecho de escribir todo eso. “Estoy viviendo en carne propia esa realidad”, pensé, y, ya habiendo escrito una primera obra, sentí la necesidad de continuar. A diferencia de las redacciones o de la grabación de un disco, el escritor es solitario. Vos estás solo frente al espejo tratando de reflejar esa historia que tanto te apasiona y que necesitás contar para el que está afuera. Mi caso fue el de un escritor independiente que tiene la posibilidad de crear algo propio, algo que dispara su imaginación y le interesa. Tengo la necesidad de ser sincero en mis libros, de que se note mi impronta y que soy yo quien escribe. Donde hay que contar el rock and roll, las partes oscuras, ahí estoy yo.

-  Yendo a la cuestión de fondo en sí ¿Qué te dejó el mundo de la prostitución travesti?

-  Me dejó mucha sabiduría y experiencia de vida pero también muchas secuelas: mis realidades y vínculos con la noche; mis encuentros y pérdidas con ella. He perdido mucho, hasta parejas. Cuando te miran, te miran con esa historia detrás, no te ven desde otro lado. No es que soy un flaco que trabaja en una oficina, tengo todo eso de atrás y es muy riesgoso. A mí me trajo muchos conflictos afectivos, siempre generó dudas ese pasado. Son cosas que quedan y que, cuando el otro te observa, te ve con todo eso.  Yo cargo con eso. No lo vivo como algo malo, pero lo padezco a veces. Cuando uno vive intenso, del otro lado saben que están viviendo con un intenso y si el otro no está capacitado para eso, no lo puede entender. Mi hermano, por ejemplo, es médico y todos los ven como médico y lo tratan como tal; ese respeto que hay por mi hermano no lo tienen conmigo. Es una especie de encasillamiento en el que te pone la sociedad. Si yo escribiera poesías verían al poeta.

- ¿Te pesa cargar con ese pasado?

- A nivel afectivo sufrí las consecuencias. No dejo de sufrir porque soy un ser humano; me apena que a veces el otro me encasille tanto. Me duele que el árbol tape al bosque, pero no cambiaría mi elección, ni dejaría de ser quién soy para resolver otro aspecto de mi vida. Si quiero escribir sobre algo que tiene que ver con la noche, voy detrás de eso. Sería muy miserable de mi parte para conmigo mismo renunciar a lo que soy.

- ¿Te arrepentís de algo en cuanto tu carrera?

- Como todo humano a veces hago revisiones y digo “qué tonto que fui”, pero es propio de nuestra condición. La equivocación significa que uno vive. Hay gente que se lo pregunta pero prefiere estar parado en una baldosa y eso le genera seguridad; la gente busca seguridad todo el tiempo y yo también, pero tengo debates y discusiones con mi seguridad. Es algo cultural; una discusión eterna. No siento arrepentimiento pero sí tristeza; no es desde mi condición de escritor sino desde mi condición humana. Uno se puede arrepentir de haber perdido a alguien que quería. Sin embargo, nunca fue una traba: yo seguí escribiendo siempre. Todo es válido cuando te dejás llevar por tu corazón…

“Cuando uno piensa en un escritor, acude a su mente la figura pulcra de un Cortázar, de un Borges. Su escritorio, su traje impecable. No. Yo no soy de esos”, sentencia Seba. Es consciente de que sus letras son corruptas;  hay una presencia nocturna constante que las sobrevuela, como un buitre silencioso que se posa majestuoso sobre los cielos.  Antes de partir lanza una última proclama de factura propia: “Nos vemos por Buenos Aires”, dice.  Su figura, su bagaje y sus fantasmas se pierden calle abajo. Sobre la mesa queda la taza de café vacía y el recuerdo de su sonrisa entradora…