domingo, 25 de diciembre de 2016

Lightning Hopkins. Por los caminos de polvo, por Joaquín Rodriguez






Alguna vez Eric Clapton dijo que su amor por el blues surgió como consecuencia del comportamiento errático y solitario que practicó durante la adolescencia. "Entendí que se trataba de la historia de un hombre y su guitarra contra el mundo. Eso fue lo que me atrajo". Su vacío encontró refugio en el género maldito instaurado por Robert Johnson que sumó acólitos a lo largo de las rutas polvorientas de los EE.UU primero, y alrededor del mundo luego. Uno de los vástagos musicales de Johnson fue Lightnin Hopkins, un muchacho texano que hizo del Mississippi blues un culto.

Su álbum “Texas Blues Man” editado en 1967 es fiel exponente del pulso musical que atravesaba a las poblaciones negras a mediados del siglo XX. Fue grabado en apenas un día con un equipo portátil en una suerte de imagen vívida sobre la rusticidad que acompañaba al género en la época. Le basta al artista su guitarra y una voz venérea para crear una placa en la que demuestra que, además de vivir en carne propia las penurias de la población trabajadora estadounidense, es un guitarrista dueño de un swing abrumador al que poco le importa la prolijidad de su ejecución.
A Hopkins le basta con un puñado de tópicos cotidianos pero no menos pintorescos para dotar de ritmo a su prosa de boogie. Nunca faltan las mujeres que parten dejando solo y lastimado al blusero, los campos de trigo por la mañana y el whisky barato en las letras que conforman las diez canciones del disco. En la portada, su rostro regala una sonrisa luminosa entre la que se cuela un cigarro con boquilla. Detrás, un niño sonríe frente a una típica carnicería local que quedará retratada para la posteridad.

Boogies como Watch my fingers dan dinámica al álbum y contrastan con aquella de armonías más densas como Tom Moore Blues, la genial apertura que obliga a prestar atención a los dedos juguetones de Hopkins que parecen fundirse en una relación sincera con las seis cuerdas. Su entusiasmo guitarrístico se convirtió en uno de los tesoros del buscador; es decir, no hay demasiado material de Lightning disponible, pero quien busca encuentra y no es un hallazgo menor el dar con un blusero de ley, dueño de una impronta fantástica, tan única y corriente al mismo tiempo, que se la podría encontrar en cualquier porche de Kansas en las horas de la tarde, cuando el sol comienza a caer y el trabajo queda para el próximo día. 









miércoles, 21 de diciembre de 2016

Sueño de Dédalo. Arquitecto y aviador, por Antonio Tabucchi






Una noche de hace miles de años, no es posible calcular con exactitud el tiempo, Dédalo, arquitecto y aviador, tuvo un sueño. Soñó que se encontraba en las entrañas de un palacio inmenso, recorriendo un pasillo. El pasillo desembocaba en otro pasillo y Dédalo, fatigado y confuso, lo recorría apoyándose en las paredes. Cuando hubo recorrido el pasillo desembocó en una pequeña sala octagonal, de la que partían ocho corredores. Dédalo comenzó a sentir una gran ansiedad, un deseo de aire puro. Enfiló un corredor, pero éste terminaba contra una pared. Tomó otro, y también éste terminaba contra una pared. Por siete veces lo intentó Dédalo, hasta que, a la octava, enfiló un corredor larguísimo que después de una serie de curvas y de ángulos desembocó en otro corredor. Dédalo entonces se sentó sobre un escalón de mármol y se puso a reflexionar. Sobre las paredes del corredor había antorchas encendidas que iluminaban los frescos azules de aves y de flores.

Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo. Se quitó las sandalias y comenzó a caminar descalzo sobre el piso de mármol verde. Para consolarse, se puso a cantar una antigua canción de cuna que había aprendido de una vieja criada que lo había arrullado en la infancia. Las arcadas del largo corredor le restituían su voz repetida diez veces.

Solo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo.

En aquel momento desembocó en una amplia sala circular, pintada con paisajes absurdos. Recordaba aquella sala, pero no recordaba por qué la recordaba.

Había asientos forrados de paños lujosos y, en medio de la estancia, un amplio lecho. Sobre el borde del lecho estaba sentado un hombre esbelto, de ágiles y juveniles rasgos. Y aquel hombre tenía una cabeza de toro. Sostenía la cabeza entre las manos, sollozaba. Dédalo se le acercó y le puso una mano en el hombro. ¿Por qué lloras?, le preguntó. El hombre levantó la cabeza de entre las manos y le miró con sus ojos de bestia. Lloro porque estoy enamorado de la luna, dijo, la he visto una sola vez, cuando era niño y me asomaba por una ventana, pero no puedo alcanzarla porque estoy prisionero en este palacio. Me contentaría con tenderme sobre un prado, durante la noche, y dejar que sus rayos me besaran. Pero soy prisionero en este palacio, desde mi infancia lo soy. Y volvió a llorar.

Entonces Dédalo sintió una gran zozobra, el corazón le batía en el pecho fuertemente. Yo te ayudaré a salir de aquí, dijo. El minotauro levantó la cabeza y lo miró fijamente con sus ojos bovinos. En esta estancia hay dos puertas, dijo, y como custodia en cada puerta hay dos guardianes. Una puerta conduce a la libertad y la otra conduce a la muerte. Uno de los guardianes dice sólo la verdad, y el otro dice sólo la mentira. Pero yo no sé cuál es el guardián que dice lo verdadero y cuál es el guardián que miente, ni cuál es la puerta de la libertad y cuál la puerta de la muerte.

Sígueme, dijo Dédalo, ven conmigo. Se acercó a uno de los guardianes y le preguntó: ¿cuál es la puerta que según tu colega conduce a la libertad? Y luego cambió de puerta. En efecto, si hubiese interrogado al guardían mentiroso, este hombre, cambiando la indicación verdadera del colega, le habría indicado la puerta del patíbulo; si, en cambio, hubiese interrogado al guardián verdadero, este hombre, dándole sin modificarla la indicación falsa del colega, le habría indicado la puerta de la muerte.

Atravesaron la puerta de la libertad y recorrieron de nuevo un largo corredor. El corredor ascendía y desembocaba en un jardín colgante, desde el cual se dominaban las luces de una ciudad ignota. Ahora Dédalo recordaba, y era feliz al recordar. Bajo los zarzales había escondidas plumas y cera. Lo había hecho para sí, para huir de aquel palacio. Con aquellas plumas y aquella cera construyó hábilmente un par de alas y las sujetó a las espaldas del minotauro. Después lo condujo al borde del jardín colgante y le habló.

-La noche es larga, dijo, la luna muestra su cara y te espera, puedes volar hasta ella.

El minotauro se volteó y lo miró con sus apacibles ojos de bestia.

-Gracias, dijo.

-Ve, dijo Dédalo, y le empujó.

Durante un buen rato quedó contemplando al minotauro alejándose con amplias brazadas en la noche, volando hacia la luna. Volaba, volaba.
























Tomado de: Sogni di sogni, Sellerio, Palermo, 1993. 

viernes, 16 de diciembre de 2016

Guerrin, por Dylan Flores




todo se lo chupa el tiempo. el olvido es una excavadora oscura. si nos deja en la cancha, es solo para recorrer el césped descalzos ¿viste la tapa de sargent pepper´s? bueno, un césped así de verde. y con todos nuestros fantasmas de orquesta del tiempo. marianito....sí, ahora lo recuerdo con nitidez. es como si lo viera a través de unas nubes de campo en un día de verano. sufría como un viejo enamorado de una nena de quince. me daba miedo verlo sufrir así, alguien tan chiquito. con la cabeza al viento, una cabeza grande como un globo y sin saber qué hacer con tanto dolor, bandeándose de un lado al otro por un caminito de piedras. estuvo esperando a los padres que regresaran de la luna, o al hermano, no me acuerdo. pero estuvo esperando mucho tiempo, y como no llegaban se fue antes. ni siquiera toco la puerta, toc toc, para avisarle a su tía que vivía con él. simplemente se fue, plop, puf, adiós y sean amables. no dejó una nota, una palabra, nada. porque así desaparece un auténtico mago. está es la historia de marianito.... Cuando quise acordar, un mozo me había tocado el hombro con cuidado para no despertarme de golpe, pero todas las luces del lugar, salvo las del mostrador, permanecían apagadas. Saqué un manojo de billetes y pagué. Así pagan los borrachos me había dicho un tachero una vez, sacan un manojo de billetes y te dan para que te cobres. Salí afuera y caminé entre las luces de la calle Corrientes. Antes de extender la mano para llamar un taxi, me quedé mirando las nubes deshilachadas entre los edificios y pensé en Marianito. Supe que existía en algún lugar. Y tuve ganas de gritar, de implorar, de pedir algo pero no supe qué. 































martes, 13 de diciembre de 2016

Cuestionario Proust a Roberto Bolaño




¿Cuál es el defecto propio que deplora más?

Yo soy una persona llena de defectos y todos son deplorables.

¿Cuál es el defecto que usted deplora más en otros?
La intransigencia, la prepotencia, la intolerancia.

¿Cuál es su estado mental más común?
En los lindes de la idiotez, como casi todos los seres humanos.

¿Cómo le gustaría morir?
Haciendo el amor. (En realidad, a cualquiera le gustaría morir así).

Si después de muerto debe volver a la Tierra, ¿convertido en qué persona o cosa usted regresaría?
Un colibrí, que es el más pequeño de los pájaros y cuyo peso, en ocasiones, no llega a los dos gramos. La mesa de un escritor suizo. Un reptil del desierto de Sonora.

Y si pudiera elegir un personaje de ficción, ¿cuál escogería?
Super Ratón. Bugs Bunny. Speedy González.

¿Cuál es su mayor extravagancia?
Mi gran colección de wargames de mesa y mi pequeña colección de wargames de computador.

¿En qué ocasiones miente?
Cuando hablo de pintura abstracta. Cuando hablo de poesía metafísica.

¿Qué persona viva le inspira más desprecio?
Son muchos y ya soy demasiado viejo como para establecer un ránking.

¿A qué persona viva admira?
Admiro a las madres y abuelas de la Plaza de Mayo. A gente como ellas.

¿Qué palabras o frases usa más?
"Joder" y "coño".

¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta?
Mi felicidad imperfecta: estar con mi hijo y que él esté bien. La felicidad perfecta, o su búsqueda, engendra inmovilidad o campos de concentración.

¿Cuál es su mayor miedo?
Cualquier cosa que pueda hacerle daño a mi hijo.

¿Cuál es su mayor remordimiento?
Son muchos y se acuestan y levantan conmigo y escriben conmigo porque mis remordimientos saben escribir.

¿Cuál es la virtud más sobrevalorada socialmente?
El éxito, pero el éxito no es ninguna virtud, es sólo un accidente.

¿Qué le disgusta más de su apariencia?
A los 46 años, si algo me disgustara de mi apariencia sería un gilipollas. Todo me disgusta, pero lo asumo con resignación.

¿Cuáles son sus nombres favoritos?
De hombre, Lautaro. De mujer, Carolina, Lola, María. De perro, Laika, Duque, Popi.

¿Qué talento desearía tener?
Saber tocar la guitarra. Saber jugar al fútbol. Ser un buen jugador de billar.

¿Qué le desagrada más?
La mala educación.

¿Cuándo y dónde ha sido más feliz?
Yo he sido siempre feliz. Al menos, razonablemente feliz. Y en lugares y fechas en donde la felicidad no era precisamente lo que más abundaba.

Si pudiera, ¿qué cambiaría de su familia?
Nada. Primero porque no puedo. Segundo porque es imposible.

¿Cuál es su mayor logro?
Mi mayor logro sería que mi hijo me recordará con cariño. Y que mis amigos y amigas, de vez en cuando, también. Pero eso es una batalla futura.

¿Cuál es su posesión más atesorada?
Mis libros.

¿Cuál es la manifestación más clara de la miseria?
Los niños que mueren de hambre, los que mueren por enfermedades fáciles de combatir, los niños que sufren abusos sexuales, los niños que tienen que trabajar, los que son maltratados por sus padres. La manifestación más clara de nuestra miseria y de nuestro fracaso como seres humanos es eso y es Auschwitz.

¿Dónde desearía vivir?
Si tuviera mucho dinero, en Andalucía, sin escribir ni hacer nada, pasarme el día en los bares y conversando.

¿Cuál es su pasatiempo favorito?
Ver vídeos hasta las cinco de la mañana.

¿Cuál es la cualidad que usted aprecia más en una mujer?
La inteligencia y la bondad, igual que en los hombres. En tercer lugar el humor, aunque si hay inteligencia y bondad el humor se da por añadidura.

¿Cuál es la cualidad que usted aprecia más en un hombre?
Vaya, creo que esta pregunta ya está respondida. Añadamos una cuarta cualidad, deseable pero no exigible: el valor.

¿Cuál es su héroe de ficción favorito?
Julien Sorel. El Pijoaparte de Marsé. Horacio Oliveira de Cortázar. El Superman de mi infancia. El atormentado Spiderman. Drácula. Sherlock Holmes. El padre Brown. Don Isidro Parodi. El Cristo de Elqui.

¿Cuáles son sus héroes de la vida real?
Los mismos que ya he mencionado. Añadiría a Misael Escuti y a Honorino Landa. Añadiría a Baudelaire y a Oscar Wilde.




lunes, 12 de diciembre de 2016

Mi noche con Robert, por Joaquín Rodriguez






Aquella noche Robert llegó al taller de mi padre con una agitación inusual. Yo estaba comenzando una partida de póquer cuando lo vi. Tenía los ojos crispados, la respiración pesada y el rostro negro empapado de sudor. Le ofrecí un trago, pero sus asuntos parecían urgentes y no tardó en introducirme en ellos. Salimos del sitio y conversamos durante un rato frente a los porches de las casas apenas iluminados. Él tenía sumo recato y hablaba en voz baja; no me explicó en profundidad el motivo de su visita pero me juró que era importante y que debía seguirlo. La verdad es que no lo pensé demasiado, ya que el juego me estaba aburriendo y nunca se la pasaba mal con Robert.

Volví adentro, tomé un abrigo y mientras mi primo repartía fichas y cartas de diversos colores, le advertí de mi partida. Nos marchamos al trote calle abajo, cruzando el pueblo de lado a lado. Atrás quedaban los descampados, las plazas y las tiendas. Enseguida estábamos perdidos entre los pastizales que se asomaban hasta donde la vista alcanzaba. Había girasoles, algodón y, sobretodo, maíz. Fueron unos veinte minutos sin descanso hasta un cruce de caminos donde Robert frenó abruptamente. Llevaba consigo su guitarra. Los dos nos recostamos bajo un viejo sauce con largas ramas que caían sobre la carretera. Mi amigo empezó a tocar bellos sonidos que se perdieron en la inmensidad de la noche. Saqué un cigarro y le convidé otro. En el cielo se desparramaban miles de estrellas que titilaban incesantemente. Mientras las caricias sobre las cuerdas resonaban en las granjas aledañas, la luna bañaba elegantemente las praderas en las que croaban las ranas.

Conversamos animadamente pero Robert siempre evitaba contarme el motivo de nuestra presencia allí. Finalmente consideré una tarea obsoleta continuar con la indagatoria. Luego sacó una botella de whisky del estuche y bebimos hasta entrar en un sueño profundo. De repente, los ronquidos fueron interrumpidos por un tronido espeluznante. Despertamos y miramos hacia el oeste, donde cientos de rayos caían en el horizonte como una lluvia de meteoritos apocalíptica. Un leve fulgor blanco cubría las planicies occidentales. El fin del mundo parecía estar allí mismo. El páramo se sumergió en un silencio sepulcral. Nos sentimos observados por mil ojos. Súbitamente una voz siniestra resonó a nuestras espaldas. Volteamos de un salto y dimos con él. Era Wilson, un muchacho de unos 30 años, de tez blanca y pelo rubio que trabajaba de granjero en el pueblo, uno de los pocos a los que nunca se lo veía en la iglesia.. Nos tendió la mano. Robert se acercó animado y lo saludó. Yo atiné a hacerle un gesto leve con la cabeza, todavía con el pulso tembloroso.

- Buenas noches, caballeros- dijo con una elegancia singular. Se acercó hasta la guitarra y la examinó con sumo cuidado. Tras la observación se la dio a mi colega como invitándolo a tocar. Robert respiró profundo y volvió a disparar sus melodías ante la aprobación del visitante que acompañaba el ritmo con su pie derecho. Contemplé la situación confundido, aún preguntándome si no estaríamos inmersos en una especie de pesadilla inducida por los vahos de ese licor impuro que absorbimos a una velocidad asombrosa. Encendí otro tabaco.

- Suficiente. Esto está hecho. Gracias por el encuentro y será hasta pronto- dijo nuestro inesperado interlocutor.

Su pequeña figura comenzó a perderse entre los matorrales y a lo lejos sonó el mismo tronido que hace unos instantes. Lo miré a Robert pidiéndole explicaciones por todo lo que acababa de suceder. No fueron más de cinco minutos de locura. Una sucesión de extrañas sensaciones me acecharon. Horror, curiosidad y asombro eran las tres principales. Mi amigo rió dejando entrever su sonrisa blanca y luminosa. Caminamos de regreso a nuestros hogares sin cruzar palabra. La borrachera había pasado tan pronto como escuché aquel sonido enfermizo que nos quitó el sueño. Llegamos a la casa de Robert y el apenas me saludo. Entró al hogar y cerró la puerta suavemente, como si yo nunca hubiera estado allí. 

Wilson no apareció más por el lugar. Tampoco mi compañero. Una mañana de invierno, mientras recogía leña para el aserradero, recibí una postal con su firma. En ella se lo veía sentado en un pequeño taburete dentro de un bar colmado de gente que lo aplaudía a rabiar. Su mueca era hermosa, tanto como pocas veces la había visto aunque sentí su mirada extraña, como perdida. Contemplé la foto por un rato y empecé a notarla incómoda. La guardé en un pequeño cajón junto a la cama y nunca más la volví a mirar. 


A veces regreso a aquel cruce de caminos con una botella de bourbon y me embriago hasta quedar dormido. Cuando despierto, todavía puedo escuchar la guitarra de Robert susurrando sus penas entre los maizales. Su voz aguardentosa me despierta en las noches pidiendo que me sume a una nueva aventura, por lo menos hasta que aquel pequeño granjero vuelva.

Instrucciones para hacer silencio, por Arturo Cartera






Empiece por llenar los pulmones. Procure cerrar los ojos y respirar hondamente. Algo así como si fuese a tragarse el universo en un sorbo profundo. Cuando sienta un cosquilleo en la garganta, un imperioso reclamo divino, exhale, devuélvale al cosmos lo que le pertenece. Ahora que se ha olvidado de todo para aprenderlo de nuevo, que ha pagado su deuda divina y que no tiene nada que no sea suyo (salvo el aire en sus pulmones) intente no volver a caer en las mismas elecciones demenciales. Recuerde: ni Dylan Thomas ni Rimbaud ni Baudelaire, debe solo leer a Whitman y a Whitman. Para aprender el arte oculto y sigiloso debe callar las voces del mal, de lo contrario perderá aire, paciencia y mudez. Debe construir un páramo, un hotel espacioso, retirado y con ventanales amplios, donde alojar el eco de sus pensamientos. 







































martes, 6 de diciembre de 2016

Greendale. Un film de Neil Young, por Max Pierro






GREENDALE es una película de dos acordes, no por su sensible contenido sino por la forma y lenguaje con que Bernard Shakey (Bernardo Tembloroso, el alias con el que se ficciona el músico Neil Young) hace uso de cámaras 8 milímetros para labrar un gran retrato de la comedia humana. Un acercamiento con el zoom sobre la historia que nos toca, una descripción íntima de la Norteamérica post al-Qaeda sobre tres generaciones de la familia Green, en la misma contemporaneidad externa, pero diferente en el corazón de cada uno de ellos. Esta especie de ópera descrita por su autor como una "novela musical", se ha desarrollado en Internet (desde la página oficial del mismo Young, con mapas, árboles genealógicos y material que no se encuentra en ninguno de los otros formatos), álbum de música (no se trata de la música de la película, como estamos acostumbrados, sino de la película de la música), conciertos multimedia con los actores en escena (eléctricos con Crazy Horse y acústicos intimistas que incluyen narraciones del autor entre canción y canción que tejen un nexo entre ellas) y, más recientemente, un libro de ilustraciones hechas por James Mazzeo. Este heroico largometraje mantiene la constante de la panorámica sobre ese lugar ficticio llamado Greendale a la manera del Spingfield de los Simpsons: un lugar familiar que puede estar en cualquier parte pero no sabemos exactamente dónde queda. Espacio en el cual el drama personal de cada uno tiene cercanos puntos de contacto con los del otro (como en todo pueblo pequeño). Sun Green, Earl Green, Edith Green, el Abuelo, la Abuela, Jed Green, el oficial Carmichael y El Diablo en persona (ignorante, tonto, vanidoso y superficial como la maldad misma) son las caras visibles del drama, en el que  la voz de Young es la del narrador y la voz de todos los personajes que también se camufla cuando la banda del bar (The Imitators/Los Imitadores) está tocando la misma canción que cuenta lo que sucede o, cuando en una escena el abuelo le pide, abrumado por el acoso de los periodistas, a "ese chico que no para de cantar" (dirigiéndose al mismo Young) que se calle.


Neil Young ha demostrado su talento a través de su fructífera carrera como músico y, tal vez, sea el único sobreviviente que pueda seguir soñando los valores Peace & Love de la generación Woodstock con integridad y sin perder crédito. En GREENDALE, una película verdaderamente independiente, lo vuelve a hacer otra vez.

Lamentablemente, este film solo se vio en Argentina durente el 6° Festival de Cine Independiente del año 2004, con subtítulos en español y, excepto por el CD (Neil Young & Crazy Horse, Greendale, Reprise Records, 2003) no existe edición ni en DVD ni en VHS.




* Versión revisada y corregida por el autor.  El texto fue publicado inicialmente en el blog Just Groove It (2005) 


lunes, 5 de diciembre de 2016

Preguntas, por Francisco J. Lemark


¿puede la literatura cambiar el mundo?

¿habrá un universo paralelo al nuestro?

¿cuál es el limite para las cosas que se muestran en televisión?

¿existe algo después de la muerte?

¿cómo estas?

¿somos autodestructivos por naturaleza?

¿qué es el cielo?

¿por qué algo está bien o está mal?

¿ por qué las tradiciones familiares son muy importantes?

¿ todos los humanos tienen sentimientos?

¿ por qué no somos eternos?

¿ por qué un día tiene tan pocas horas?

jueves, 1 de diciembre de 2016

Las letras insomnes, por Joaquín Rodriguez


                                                      Foto: Belén Rodriguez Freire





El reloj marca las cinco de la mañana y ya llevo dos mil vueltas en la cama. En mi cabeza se acumula un tendal de buenas ideas entreveradas con paisajes nítidos y personajes complejos. Pienso, dibujo y ordeno en un proceso mental que se expresa de manera física como una ansiedad creciente. Con la agilidad de un gato, salto de la cama y surco la oscuridad de la habitación hasta llegar a la máquina. Allí, la hoja en blanco me mira de manera amenazante. Comienzo a escupir las palabras de una manera lógica, buscando canalizar todo aquello que me invadía hace un instante. 

Luego de un rato descubro que ese dejo de brillantez no es más que una pila de basura burda y común. Me recuesto nuevamente y prometo ponerle un límite a mi maquinación; entonces, escudriño el cuarto con la mirada y veo la guitarra. A su lado está el pequeño slide de níquel. Pese a la cerrazón de la noche, su reflejo es intenso. Pienso en una nota perfecta, en el choque de las cuerdas con el acero y el sonido que ello produce. 

Las extremidades se me aflojan, mi cabeza levita y estoy entrando en el sueño. Antes de rendirme a su merced, reflexiono ¿será que la música relaja y la literatura enloquece? Entonces, empiezo a elucubrar caminos para responder a la pregunta y cuando me doy cuenta mi tesis comienza a reafirmarse, nuevamente estoy en el plano de la escritura.  Ya siento el cuerpo tenso, la cabeza acelerada y van cuatro giros más entre las sábanas maltrechas. 

Vivaldi estaba en Goethe, el jazz le pertenecía a Kerouac, Arlt hizo lo propio con el tango y Sbarra, con el rock and roll. No hay escrito sin musicalidad. Otra vez salto hacia la computadora y empiezo a tejer estas líneas. Las repaso con cautela buscando el error seguro, la fragilidad gramatical. En algún punto pienso que es un montón de nada. De todos modos, el acto de odiar conlleva el mismo esfuerzo que el de encariñarse. En un giro repentino decido, arbitrariamente, tenerle aprecio a estas líneas. 

Vuelvo a acostarme y pienso en una suave caricia sobre las seis cuerdas. Afuera cantan los pájaros y pronto saldrá el sol.

martes, 29 de noviembre de 2016

Pipetas de vidrio de formas alucinadas, por Marco Castagna







Entraste al laboratorio de química, casi por error, mientras un juego de manos y ojos revoloteaba en el estallido silencioso de los pasillos nocturnos del colegio industrial. Nos habíamos quedado a pasar la noche adentro, cinco amigos más y  yo, una banda primitiva, fascinados por las ideas alquímicas y los sueños anarquistas de los libros de Arlt. Todavía pensábamos que había un fondo que dirigía las cosas, y que si uno ponía todo su empeño podía direccionarlas y evitar el desastre. Abrimos las pocas puertas prohibidas del colegio, metimos el matafuego en el kiosco haciendo estallar en mil pesados las tablas vidriadas que contenían los repuestos de golosinas. Liberamos a los animales que dormían en el techo, y devolvimos todas las pelotas que se habían quedado estancadas en la canaleta, a la tierra. Rompimos el candado y atravesamos la pesada reja que conducía al patio, para jugar un partido rabioso con una pelota extraviada. Nos dirigimos a la cocina, con el olor impregnado a sopa densa de las monjas, y defecamos sobre los muebles y la ligustrina nos sirvió de papel, mientras un loro repetía frases que Gonzalo le dictaba al  oído, al tiempo que el animal se posaba sobre un pie y luego sobre otro bailaba sobre la cabeza de un prócer de la iglesia. Ludovico, alias la anguila, rompió con un puño sangrante el vidrio de la puerta de chapa de la sala de música, y se vendó con la tela de una cortina que sobresalía de la secretaría. Se reía como alucinado con una mirada perdida, en fuga, disfrutando de una idea secreta. Alán arrancó de un tirón la tela enrojecida y se la ató en el rostro como un bandido que profana la paz de los cementerios. El pelado, con sus mocasines exageradamente largos, patinó sobre la cera lustrosa y casi se va de bruces contra la mampostería ubicada cerca de la capilla. Su figura minúscula se contrajo proyectando un difuso espectáculo de sombras chinas en el que un gato parecía inclinarse sobre una mesa para comer apresuradamente la comida del dueño. La anguila tocó una canción con una violencia elegante, imperial que se desparramó por todo el colegio, con su voz ronca de oficial, y los tonos sepulcrales del piano de huesos pulverizados. Un helicóptero pasó fondeando la noche por encima de los techos, y apuntó distraído pero juicioso sus luces sobre el predio y todos temblamos y  huimos en desbandada dejando en la fuga un reguero de sangre, y un balde roto que rodaba por el piso ajedrezado como conducido por un fantasma frenético y trastornado en su deseo de impedirnos traspasar el umbral. 



Tomado de: "El Triángulo de la Merluza", año 3, número 9,  Noviembre, 2016



domingo, 27 de noviembre de 2016

Un pueblo alejado de todos nosotros, por Conrado Markert







Cuando deletreo mi apellido, recién ahí, me entienden. Es raro, ya lo sé, pero es lo que supongo entendió aquella persona que anotó a mi bisabuelo al llegar al país. No sé ni cuando, ni cómo, ni porqué vino. Supongo que fue por lo que todos vinieron.

Cuando mi papá tenía dieciséis años, su padre, mi abuelo, falleció. Nunca lo conocí. Por eso mi lejanía… mi abuelo y, más, mi bisabuelo siempre me rondan por la cabeza. Sigo sin saber quiénes eran, porqué llevo el mismo apellido que ellos, porqué sostengo esta bandera que en la vida muchos consideramos importante.
Bueno, cuestión que tengo raíces alemanas. Pero al ver a toda mi familia noto una mezcla algo extraña: algo argentino, que a su vez es un mix italiano, francés, español. Claramente la eficacia, el orden y la organización de cualquier Markert que conozca, no es la alemana. Sin embargo, hay algo que los rasgos y las personalidades nos identifica de cierto modo. Supongo que debe ser por eso y porque somos muchos, pero muchos. Entonces apenas nos ubican, nos entrelazan recién al conocernos.

Salteo. A mi abuelo lo conozco por Pocho. Tenía un hotel (el que ahora tienen y administran algunos de sus hijos, entre ellos mi papá), también tuvo algunas concesionarias de autos y era dueño de “Safari”; un boliche que cerró hace varios años. Mi abuela, Catalina, me contó que él y su hermana eran muy metódicos y organizados, y que por eso cree que tuvo una especie de mini éxito con sus negocios. Ella y sus suegros no tuvieron mucha relación, eran cerrados y no hablaban mucho castellano, por eso es que tampoco hay mucha información de la que servirse.
Mi tío Federico, igual que su abuelo y mi bisabuelo Frederick, fue a Alemania y en uno de sus viajes intentó averiguar un poquito más sobre nosotros. Lo llamé hace unos días y charlamos un rato. Me contó que la última vez que fue recorrió Wassertrüdingen, el pueblo donde vivían mis bisabuelos. Buscando rastros encontró en un cementerio una placa con el apellido Markert, pero solamente una. También estuvo en la casa donde ellos vivían. En realidad sacó unas fotos del frente y mucho más no pudo hacer. Yo no vi la foto todavía pero por lo que me dijo era una casa muy grande, con varias ventanas y  tejas oscuras.

Wassertrüdingen. Pertenece al distrito de Ansbach que es el de mayor área de Baviera, al sur del país Germano. Queda entre Hesselberg y la única montaña Franconia, con vista a los Alpes. Rodeado de bosques y no mucho más. Wikipedia y todas esas herramientas de internet me dieron ésta poca información sobre aquel pueblito que parece muy poco conocido.
Mis ilusiones de encontrar algún pariente que supiera algo de mi historia, terminaron de sepultarse después de buscar mi apellido en el querido Google y, más aún, después de rastrearlo por Facebook y no encontrar ni siquiera una pista para seguir.
A partir de ese momento una duda que repicaba en mi cabeza se empezó a aliviar. Yo me preguntaba, “che, a mi viejo, a mis tíos, ¿no les importa quiénes somos? Nadie sabe mucho pero tampoco hacen nada como para saberlo”. Ahí sentí que las respuestas estaban en la NO información, en la incógnita de un pariente o en la simple descripción de cinco renglones de un pueblo alejado de todos nosotros.


Espero en algún momento viajar a Alemania y averiguar un poco más. Lo que me inquieta demasiado es saber si realmente éste es mi apellido, porque quizá estoy buscando donde no hay ni habrá. 



Foto: Wassertrüdingen (Distrito de Ansbach, Alemania)

jueves, 24 de noviembre de 2016

Black Sabbath: el sonido de la oscuridad, por Joaquín Rodriguez





La lluvia cae a tendales sobre algún páramo de las tierras bajas. El cielo truena y de fondo una campana repiquetea con sonido a muerte. La densidad crece hasta que la guitarra de Iommi aparece haciendo estallar por los aires el clima. Así comienza Black Sabbath, primer disco de la banda homónima, piedra fundacional del heavy metal y parteaguas en la historia de la música moderna.

Ozzy Osbourne, Tonny Iommi , Geezer Butler y Bill Ward eran cuatro jóvenes provenientes de las entrañas de Birmingham, uno de los centros industriales más importantes del Reino Unido. Pertenecían a una nueva generación que intentaba escapar de las conservadoras formas de vida británicas y subsanar las heridas que apenas 25 años atrás habían dejado los bombardeos alemanes sobre las diezmadas ciudades inglesas.

Black Sabbath (vol I) vio la luz en febrero de 1970. Con marcadas influencias del blues, un showman tan extraño como fascinante y la particularidad de ser dueños de un sonido pesado como no se conocía al momento, la banda creo en torno a sí una extraña mitología esotérica que causó temor en los mayores pero que atrajo la atención de los adolescentes y sus inquietudes.

Basados en los sonidos de la maquinaria pesada que asediaban a su urbe natal, los Sabbath compusieron un álbum dotado de riff lisérgicos, como el que marca el pulso en NIB o en Evil Woman, líricas fantasiosas que coqueteaban con el más allá, en el caso de The Wizard y guitarras medievales y de alto vuelo en Sleeping Village.

Son 38 minutos de blues blanco tocado de manera excelsa, ambientes por momentos asfixiantes y, por otros, lúcidos, manejados con una dinámica certera en la que el cuarteto redobla los tiempos a gusto y piacere.

La épica que rodea a Sabbath es inabarcable; desde la aventura del bajista Butler con un ente oscuro que lo llevó a componer el tema Black Sabbath, uno de los himnos más emblemáticos del heavy, hasta el accidente en el que Iommi perdió tres de sus falanges, lo que lo obligó a bajar dos tonos la afinación de su instrumento logrando el sonido característico del género, todo forma parte de una leyenda que se perpetuó a lo largo del tiempo pero que tuvo su puntapié inicial en este álbum.

Merece un párrafo aparte la tapa de la placa, una verdadera obra de arte. Una doncella de ropas negras y fauces amarillas yace de frente. Sus ojos observan de manera inquietante. Tras ella, una suerte de casa se pierde entre árboles otoñales y matices naranjas. Es un preludio delicioso que anticipa la llegada de una nueva era musical, tan extraordinaria como genuina. La era Sabbath de la música.


viernes, 18 de noviembre de 2016

Los Guns N' Roses existen, por Joaquín Rodriguez







La noche cae fría sobre la ciudad de Rosario y el estadio Gigante de Arroyito es un verdadero polvorín. El minutero se acerca a las 21 horas cuando las lucen se apagan dando inicio al delirio colectivo. Detrás de la negrura y bajo los acordes de It's so easy aparecen las figuras de tres viejos conocidos: Axl Rose, Slash y Duff Mckagan, pilares de los Guns N' Roses, banda que regresa con su columna vertebral al país tras 23 años de ausencia.

Con las obvias marcas del paso del tiempo, el grupo se asienta sobre las tablas haciendo alarde de su salvajismo característico. El hombre de la Les Paul pasea su melena de punta a punta mientras lanza riffs endemoniados que culminan en la introducción de Welcome to the Jungle, ese gran himno que da la bienvenida a quienes arriban a la urbe con poco que perder.

Así, bajo la atenta mirada de una audiencia que saborea revancha, los Guns sacan de la galera un repertorio poderoso pero no menos emotivo, que incluye puntos de altísimo nivel como Estranged, Civil War, November Rain y hasta una zapada instrumental de Wish you were here.

El capítulo rosarino de la gira culmina con una frenética versión de Paradise City que inunda las costas del Paraná de papelitos y fuegos artificiales.

Buenos Aires 

Dos días después del desembarco en Santa Fe, llega el turno de conmover a la Reina del Plata. La historia de los Roses con Buenos Aires es muy particular. En 1992, su primera visita a la ciudad incluyó un escándalo sin precedentes que tuvo como dato macabro un suicidio y palabras despectivas del entonces presidente para con el grupo. No conformes con dotar de semejante épica su relación con la Ciudad, los Roses la eligieron para realizar su último show en 1993.

Con algunos cambios en el setlist con respecto al recital de Rosario, como por ejemplo la inclusión del tema Coma, los californianos vuelven al estadio de River Plate. Traen una sorpresa de grueso calibre como para ratificar su aprecio por estas tierras: Steven Adler, baterista original del grupo, se sumará para interpretar Out Ta Get me, en la primera noche y My Michelle, en el segundo show.

Un Axl sólido dejando todo de sí en cada nota, un Slash demencial que confirma sus medallas con solos de antología como el de Double Talkin Jive y un McKagan dueño de una impronta única, son la fórmula de un quinteto que suena sólido y que regala momentos de gran adrenalina como Live and let die. Su trato con la gente es casi nulo, pero eso no los hace descorteces. Hay química.

Otro punto de los altos en la velada porteña será la interpretación de Nightrain, una oda que desata la locura masiva entre los presentes. Las bocinas del tren nocturno anticipan el comienzo del fin. El viernes sonó Don't Cry y el sábado Patience, luego una poderosa versión de The Seeker, tema de The Who, y cierre obligado con viaje a la ciudad del paraíso.

Se esfuma así en el aire, dejando conformes a propios y ajenos, la esencia de aquella banda que, mientras los 80's transcurrían al ritmo de los sintetizadores, pateó el tablero con Apettite for Destruction, un álbum de antología que devolvió al rock la vara de mando y volvió a enamorar a los nostálgicos de los '70.

Quienes asistieron pudieron corroborar que no era un mito sino una realidad legendaria. Los Guns N' Roses existen y están vivos.



martes, 15 de noviembre de 2016

Homero, por Marco Castagna







A Homero le gustaba el fútbol, pero no tanto jugarlo sino hablar sobre fútbol. Quizá intuía que en el deporte había una virilidad, una forma de ser aceptado y se aferraba a esta idea para no quedar pegado de por vida al grupo de chicos que  permanecen al costado de la cancha o debajo de la sombra de un árbol sin hacer nada. Supongo que le daban miedo las cosas que él se imaginaba que iban a sucederle si se quedaba ahí para siempre. Algunos días  en los que llegaba con la cara congestionada, como si hubiera estado durmiendo hasta tarde, me contaba que lo habían elegido último en el equipo de fútbol del colegio y que no se la habían pasado en todo el partido. Me pedía consejos, opiniones, o tan solo me dejaba caer su relato, como si agitara esas bolas de cristal que contienen un muñequito de nieve, y luego la dejaba en su lugar. Homero escuchaba comentarios de sus compañeros, chicos que para burlarse de él decían que era un perro, que no había que pasársela, o que fuera al arco porque él era grandote y seguro que lo podía cubrir casi todo. Estas frases  se le pegaban a la mente, y la teñían de un pensamiento: el dolor era algo arbitrario que el mundo se obstinaba el dirigir contra él. Cuando dejaba traslucir su rabia, me decía que les contestaba a estos chicos que lo cargaban, y que él no era tonto, solo que a veces se quedaba callado…. Entonces parecía quedarse dudando sobre sus motivos para quedarse callado. Homero era físicamente inmenso, si hubiese querido  hubiese estampado a esos chicos contra el paredón. Pero él sabía que una cosa es jugar al fútbol y otra bien distinta es saber sobre fútbol, conocer su historia. En uno había que salir a la cancha; el otro era un oficio indoloro, solitario, de rata de biblioteca. Le interesaba la historia de los mundiales, se había memorizado todos los campeones desde el primer mundial hasta el último. Cuántas copas del mundo había ganado cada país, algunos jugadores celebres, curiosidades de la historia de los mundiales. A veces pienso que el mundo se puede dividir entre los que salen a la cancha y los que se quedan teorizando sobre el deporte pero sin jugarlo. A la larga los que mejor se las arreglan son los primeros, y  aunque es imposible vivir sin jugar, puede haber genios de la teoría. Homero era uno de ellos. A su modo estaba intentando cambiar, modificar su vida, ser otro. Como las larvas, evolucionar. Le daba miedo salir a la cancha, toda su vida había transcurrido en espacios cerrados. El primer día que fui a la casa de Homero,  conversamos con su madre y de pronto se hizo un silencio en la conversación. Ahí se escuchó un ruido desde el lavadero; era el lavarropas exigiendo el mecanismo, y emitiendo un sonido como el que hacen los camiones de basura al comprimir las bolsas de plástico cuando llueve. La mujer me hizo una seña con el brazo y me dijo que esperara, que iba a buscar a Homero así nos presentaba. Subió lenta, pesadamente por la escalera de madera. La escuché llamar varias veces en las habitaciones del piso de arriba y repetir el nombre de su hijo. Me pareció que lo pronunciaba con cierto desapego. Me quedé con el ruido del lavarropas girando, girando… Delante de mí una copa de cristal desprendía un brillo riguroso. Escuché el rechinar de unas zapatillas de tenis, que imaginé inmensas. Dos cuerpos lentos descendían por la escalera. Detrás de la madre, apareció una figura gigante que se recortaba contra la oscuridad. Cuando la madre se corrió pude verlo mejor, un rubiecito corpulento con la cara llena de granos y una mirada inocente: era Homero. Aparentaba quince o dieciséis pero tenía trece. La madre nos presentó y se alejó unos metros apenas, hasta la cocina. Nos sirvió coca cola en unos vasos que debían usarse para tomar whisky o coñac. Homero miraba al techo como extraviado o encandilado por la luz, me contestaba con vaguedades o frases sin terminar. Me puse a leer en silencio el programa de la materia y a hablar de generalidades, hasta que la madre suspirando subió al primer piso dejándonos solos. Entonces nos miramos de frente. Su cara minada de granos secos y rojos, los dientes descuidados, la voz áspera y demasiado grave para su edad, que usaba con timidez, como demasiado consciente de que no se correspondía con lo que debía ser. Cerca de la mesa de roble donde estábamos había una consola de videojuegos. Cada vez que yo la miraba, solo para apartar de la vista de Homero,  él me sonreía con una sonrisa boba y transparente. No sé quien hablo primero, pero salieron algunos nombres tímidos.  Como si fueran nombres de bandas de rock que dos adolescentes se nombran para saber si se corresponden o no. Lo hicimos con películas y con videojuegos. El juego parecía tener su efecto. Indiana jones… la guerra de las galaxias… blade runner….el exorcista…psicosis…chucky… freddie krueger… rocky…metal gear solid… resident evil… silent hill….Homero sostenía una sonrisa de reflector averiado cada vez que algo le gustaba.  No tardé en distinguir que le gustaban los juegos o las películas de preferencia asociadas al terror, con mucha sangre y truculencia.  Una tarde estábamos abocados a un trabajo con fecha de entrega. Homero tenía que hacer una composición sobre él y su familia. Debía escribir un pequeño texto y luego elegir una foto y explicar por qué la había elegido. Escribió que le gustaban las películas de terror, y cuando me miró sostuvo una sonrisa de un brillo ambiguo. Para que el trabajo estuviera completo había que agregar una foto. Salimos al fondo de su casa. Homero insistió en que quería mostrarme a Enzo. Enzo resultó ser un mastín blanco inmenso, que saltaba detrás de una cerca con el miembro viril  rojo e inflamado como si estuviera a punto de explotar. Enzo compartía su lugar con Emma, una rottweiler que estaba castrada, lo que justificaba el estado de Enzo. Homero abrió la cerca y me explicó que a Enzo le gustaba jugar pero que era bueno, que no me iba a hacer nada. Después lo soltó. Enzo soltó su euforia y nos dio la bienvenida, colgándose de nuestra entrepierna por turnos, entre la de Homero y la mía; lo que despertaba nuestras risas, y por momentos mi risa nerviosa. Homero me cargaba porque decía que yo tenía miedo, pero que Enzo era bueno y que jugaba porque estaba contento. Homero entró a buscar la cámara de fotos. Me la dio. Se ubicó junto a Enzo. Y saqué dos, tres, cuatro, cinco, seis fotos. Dispare sin pudor. En una se lo podía ver a Enzo acostado sobre Homero, mientras este lo abrazaba. En dos fotos, Enzo se trepó sobre la pierna de Homero y subió más alto que su dueño (se veía al chico haciendo señas y dándole órdenes para que bajara) Homero fue al garaje y volvió con una gorra naranja de beisbol  y un bate. La foto que iba a quedar en el trabajo iba a ser esa, la que estaba por sacar. Homero al lado de Enzo, sonriendo de cara a la cámara, con el bate a un costado. Me ardieron los ojos al mirar por encima de los edificios la tarde roja a punto de irse. Levanté mis cosas y me fui.




viernes, 4 de noviembre de 2016

Cuentos de la mujer y el solitario, por Pablo Baca








Nota del autor*

Después de mucho tiempo – casi siete años- he vuelto a estos “Cuentos de la mujer y el solitario”, que ya para entonces habían perdido contornos. Estuve tentado de reconstruir las historias, suprimiendo párrafos, agregando algo a otras.
                   (Porque parece que en todo poema hay una historia. Que todo poema ocurre entre el espacio que queda entre la historia a que se refiere y el vacío que hay detrás de toda historia).
Después decidí publicarlo tal como los volví a encontrar; de algún modo han sobrevivido a la época en que los escribí y a todo lo que sucedió después.









 V

Detrás del cuarto en donde escribo,
del otro lado del rio,
todas las noches desaparece la montaña
y queda solamente un lugar pequeño
bajo los arbustos, bajo los cielos,
donde se acuesta a dormir
una niña perdida.
Y toda la noche se escucha
el murmullo del agua.

Las cosas que ocurren:
tantos hombres solitarios
donde se acuesta a dormir una niña perdida.
Tantos hombres bajo estos cielos lejanos,
donde viene a morir todo lo que no existe.

                 




VI

La mujer cuyo cuerpo era más grande. Una noche me dejó verla.
O esa otra, sobre la que alguna vez me acosté a descansar, porque como estaba de paso, no tenía nada que cuidar en este pueblo.
Como a ellas, también a vos te amé. Pero nunca pude sentir que yo era ese, a tu lado, el que amabas.




VIII

Con unas pocas ramas tratamos de hacer un lugar donde vivir esos instantes. Pero como la noche estaba por terminar, las ramas no eran suficientes: con la luz del amanecer cualquiera podía vernos.
Su voz entonces comenzó a sonar más débil. Aunque ella se esforzaba para hablar, como intentando abrir túneles en la nada. Sobre su voz caía el tiempo: ya tenía que irse.
La última vez que la escuché cantaba todavía en la oscuridad.





IX

Estoy quieto
en mi centro
mientras giran
conduciendo al deseo
tus caretas;
y en el centro
está tu rostro
que no veo, inmóvil
mientras giran
mis caretas
del otro lado
de la niebla.




XVI

Nos habíamos convertido
en dos fantasmas de la niebla
y entonces el viento
nos llevó hacía la noche.




XVIII

Una de ellas tiene el cuerpo
lleno de flores y mariposas.
Está enferma de esa belleza.
Tocarla sería herirla.

La otra está encerrada
en un cuarto distante del cuarto
donde estoy encerrado.
Aquella con la que estuve
abrazado atrás de la última pared,
sintiendo el viento de la llanura.
en verdad ha nacido en la memoria.




XXXI

Abrió la ventana y murmuró un nombre en el silencio. Un instante después sintió el frío de la noche y la cerró y volvió a su cuarto.
Ella había pasado por ahí mientras él dormía, caminando lentamente por el aire de la noche.






















*Tomando de “Cuentos de la mujer y el solitario/ He visto vivir”, impreso en julio de 2015, Jujuy, Argentina.