lunes, 20 de febrero de 2017

Contacto en Burdeos, por Joaquín Rodriguez









Era de mañana y el tren atravesaba con prisa la campiña. A su paso quedaban densas columnas de humo negro que corrompían el fino aire francés. Por la ventana podía ver las pequeñas granjas distribuidas a lo largo de los prados que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Algunos gomeros extendían sus ramas casi por sobre las vías y los vagones lanzaban un extraño chirrido cuando rozaban con ellas. Había vacas, viñedos y pequeñas poblaciones que, como un oasis desértico, aparecían con sus casas de ladrillos vigiladas con recelo por los campanarios locales.
La mayor parte del viaje la hice en soledad. Apenas tuve un compañero de compartimiento durante un corto trayecto. Se trataba de un muchachito de ojos negros y profundos con una gorra calada y un chaleco marrón. Abordó el convoy conmigo en París y fue muy cuidadoso en detallarme sus asuntos. De todos modos y pese al misterio que lo rodeaba, su sonrisa era agradable y sus formas amenas. Traía consigo una botella de vino de la que me convidó. Tenía un sabor familiar y delicioso, como de madera robusta. El viajero me contó que un tío suyo se encargaba de la producción de esa bebida. Brindamos por la salud de una Francia libre y yo me dormí profundamente por el lapso de treinta minutos.

Cuando desperté, mi acompañante ya no estaba y el sol se posaba imponente sobre las márgenes occidentales de la pradera. Nos acercábamos a Burdeos. Sentí el corazón palpitando fuerte. Tomé aquella vieja hoja de papel acuñándolo como un tesoro. Respiré profundo y el pulso empezó a fallarme. El papel cayó al piso y con él mis ánimos. Me arrojé desesperado golpeando levemente mi cabeza contra el asiento de enfrente. Guardé la hoja y me juré pensar con tranquilidad. En el horizonte ya se vislumbraban los edificios públicos de la ciudad .

Cuando el ferrocarril se adentró en el andén sentí un terror tan profundo como pocas veces había experimentado. Fue aquel que me invadió cuando sus aviones pasaban por sobre nuestras cabezas en la capital. Ese horror que me despertaban las alarmas sonando incesantemente mientras los regimientos marchaban por los boulevares cargando sus cañones y buscando un ángulo de tiro para dar con las bestias de acero que lanzaban su vómito de fuego. Los gritos de desesperación, el llanto ahogado y las mujeres rezongando frente a la catástrofe total; todo eso apareció frente a mí cuando tren detuvo su marcha.

Tenía el aliento cansino y las manos empapadas en sudor. Abrí con una prisa inusitada la puerta de mi compartimiento y vi a Pierre que cruzaba el pequeño pasillo con ojos perdidos. Su rostro estaba poseído por una incertidumbre que me atormentó. Detrás de él marchaban Francois, Armand y Charles. Este último tenía la mirada centellante y marchaba con una seguridad formidable que transmitió paz a nuestro endeble cuarteto. Miró directo hacia donde estaba yo y dibujó un cálida sonrisa en la que me sentí refugiado. Todos nos encerramos en un comportamiento y nos sentamos de manera enfrentada. Dos de ellos subieron y podíamos verlos desfilando por los pasillos con sus cascos verdes y sus uniformes grises e impecables pegados al cuerpo. Encendimos cigarrillos para calmar las ansias.

Uno de ellos apareció detrás de nuestra puerta. Su mano golpeó el vidrio. Francois nos miró a todos y desenfundó su pistola. Nosotros lo imitamos. Un leve chasquido sonó y la puerta se abrió de par en par. La lúcida cara alemana de nuestro visitante ocultaba dos ojos azules que se clavaron en en nuestros rostros…



(Continuará...)

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