La improvisada maquinaria que sigue a Carlos Solari se activa cuando los rumores de un próximo concierto comienzan a penetrar en las redes sociales. Es entonces cuando se pone en marcha la construcción de un hecho inédito. El aggiornamiento del viejo y clásico "boca en boca" es exprimido a mansalva por las bandas independientes y sus seguidores a través de la mediación de internet. La previa de Olavarría no fue la excepción y desde hace meses comenzaron los preparativos de las tribus ricoteras para la odisea que devino en tragedia.
Como en ocasiones anteriores, asistí al concierto. Fui junto a una amiga y a un grupo de personas con el que alquilamos dos micros. Llegamos a la ciudad bonaerense cerca de las 9 de la mañana del sábado bajo una lluvia copiosa que amenazaba con continuar durante toda la jornada. A partir de allí, y pese a las inclemencias climáticas, hasta los incidentes por todos conocidos, los hechos se sucedieron con normalidad: asados en cada esquina, música a mansalva y botellas de fernet que se intercambiaban sin discriminación. Así es siempre; en los recitales del Indio se manejan una serie de códigos que no están escritos pero que funcionan como evangelio para todos los asistentes. El extrañamiento queda supeditado a una camaradería sostenida por el culto a una banda de rock que funciona como nexo.
Mi grupo se puso en marcha cerca de las 20 horas. Caminamos las decenas de cuadras que separaban el camping del predio "La Colmena" a la par de miles de personas. Desde el inicio se percibió una muchedumbre inédita, incluso para quienes ya estamos acostumbrados a estos recitales, cada uno más convocante que el anterior. Al llegar, ingresamos todos. Con o sin entrada. Hacer un juicio de valor sobre esta cuestión puede ser irresponsable, ya que nadie sabe a ciencia exacta qué hubiera sucedido si en la puerta no hubieran dejado entrar a la multitud que no llevaba ticket.
El espectáculo comenzó a las 22 al ritmo de "Barbazul versus el amor letal", canción que Solari había suspendido en su último concierto en represalia por un zapatillazo que recibió sobre el escenario. La lista comenzaba a fluir hasta que en el cuarto tema el aire mutó a espeso. Las luces del escenario se encendieron mientras el Indio pedía asistencia. Según dijo, no entendía qué sucedía adelante. Mucho menos entendíamos nosotros, que estábamos sumergidos en una multitud cercana a las 300 mil personas y a una distancia inmensa de la escena.
Posterior a eso, nada volvió a ser como antes. La conexión entre la banda y el público se volvió más distante e indirecta. Cada destello de calor era fulminado por un intervalo frío calado de incertidumbre que no permitía comprender si se trataba de un tumulto más o de algo grave. El cantante estaba visiblemente ofuscado. Algunos jóvenes tomaron posición en las cimas de las torres de sonido levantando abucheos e insultos. Vale destacar que por cada uno de ellos había una verdadera muchedumbre interpelándolos para que depongan su actitud. En general, los vándalos son minoría, pero los hechos, aún no consumados del todo, bastaron para que el ex Patricio Rey dijera que "ya no tiene ganas de seguir con esto".
En el último tramo del show y pese a los parates, el recital fue lo más parecido a lo que debía ser. Solari se dedicó a lo musical pese a que la situación ya estaba viciada. Además, pidió colaborar con Abuelas de Plaza de Mayo y llamó a reflexionar sobre la baja en la edad de imputabilidad, mientras intercalaba temas propios con clásicos de los Redondos buscando una continuidad que resultó endeble. El cierre obligado fue "Jijiji" que fue sucedida por "Mi Perro dinamita" generando un inédito tándem.
Aquí comenzó la segunda y más ríspida situación de la jornada: la salida del predio. Una verdadera marea humana comenzó a pujar hacia accesos que nadie sabía si existían. No había manera de avanzar hacia donde uno quería ir ya que la masa movilizaba a las personas. Las columnas chocaban contra las paredes o vallados; la irreverencia de algunos, que alcanzaron las copas de los árboles, sirvió para que desde allí guiaran a la multitud que lograba salir a las calles. Afuera, los techos de la casas eran invadidos por trepadores que intentaban huir de una asfixia creciente en una escena dantesca.
Fue entonces cuando volvió a aflorar aquella solidaridad plasmada en pequeños gestos: vecinos con las puertas abiertas resisitiendo la intrusión masiva pero dando prioridad a embarazadas y repartiendo agua; dirigiendo a los grupos desde las terrazas. La multitud protegiendo el cuidado de los niños mientras se armaban grupos improvisados para no perderse, organizando la vuelta a los vehículos. Lo humano prevaleciendo sobre lo mecánico. Tras una hora de ajetreo pudimos salir del embrollo hacia calles laterales donde los transeúntes se movilizaban con mayor libertad y, luego de arrastrar los pies por decenas de cuadras, logramos llegar a nuestro micro. Después vendría una espera de dos horas sobre la ruta mientras deglutíamos con esfuerzo las primeras informaciones de lo que había ocurrido.
Serán pocos quienes destaquen el lado B de una situación tan trágica. Aquellos que rescaten una solidaridad que si existió y que, de algún modo, sirvió como un paliativo a la ausencia municipal (los agentes estatales brillaron por su ausencia) y a una organización sobrepasada. Lo bueno, lo malo, lo ocurrido y lo que vendrá, pertenecen a un fenómeno que adquirió una dinámica propia y que ni siquiera su mentor sabe cómo detener. Quizás haya sido la última y multitudinaria "misa". También la más trágica, y con eso basta para repensar todos los esquemas.
*Tomado de Ambito.com (13.3.2017)
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