miércoles, 31 de agosto de 2016

El insomnio no tiene cura, por Anahí Herrera




Como todos los viernes, esa vuelta llegué a lo de G. con la cabeza afinada. La vecina me había sermoneado después de presenciar cómo F. rociaba con orín los malvones recién plantados que emperifollaban la galería de entrada. La sensibilidad de la vecina hacia los malvones, la falta de decoro de F. (a quien aquejaba la urgencia) y la cadencia del sol de media tarde me habían despertado las ganas de estar con G. A las doce menos cuarto arribaba a su casa.

El monoambiente en el que vivía no era más grande que un cuarto de hotel, baño propio y entrepiso. G. adoraba el entrepiso. Sobre la bobina que hacía de mesa descansaba una botella color caramelo. Grande, como de litro o algo así. Erguida como una esfinge metálica relucía, solitaria como una estatuilla de altar. El guiño de G. me anticipó lo que vendría. Gamma-hidroxibutirato, me dijo. ¿Qué cosa?, respondí. GHB, y continuó absorto en su lectura, sin poder mirar hacia el costado, como un caballo con anteojeras. Le lancé un gesto de desaprobación, pero G. no me veía. Así que me limité a inspeccionar el envase sin etiqueta: un líquido incoloro yacía dentro, inodoro, como agua o vodka. En un rato pasa Chummy, esclareció. Chummy nunca me cayó del todo bien.

El timbre silbó al momento que G. se disponía a comenzar con el ritual. Ahí está Chummy, dijo, y tomó un pequeño embudo de un estante. Trasvasó una pequeña cantidad de elixir líquido en un frasquito y bajó las escaleras. Todos sabíamos que el tormento de Chummy era el insomnio. Cada temporada de vida lo encontraba saboreando una nueva cura, un nuevo activo de la farmafia que G. se encargaba de proveer. Tiempo después habría de conocer la “casi muerte” de Chummy con el sedante. En un atraco de desesperación, el GHB le había pateado la parte de atrás de la cabeza. Tres veces la dosis de su cuerpo, cinco horas de coma narcótico. No hay cura para el insomnio.

Un parpadeo y G. ya se encontraba de vuelta y había reanudado el ritual. Recuerdo con detalle la precisión de sus movimientos: el líquido fluyendo a través de la cánula de un gotero gigante y las gotas introduciéndose una a una en un vaso con agua. Unas diez gotas y el brebaje estaba listo. De una, dijo G., y así lo hice. Un sabor salado se apoderó de mi lengua, luego un instante de amargura, por último el elixir alcanzó el estómago. Salimos a caminar. Al cuarto de hora se activó la shakti. Un calor suave subió desde el bajo vientre y se alojó en la garganta. Las risas brotaron a borbotones mientras andábamos la ciudad a pie, entonados, como si hubiésemos degustado unos buenos litros de tinto. En una plazoleta nos sentamos a conversar e intercambiar cigarros. No lo mezclamos con nada. A las horas retornábamos al hogar, el fuego empezaba a menguar y el sueño comenzaba a sentirse.


El calor del entrepiso activó el mareo. Aún sonrientes, nos invadió el cansancio, resabios de un bueno pedo amigo. Como la resaca parecía inminente optamos por lo sano y nos tendimos en la cama, de costado y cerramos los ojos. Memorias palpables: el líquido chorreando una y otra vez por el gotero, la precisión de los dedos de G., la exactitud de la receta, la pizca adecuada. 




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