martes, 18 de abril de 2017

“La tristeza es uno de nuestros derechos”, por Marco Castagna









Visiones de Antonio es un comic genuino, potente, a todo trapo. A lo largo de sus páginas se despliegan, por un lado, las aventuras de Almeja y Antonio (un vagabundo y un chico extraño al que le brotan preguntas extrañas) y por otro lado, la vida en las ciudades, una crónica o retrato crudo de los días en una capital del mundo.

Visiones (Palabras Amarillas, 2015) es un libro río o libro puente porque sus personajes desfilan por su interior como si se tratara de una obra de teatro o una película de cine mudo. Tan solo aparecen o desaparecen, o quedan parpadeando, suspendidos en la memoria del lector, que se queda como detrás de la barrera esperando el tren que pasa. Esos son los momentos en los que Nacho hace magia. Nos hipnotiza en un viaje sin pretensiones, lleno de fantasía y con un ojo abierto en el sueño de tinta que se despliega sobre lo real.

Un baúl lleno de gente. Varias personas habitan en el interior de Nacho, quien parece trabajar sobre el tedio en la ciudad haciendo un tejido fino de sus visiones. Algunos parecen bocetos o dibujos simples. Otros, grandes explosiones, rompecabezas complejos, obsesivos, frescos de una city o de un sueño demasiado vívido. Otros: caricaturas o retratos punks, crudos, de situaciones domésticas que se estiran hasta perder su contorno aparente.

Entre el tango y el rock, los personajes parecen vibrar en esas latitudes musicales. Es un comic urbano, sin dudas, pero en el que sus personajes principales (Antonio y Almeja) se vuelcan al margen de la ciudad para captar las señales o abismar sus vidas en busca de libertad. Hay un corazón puro que dibuja, y un ojo de rapiña que registra voces, luces, estados de ánimo y lo imperceptible de las personas en público que parece estar siempre bajo mil llaves. Nacho levanta la tapa y nos enseña eso que la escuela nunca nos enseñó: no existe una escuela que enseñe a vivir.

Lo que se dibuja son estados de ánimo de una ciudad insomne. Pasan por las páginas del libro: el oficinista, el anónimo depravado, el jugador o el que vive para agradar a los demás. Todos giran en una ruleta rusa macabra. Sin embargo, hay algo que redime a sus personajes, una ternura o una gracia que fluye liviana, ligera como el gato que camina por los techos sin pedir nada a cambio, solo por placer.

Nacho deja al lector de Visiones en un estado de pregunta, le regala una dosis de incertidumbre, un desasosiego. Como el de la persona que despierta a la madrugada y encuentra que la habitación tiene un aspecto levemente diferente.

“La tristeza es uno de nuestros derechos. ¿Por qué nos gustan Romeo y Julieta?”.



jueves, 6 de abril de 2017

"Qué es escribir", por Stephen King



QUÉ ES ESCRIBIR

Telepatía, por supuesto. Pensándolo bien, tiene su gracia: la gente se ha pasado años discutiendo si existe, hay personajes como J.B. Rhine que se han devanado los sesos para crear un procedimiento válido de comprobación que lo aísle, y resulta que siempre ha estado perfectamente a la vista como la carta robada de Poe. Todas las artes dependen de la telepatía en mayor o menor medida, pero opino que la literatura ofrece su destilación más pura. Es posible que esté predispuesto a su favor, pero no importa: quedémonos con la escritura, ya que es de lo que hemos venido a pensar y hablar.

Me llamo Stephen King, y escribo el primer borrador de este texto en mi mesa de trabajo (la que está puesta donde baja el techo) una mañana de nieve de diciembre de 1997. Tengo varias cosas en la cabeza. Algunas son preocupaciones (problemas de vista, no haber empezado las compras de Navidad, que mi mujer haya salido de casa con un virus); otras, en cambio, son agradables (nuestro hijo menor nos ha hecho una visita desde la universidad, y en un concierto de los Wallflowers subí a tocar con ellos el Brand New Cadillac de los Clash), pero ahora mismo tiene prioridad el papeleo. Estoy en otra parte, en un sótano con mucha luz e imágenes claras. Me ha costado muchos años construírmelo. Domina una gran perspectiva. Ya sé que no cuadra mucho con que sea un sótano, que es un poco raro y contradictorio, pero yo funciono así. Otro construirá su atalaya en la copa de un árbol, o en el tejado del World Trade Center, o al borde del Gran Cañón. Allá cada cual con sus preferencias.

La publicación de este libro* está prevista para finales de verano o principios de otoño de 2000. De confirmarse el dato, tú, lector, estarás a cierta distancia cronológica de mí… pero es muy probable que estés en tu propia atalaya, donde recibes los mensajes telepáticos. No es que sea necesario, ¿eh? Los libros son la magia más portátil que existe. Yo suelo escuchar uno en el coche (siempre en versión completa, porque las lecturas de textos abreviados me parecen el colmo), y en general nunca salgo sin un libro. Nunca se sabe cuándo apetecerá tener una válvula de escape: colas kilométricas en los peajes, las salas de embarque de los aeropuertos, las lavanderías automáticas en tardes de lluvia, o lo peor de todo: la consulta del médico cuando se retrasa y tienes que esperar media hora para que te torturen una parte sensible del cuerpo. En ocasiones así me parecen indispensables los libros. Si resulta que tengo que pasar una temporada en el purgatorio antes de que manden arriba o abajo, preveo que mientras haya biblioteca no me quejaré. (Seguro que si hay una estará llena de novelas de Danielle Steel y libros de cocina: ja ja, va por ti, Steve.)

O sea, que leo siempre que puedo, pero tengo un lugar de lectura favorito, y seguro que tú también: un sitio con buena luz y mejor ambiente. El mío es el sillón azul de mi estudio. Tú quizá prefieras el sofá, la mecedora de la cocina o la cama: leer en la cama puede ser paradisíaco, a condición de tener la página bien iluminada y no ser propenso a tirar el café o el coñac en las sábanas.

Supongamos, por lo tanto, que estás en tu lugar de recepción favorito, igual que yo en el mío de transmisión. Nuestro ejercicio de comunicación mental tendrá que realizarse en el tiempo, además de en la distancia; pero bueno, no pasa nada: si todavía podemos leer a Dickens, Shakespeare y (con la mediación de algunas notas) Heródoto, la distancia entre 1997 y 2000 no parece insalvable. ¿Listo? Pues adelante con la telepatía. Te habrás fijado en que no tengo nada en las mangas, y en que no muevo los labios. Es muy probable que tú tampoco.

Fíjate en esta mesa tapada con una tela roja. Encima hay una jaula del tamaño de una pecera. Contiene un conejo blanco con la nariz rosa y los bordes de los ojos del mismo color. El conejo tiene un trozo de zanahoria en las patas delanteras y mastica con fruición. Lleva dibujado en el lomo un ocho perfectamente legible en tinta azul.

¿Estamos viendo lo mismo? Para estar seguros del todo tendríamos que reunirnos y comparar nuestros apuntes, pero yo creo que sí. Claro que es inevitable que haya ciertas variaciones: algunos receptores verán una tela granate, y otros más viva. (Los receptores daltónicos la verán gris ceniza.) Puede que algunos vean adornos en el borde de la tela. Las almas decorativas habrán añadido un poco de encaje, y son muy libres de hacerlo. Mi mantel es suyo.

Siguiendo el mismo principio, el tema de la jaula deja mucho espacio a la interpretación individual. Para empezar, ha sido descrita mediante una “comparación imprecisa”, que sólo será operativa si vemos el mundo y medimos las cosas con criterios similares. Cuando se hacen comparaciones imprecisas es fácil caer en el descuido, pero la alternativa es una atención repipi al detalle que quita toda la diversión al acto de escribir. ¿Qué tendría que haber dicho? ¿Qué “encima hay una jaula de un metro de profundidad, sesenta centímetros de anchura y treinta y cinco centímetros de altura”? Más que prosa sería un manual de instrucciones. El párrafo tampoco especifica el material de la jaula. ¿Alambre? ¿Barras de acero? ¿Cristal? ¿Tiene alguna importancia?  Todos entendemos que la jaula es un objeto que permite ver su contenido. Lo demás nos es indiferente. De hecho, lo más interesante ni siquiera es el conejo que come zanahoria, sino el número del lomo. No es un seis, un cuatro ni un diecinueve coma cinco. Es un ocho. Es el foco de atracción, y lo vemos los dos. Ni yo lo he dicho ni tú me lo has preguntado. Yo no he abierto mi boca, ni tú la tuya. Ni siquiera coincidimos en el año, y no digamos en la habitación. Y sin embargo estamos juntos. Muy cerca.

Se han tocado nuestras mentes.

Yo te he enviado una mesa con una tela roja, una jaula, un conejo y el número ocho en tinta azul. Tú lo has recibido todo, y en primer lugar el ocho azul. Hemos protagonizado un acto de telepatía. Telepatía de verdad, ¿eh? Sin chorraditas místicas. No pienso ahondar en lo expuesto, pero antes de seguir deseo hacer una puntualización: no es que me haga el listo, es que hay algo que exponer.

El acto de escribir puede abordarse con nerviosismo, entusiasmo, esperanza y hasta  desesperación (cuando intuyes que no podrás poner por escrito todo lo que tienes en la cabeza y el corazón). Se puede encarar la página en blanco apretando los puños y entornando los ojos, con ganas de repartir ostias y poner nombres y apellidos, o porque quieres que se case contigo una chica, o por ganas de cambiar el mundo. Todo es lícito mientras no se tome a la ligera. Repito: no hay que abordar la página en blanco a la ligera.

No te pido que lo hagas con reverencia, ni sin sentido crítico. Tampoco pretendo que haya que ser políticamente correcto o dejar aparcado el humor (¡ojalá tengas!). No es ningún concurso de popularidad, ni las olimpiadas de la moral; tampoco es ninguna iglesia, pero joder, se trata de escribir, no de lavar el coche o ponerse rímel. Si eras capaz de tomártelo en serio, hablaremos. Si no puedes, o no quieres, cierra el libro y dedícate a otra cosa.

A lavar el coche, por ejemplo.







* “Mientras escribo”, Stephen King, Plaza & Janés.