Queen fue otra de aquellas bandas
monumentales que sufrieron esa lógica inexorable que hace pedazos a los más
grandes. Las excepciones son casi nulas. Pero vamos desde el principio.
Allá por 1968, entusiasmados por la explosión de los “Power Trío” como
Cream o la Jimi Hendrix Experience, dos chicos del Imperial College de Londres,
Brian May (guitarra) y Tim Staffell (bajo), buscaron mediante un aviso a un
baterista en la línea “Ginger Baker” para así formar su Power Trío. Y ese
resultó ser Roger Taylor. Y así fue que nació Smile, una banda que solo
grabaría seis temas antes de que, frustrado, Staffell los abandonara por la
seguridad de la Oficina Postal, no sin antes introducirlos a un amigo suyo, un
bicho extravagante y nativo de Zanzíbar, de nombre Farrokh Bulsara, un notable
pianista con formación clásica y dotado de una voz muy particular que ya había
influído en Staffell cuando éste decidía hacerse cargo de ser la voz líder de
la ya extinta formación.
Disuelto el trío, los tres se metieron de cabeza a componer material propio
que, con el soporte de ocasionales bajistas (Mike Grose, Barry Mitchell, Doug
Bogie), empezaron a tocar en cualquier pub o taberna disponible. Con la llegada
de John Deacon grabaron un demo que, luego de conseguir un contrato con Trident
en 1972, sería su primer disco.
El álbum se llamaría “Queen” (nombre que habían adoptado para la banda) e
incluía un tema de Smile firmado por May y Staffell. El estilo se afirmaba en
una base de rock sólido y potente al estilo Zeppellin- Sabbath, pero adornado
con la semilla de aquellos arreglos corales que escribían –sí, escribían- May,
y el ahora apellidado Mercury, y que luego pasarían a ser el sello distintivo
de la banda. La morfología de las canciones es decididamente progresiva,
intrincada, con muchas variantes a la manera de otras bandas de la época como
Yes, Genesis o EL&P. Cabe destacar el dato curioso de la voz de Taylor,
capaz de alcanzar y superar el rango de una soprano. Ya se vislumbraban
alarmantes momentos de buen gusto que se potenciarían hasta el comienzo de la
decadencia con The Game, octavo álbum que se grabaría en 1980 luego de dos años
de gira por el mundo. Esto no invalida la consecuencia de siete álbumes
arañando la excelencia, algo poco común en la música popular y, arriesgo,
académica. El disco finalizaba con una idea en fade que luego se convertiría en
la canción final del “Lado Negro” del segundo álbum.
Como hasta 1977 y el LP News of the
World no utilizaron sintetizador alguno, todos los sonidos se hacían de
manera analógica, modificando el pitch de las cintas, utilizando todo tipo de
artilugios caseros tal como grabar a través de ventiladores, latas de conserva
haciendo de micrófonos, instrumentos de juguete, etc. Pero, tal vez, el signo
sonoro más significativo sea el de la guitarra de May: un instrumento construido
por él y su padre a partir de la madera de un viejo hogar y con una
configuración de micrófonos creada por él mismo. La ejecución la hacía no con
una púa, sino con una moneda de 5 peniques o la yema de sus dedos. Por eso su
sonido es aún hoy único.
Hay solo un saldo negativo para esa era de oro de la banda y son las
mezclas: no sé quién cortaba los masters definitivos, pero hay discos que, si
no se escuchan con la compresión adecuada, pierden cualidades que hacen al
corazón mismo de la obra.
Tal vez quede como firma indeleble esa aplicación y minuciosidad por el
detalle, las paredes de hasta doce guitarras (God Save the Queen, track final
de “A Night at the Opera”), las voces armonizadas que, capa sobre capa,
emulaban la ampulosidad de un coro polifónico digno de las más pretenciosas
cantatas de Mozart o Bach, la amplitud estilística desde un rock casi tan
pesado como el de Sabbath hasta las más mortíferas y chopenianas baladas que
merecían el mote de himnos, la voz tragicómica de Mercury, capaz de ir desde la
cima del desgarramiento hasta la ligereza del vaudeville, la base sólida y eficaz de Deacon y Taylor. Una banda
definitivamente “de estudio” que en vivo se las arreglaba en base a potencia
para no perder esa cualidad. Algo que pocos monstruos lograron.
Y la década del 80, que traería una renovación en el rumbo de la música
sería impiadosa con los viejos monstruos, los llevaría, de la mano del productor
alemán Mack, lentamente a la decadencia[1]
que terminaría con la muerte de Mercury y la disolución de la banda.
Que hoy May y Taylor sigan girando con algún cantante salido de American
Idol, solo deja como comentario la entereza y respeto de Deacon, que supo decir
no y mantener así intachable el recuerdo.
Dios salve a la Reina. Otra víctima del maleficio del éxito.
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