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jueves, 1 de diciembre de 2016

Las letras insomnes, por Joaquín Rodriguez


                                                      Foto: Belén Rodriguez Freire





El reloj marca las cinco de la mañana y ya llevo dos mil vueltas en la cama. En mi cabeza se acumula un tendal de buenas ideas entreveradas con paisajes nítidos y personajes complejos. Pienso, dibujo y ordeno en un proceso mental que se expresa de manera física como una ansiedad creciente. Con la agilidad de un gato, salto de la cama y surco la oscuridad de la habitación hasta llegar a la máquina. Allí, la hoja en blanco me mira de manera amenazante. Comienzo a escupir las palabras de una manera lógica, buscando canalizar todo aquello que me invadía hace un instante. 

Luego de un rato descubro que ese dejo de brillantez no es más que una pila de basura burda y común. Me recuesto nuevamente y prometo ponerle un límite a mi maquinación; entonces, escudriño el cuarto con la mirada y veo la guitarra. A su lado está el pequeño slide de níquel. Pese a la cerrazón de la noche, su reflejo es intenso. Pienso en una nota perfecta, en el choque de las cuerdas con el acero y el sonido que ello produce. 

Las extremidades se me aflojan, mi cabeza levita y estoy entrando en el sueño. Antes de rendirme a su merced, reflexiono ¿será que la música relaja y la literatura enloquece? Entonces, empiezo a elucubrar caminos para responder a la pregunta y cuando me doy cuenta mi tesis comienza a reafirmarse, nuevamente estoy en el plano de la escritura.  Ya siento el cuerpo tenso, la cabeza acelerada y van cuatro giros más entre las sábanas maltrechas. 

Vivaldi estaba en Goethe, el jazz le pertenecía a Kerouac, Arlt hizo lo propio con el tango y Sbarra, con el rock and roll. No hay escrito sin musicalidad. Otra vez salto hacia la computadora y empiezo a tejer estas líneas. Las repaso con cautela buscando el error seguro, la fragilidad gramatical. En algún punto pienso que es un montón de nada. De todos modos, el acto de odiar conlleva el mismo esfuerzo que el de encariñarse. En un giro repentino decido, arbitrariamente, tenerle aprecio a estas líneas. 

Vuelvo a acostarme y pienso en una suave caricia sobre las seis cuerdas. Afuera cantan los pájaros y pronto saldrá el sol.

martes, 29 de noviembre de 2016

Pipetas de vidrio de formas alucinadas, por Marco Castagna







Entraste al laboratorio de química, casi por error, mientras un juego de manos y ojos revoloteaba en el estallido silencioso de los pasillos nocturnos del colegio industrial. Nos habíamos quedado a pasar la noche adentro, cinco amigos más y  yo, una banda primitiva, fascinados por las ideas alquímicas y los sueños anarquistas de los libros de Arlt. Todavía pensábamos que había un fondo que dirigía las cosas, y que si uno ponía todo su empeño podía direccionarlas y evitar el desastre. Abrimos las pocas puertas prohibidas del colegio, metimos el matafuego en el kiosco haciendo estallar en mil pesados las tablas vidriadas que contenían los repuestos de golosinas. Liberamos a los animales que dormían en el techo, y devolvimos todas las pelotas que se habían quedado estancadas en la canaleta, a la tierra. Rompimos el candado y atravesamos la pesada reja que conducía al patio, para jugar un partido rabioso con una pelota extraviada. Nos dirigimos a la cocina, con el olor impregnado a sopa densa de las monjas, y defecamos sobre los muebles y la ligustrina nos sirvió de papel, mientras un loro repetía frases que Gonzalo le dictaba al  oído, al tiempo que el animal se posaba sobre un pie y luego sobre otro bailaba sobre la cabeza de un prócer de la iglesia. Ludovico, alias la anguila, rompió con un puño sangrante el vidrio de la puerta de chapa de la sala de música, y se vendó con la tela de una cortina que sobresalía de la secretaría. Se reía como alucinado con una mirada perdida, en fuga, disfrutando de una idea secreta. Alán arrancó de un tirón la tela enrojecida y se la ató en el rostro como un bandido que profana la paz de los cementerios. El pelado, con sus mocasines exageradamente largos, patinó sobre la cera lustrosa y casi se va de bruces contra la mampostería ubicada cerca de la capilla. Su figura minúscula se contrajo proyectando un difuso espectáculo de sombras chinas en el que un gato parecía inclinarse sobre una mesa para comer apresuradamente la comida del dueño. La anguila tocó una canción con una violencia elegante, imperial que se desparramó por todo el colegio, con su voz ronca de oficial, y los tonos sepulcrales del piano de huesos pulverizados. Un helicóptero pasó fondeando la noche por encima de los techos, y apuntó distraído pero juicioso sus luces sobre el predio y todos temblamos y  huimos en desbandada dejando en la fuga un reguero de sangre, y un balde roto que rodaba por el piso ajedrezado como conducido por un fantasma frenético y trastornado en su deseo de impedirnos traspasar el umbral. 



Tomado de: "El Triángulo de la Merluza", año 3, número 9,  Noviembre, 2016



miércoles, 14 de septiembre de 2016

Siempre es lo mismo, por Román Bay






Cada tanto alguien se anima a decir algo desde la antena de su propio corazón y no desde el estereotipo trillado de la máscara roquera con todas esas poses de reviente barrial perfectamente estudiadas en el espejo de sus baños. Hace poco salió Los regalos, de Federico Hoffmann. Está en bandcamp, se puede escuchar ahí. El compositor es alguien que se anima a decir esas emociones eternas: miedo, amor, gratitud, soledad, etc. pero intenta nuevas formas para emociones eternas y siempre actuales. El que se adentre en Los regalos va a encontrar una cita de J. D. Salinger, sin pedirle permiso a nadie, entre programaciones, guitarras eléctricas y coros. Hoffmann tienen una de las voces más poderosas y dulces del rock vernáculo. Y sus letras son poemas para cantar.

Prietto es otro artista innegable. Es cierto que canta con una inflexión en la voz parecida al gran Pity Alvarez. Por otra parte, Pity es uno de los poetas más grandes de nuestro país. Nadie podría negar la influencia y filiación entre Prietto viaja al cosmos con Mariano o Los espíritus y Manal. Pero Prietto tiene una obra sobre la que descansar. Un ramillete de discos con composiciones variadas y admirables. Y sobre todo el poema Prietto. Esas letras no tienen nada que envidiarle a la desvencijada lírica actual de los roqueros argentinos y su coro plañidero de plagiantes en formol.

El tucumano Patricio García, ex Los chicles, haga lo que haga lo va a hacer bien, porque es un artista, no solamente un músico con talento. Dios me ha dicho que ponga la bomba es su último disco y hace años que estoy esperando el próximo. Los conjunto, desde San Juan, tienen carisma, sin pose. Hacen un rock psicodélico inesperado. Hablan así: “Flashamos un misticismo barato porque es más fácil conseguir cerveza que ayahuasca.” Ellos están más cerca de Bukowski que Iván Noble, que se las da de bohemio y es un careta.

¿Qué pasa? ¿Ya no hay valor en la originalidad? ¿Dónde quedó en la escena roquera la voluntad de ruptura? Las mismas canciones que hablan de las mismas cosas con las mismas palabras. Siempre es lo mismo, nena; Pappo tenía razón. Borges dice que las emociones que genera la literatura quizás sean eternas, pero los medios para generarlas tienen que renovarse continuamente (“Las versiones homéricas”). El detalle parece una proeza de estilo para la gran mayoría de bandas en la soporífera actualidad de la escena argentina. El rock nacional no agoniza pero hace la plancha en una laguna de conformismo.

En la literatura también es comprobable esto que digo. Si alguien lee El túnel, de Ernesto Sabato, si alguien pierde su tiempo y lee Sabato, y además lo considera original, es porque no leyó El extranjero, de Camus. El lenguaje desafectado de Camus, sus frases cortas, la ausencia de motivación psicológica que presenta su personaje evidencia que Sabato le afanó a Camus la esencia de su novela. Sabato no inventó nada, copió a Camus. Leer a Alejandra Pizarnik sin haber leído a Antonio Porchia es leer ingenuamente a Pizarnik. Hay textos en prosa de Pizarnik que son pastiches del nonsense de Lewis Carroll, ejercicios de imitación o emulación. Por eso Rimbaud siempre va a ser original, porque él y Lautréamont inventaron algo que incluso hoy se sigue emulando. Son absolutamente modernos. Claro que leer la literatura desde escuelas o ismos en una idiotez de erudito. Pero hay una base. José Hernández no inventó la gauchesca. Si uno lee a Bartolomé Hidalgo o a Estanislao del Campo va a encontrar giros que aparecen en Hernández. Pero hay diferencias. La gauchesca con El gaucho Martín Fierro dio un salto. Hernández hizo algo con el género para que trascienda. Todos somos hijos de una generación, decía Osvaldo Lamborghini. Todos toman cosas de otros, pero algunos las estiran y hacen algo nuevo, otros solamente copian. No estudié Letras, pero me gusta leer y tengo gusto propio.

Charly García le leía por las mañanas la Odisea a su hijo, Migue. Fito tiene una deuda de amor y filiación con Macedonio Fernández y con Los siete locos, de Arlt, y lo dice en sus canciones. Calamaro es lector de Emil Cioran. Spinetta revive a Artaud; Melingo, a Enrique Cadícamo. ¿Catupecu Machu que actualiza? Es como el marxismo de Adrián Dárgelos, con la guita que él tiene podría pavimentar toda la Villa 31; quizás solo le guste hablar de Marx, como a Mirtha Legrand le guste hablar de economía política en sus almuerzos televisivos. ¿Pastillas del abuelo qué actualiza? Si pasan en las radios su música es porque hay gente detrás lucrando con la sordera de los adolescentes. ¿Banda de turistas? ¿Surfistas del sistema? Mejor sigo escuchando Virus o Los abuelos de la Nada. Falta algo más puro y verdadero en la escena vernácula. Quiero escuchar bandas nuevas que digan cosas verdaderas. Las bandas nuevas que escucho se parecen a esas películas de acción hollywoodenses en donde se muestra la misma escena de combate que vienen filmando desde hace siglos. Esa misma larga pelea que nos quiere mantener estúpidos delante de la pantalla. ¿Es pereza? ¿Es comodidad? ¿Es falta de talento? Chano es un reflejo de nuestra música argentina sin talento y con reconocimiento discográfico. Su último video “Carnavalito” da cuenta de su mediocridad llena de guita encima. Hay tanta bandas en el pozo sin fondo del under que no tienen el lugar que buscan quizás por culpa de imbéciles como Chano, que con la guita que hay detrás de él ocupa un lugar desproporcionado para lo desproporcionadamente malo y vulgar de su música con arreglos de pochoclos y confites.

Charly García hizo muchos de sus propios clásicos a partir de temas ajenos: “Popotitos” lo sacó de “Bony Moronie” de Larry Williams; “Me siento mucho mejor”, de “I’ll Feel a Whole Lot Better” de The Byrds; “Sweet Home Buenos Aires”, del tema de Lynyrd Skynyrd o “Influencia”, del “Influenza” de Todd Rundgren. Pero ahí hay un artista mostrando la costura de sus composiciones. No es alguien metiendo la mano groseramente en la estética de los otros. En la revista Rolling Stone, año 2008, Charly comenta: “Una vez le dije a Migue: Si hacemos el mejor disco del mundo, ¿te copás aunque no venda nada? Me dijo que no, y le dije: Sos un pelotudo. Primero, porque el mejor disco del mundo no puede no venderse. Y segundo porque si no tenés ningún ideal, ¿qué música puede salir?” A eso quería llegar. No veo ideales en la gran mayoría de la carnicería discográfica actual. Mucho personaje. Mucha foto y poca tripa. Cancherismo con olor a machismo. Falta profundidad, falta sensibilidad, falta originalidad, falta encierro. Mucha pose fatal, poca lectura. Confío en el underground.