Aquella noche Robert llegó al taller de mi padre con una agitación inusual. Yo estaba comenzando una partida de póquer cuando lo vi. Tenía los ojos crispados, la respiración pesada y el rostro negro empapado de sudor. Le ofrecí un trago, pero sus asuntos parecían urgentes y no tardó en introducirme en ellos. Salimos del sitio y conversamos durante un rato frente a los porches de las casas apenas iluminados. Él tenía sumo recato y hablaba en voz baja; no me explicó en profundidad el motivo de su visita pero me juró que era importante y que debía seguirlo. La verdad es que no lo pensé demasiado, ya que el juego me estaba aburriendo y nunca se la pasaba mal con Robert.
Volví adentro, tomé un abrigo y mientras mi primo repartía fichas y cartas de diversos colores, le advertí de mi partida. Nos marchamos al trote calle abajo, cruzando el pueblo de lado a lado. Atrás quedaban los descampados, las plazas y las tiendas. Enseguida estábamos perdidos entre los pastizales que se asomaban hasta donde la vista alcanzaba. Había girasoles, algodón y, sobretodo, maíz. Fueron unos veinte minutos sin descanso hasta un cruce de caminos donde Robert frenó abruptamente. Llevaba consigo su guitarra. Los dos nos recostamos bajo un viejo sauce con largas ramas que caían sobre la carretera. Mi amigo empezó a tocar bellos sonidos que se perdieron en la inmensidad de la noche. Saqué un cigarro y le convidé otro. En el cielo se desparramaban miles de estrellas que titilaban incesantemente. Mientras las caricias sobre las cuerdas resonaban en las granjas aledañas, la luna bañaba elegantemente las praderas en las que croaban las ranas.
Conversamos animadamente pero Robert siempre evitaba contarme el motivo de nuestra presencia allí. Finalmente consideré una tarea obsoleta continuar con la indagatoria. Luego sacó una botella de whisky del estuche y bebimos hasta entrar en un sueño profundo. De repente, los ronquidos fueron interrumpidos por un tronido espeluznante. Despertamos y miramos hacia el oeste, donde cientos de rayos caían en el horizonte como una lluvia de meteoritos apocalíptica. Un leve fulgor blanco cubría las planicies occidentales. El fin del mundo parecía estar allí mismo. El páramo se sumergió en un silencio sepulcral. Nos sentimos observados por mil ojos. Súbitamente una voz siniestra resonó a nuestras espaldas. Volteamos de un salto y dimos con él. Era Wilson, un muchacho de unos 30 años, de tez blanca y pelo rubio que trabajaba de granjero en el pueblo, uno de los pocos a los que nunca se lo veía en la iglesia.. Nos tendió la mano. Robert se acercó animado y lo saludó. Yo atiné a hacerle un gesto leve con la cabeza, todavía con el pulso tembloroso.
- Buenas noches, caballeros- dijo con una elegancia singular. Se acercó hasta la guitarra y la examinó con sumo cuidado. Tras la observación se la dio a mi colega como invitándolo a tocar. Robert respiró profundo y volvió a disparar sus melodías ante la aprobación del visitante que acompañaba el ritmo con su pie derecho. Contemplé la situación confundido, aún preguntándome si no estaríamos inmersos en una especie de pesadilla inducida por los vahos de ese licor impuro que absorbimos a una velocidad asombrosa. Encendí otro tabaco.
- Suficiente. Esto está hecho. Gracias por el encuentro y será hasta pronto- dijo nuestro inesperado interlocutor.
Su pequeña figura comenzó a perderse entre los matorrales y a lo lejos sonó el mismo tronido que hace unos instantes. Lo miré a Robert pidiéndole explicaciones por todo lo que acababa de suceder. No fueron más de cinco minutos de locura. Una sucesión de extrañas sensaciones me acecharon. Horror, curiosidad y asombro eran las tres principales. Mi amigo rió dejando entrever su sonrisa blanca y luminosa. Caminamos de regreso a nuestros hogares sin cruzar palabra. La borrachera había pasado tan pronto como escuché aquel sonido enfermizo que nos quitó el sueño. Llegamos a la casa de Robert y el apenas me saludo. Entró al hogar y cerró la puerta suavemente, como si yo nunca hubiera estado allí.
Wilson no apareció más por el lugar. Tampoco mi compañero. Una mañana de invierno, mientras recogía leña para el aserradero, recibí una postal con su firma. En ella se lo veía sentado en un pequeño taburete dentro de un bar colmado de gente que lo aplaudía a rabiar. Su mueca era hermosa, tanto como pocas veces la había visto aunque sentí su mirada extraña, como perdida. Contemplé la foto por un rato y empecé a notarla incómoda. La guardé en un pequeño cajón junto a la cama y nunca más la volví a mirar.
A veces regreso a aquel cruce de caminos con una botella de bourbon y me embriago hasta quedar dormido. Cuando despierto, todavía puedo escuchar la guitarra de Robert susurrando sus penas entre los maizales. Su voz aguardentosa me despierta en las noches pidiendo que me sume a una nueva aventura, por lo menos hasta que aquel pequeño granjero vuelva.
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